lunes, 21 de septiembre de 2009

A dos de tres

Marisa Pineda

Abre la boca. Que la abras te digo. Mira que no estoy jugando. ¡Abre la boca! Ándale pues, no la abras a ver cómo te va. Tómatelo. Que te lo tomes te digo. Ahí lo tienes, ¡tómatelo! ¡No lo regreses! Mira que si lo regresas te doy otra cucharada y sin tantos miramientos. ¿Ves? Si no está tan malo, además es por tu bien.

¿Le es familiar? ¿A Usted también le dieron emulsión de Scott?

A veces los temas de A dos de tres salen de una efeméride, de algo que reportó alguno de los corresponsales que este espacio tiene en la ruta de camiones Cañadas-Quintas, en el Mercadito y en el mercado Garmendia, de alguna sugerencia hecha por los lectores (nadie tiene porque saber que el plural lectores comprende a un universo de cuatro), o de alguna cotidianidad.

En el preámbulo de este fin de semana, en una de esas charlas en donde los temas van saltando, un compañero (cuya plática es garantía de humor y aprendizaje) mencionó lo que vendría a ser algo así como Los diez más de la farmacia de la segunda mitad del siglo XX.

La aspirina, los alka seltzer, el hoy tan devaluado bicarbonato de sodio, el vic vaporub, el 666, el iodex, la pomada de la campana, la vitacilina, el magsokon, y, de pronto, casi al unísono de los que estábamos en la plática: ¡la emulsión de escot! ¡guácala!

Antes las madres se las ingeniaban con un paquete de no más de diez productos para que el plebe no se les enfermara. Cuando llegaba a la familia el primer nieto, esos remedios se transmitían con categoría de heredar en vida.

Así, se tenía, no la creencia, ¡la seguridad absoluta!, de que para que a un hijo no le salieran granos en la cara había que purgarlo cada mes. Y allá tiene al plebe venciendo la pena de ir a la farmacia a comprar el delator triángulo de magsokón (porque su empaque era un chismoso triángulo). ¿Es para ti? Nooo, me lo encargaron.
El producto era más amargo que una traición, se diluía en un poco de jugo de naranja con el inútil propósito de que supiera menos malo. Se debía tomar un fin de semana, por obvias razones, en las que no se tuviera compromiso familiar alguno.

Como madre prevenida vale por dos, de la purga no se salvaba nadie. Los que tenían granos porque los tenían, los que no para que no los tuvieran.

Otro de los productos que no dejaba excentos era la emulsión de escot, el aceite de hígado de bacalao. La toma dejó traumas imborrables en generaciones completas. La emulsión venía en una botella oscura y tenía una etiqueta con un marinero cargando un pescado. Supongo que el tipo era Scott. Cuando uno es niño, el rencor dura menos que un estornudo; sin embargo, a punta de cucharadas de su aceite, Scott nos enseñó a varios lo que es el rencor.

Para que uno no intentara siquiera escaparse de la toma, las madres hacían operativo sorpresa. Aún así, uno presentía que el momento de la emulsión se acercaba. Hiiijiiiitooo. El momento había llegado. Debía aceptarse con resignación el episodio o dar la batalla. Todos en algún momento dimos la batalla, todos la perdimos.

Correr, esconderse, hacerse el sordo a los llamados sólo era prolongar inútilmente el instante y sumar castigos innecesarios.

Alguna vez esta su amiga intentó correr, lo hizo, sólo para descubrir, como a los diez metros, la excelente puntería de la chancla de la Matriarca. Jamás lo repetí.

Hiiiijiiiitoooo. Veeeen mi niiiiñooo. Con los ojos llenos de lágrimas se presentaba uno ante la madre. Ahí, ya no hacían falta las palabras. Es por tu bien. A ver, rapidito, abre la boca. Cómo que no, ¡ábrela te digo! Mira Fulanito de Tal, ¡no estoy jugando! ¡A-BRE LA BO-CA! Y uno debía abrir la boca, aceptar que era por el bien de uno, para no quedarse chaparro y enclenque, para poder crecer sano y fuerte, para no enfermarse, para ser más inteligente y menos burro en la escuela. Para todo.

Había que abrir la boca. Algunos cerrábamos los ojos (ojos que no ven corazón que no siente). Otros, cual héroe en el paredón que desprecia el vendaje, preferían ver como la cuchara se acercaba a su boca con el líquido aceitoso aquel. Tan sólo destapar la botella el fuerte olor a pescado había invadido los cuatro puntos cardinales, si por algo se lo daban a uno en un sitio aireado, aún así, el lugar olía como los baldes del mercado donde echaban las tripas de los pescados rumbo al bote de la basura.

Había que abrir la boca, ¡ya que!, vencer el natural reflejo del vómito que produce un olor desagradable, y un sabor peor aún. Mientras el aceite pasaba, uno se preguntaba si los padres lo hacían porque realmente era bueno o porque a alguien había que endosarle la factura de lo por ellos también vivido. Temeroso, uno se cuestionaba qué pasaría si no se tomaba el aceite, ¿se enfermaría? ¿Moriría? De pronto, el estómago daba acuse de recibo. La sonrisa de la madre mercaba el final del momento.

Un momento que aún hoy, a una vida de distancia, con sólo decir “la emulsión de escot”, se revive. ¡Guácala!

Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones, por favor en adosdetres@hotmail.com

Que tenga una semana exenta de malos sabores.