lunes, 27 de septiembre de 2010

A dos de tres

Marisa Pineda

Hoy, que se promueve la lectura para combatir las infames cifras que indican que los mexicanos leemos entre uno y tres libros al año, vino a la plática una práctica ya extinta pero que a muchos nos regaló buenos momentos y algo más: la renta de cuentos y de libros.

Según los números que arrojan las encuestas, en nuestro país no leemos, o al menos lo que leemos no se considera como tal. Para los números formales, no vale el que semana tras semana leamos todos y cada uno de los chismes de la farándula, de la realeza, de la gente bien; la entrevista intercalada entre las fotos de la bichi del mes; las tendencias de la moda; las revistas de análisis político, económico y/o literario; el
sensacional de políticos, traileros y albañiles. Tampoco los libros de la escuela.

Nada de eso se anota como lectura, no en las cifras oficiales. Con suma consternación informamos que tampoco aplica leer A dos de tres.

Descartando las publicaciones y temáticas mencionadas es que nos da que en nuestro país apenas leemos de uno a tres libros al año. A esta su amiga esa cifra siempre le ha llamado la atención por lo siguiente: Encontrar que en México hay registradas formalmente cincuenta y una ferias del libro, y que por lo menos cinco festivales incluyen ese apartado en su programación, contrasta con el hecho de que no leamos. A ello súmele que existe un amplio mercado de libros “pirata” y va a tener otra joya del contrasentido.

A propósito de publicaciones y lecturas, días atrás el buen amigo Benigno Aispuro (con quien compartimos el gusto por la cultura popular) y la de la letra comentábamos la próxima reedición del Memín Pinguín. En ese marco recordábamos la vieja práctica de rentar cuentos. Si no le tocó, le platico como era.

Hubo un tiempo en el cual no todas las casas tenían televisión, las que contaban con el aparato se reunía la familia, toda, más compadres, vecinos y colados que hacían concha y estoicos escuchaban las indirectas de la reina de la casa, por tal de seguir la función sabatina de box, la telenovela en curso o el programa de espectáculos donde saldría el artista del momento.

A falta de televisión en todos los hogares, lo que si había sin distingos eran revistas. Las historias que vemos en la pantalla salieron en su mayoría de publicaciones semanales. La hoy popular Teresa (me das miedo Teresa) tuvo sus primeros días de gloria en esas páginas. Cada lunes llegaban los ejemplares con un nuevo capítulo de la historia, que se leía ávidamente.

Pero si por algún motivo no había alcanzado a hacerse de su revista, o andaba corto de dinero para comprarla, podía recurrir a la renta del ejemplar. En los abarrotes se colocaban unos tendederos y en ellos se colgaban las publicaciones. Los más alquilados eran el Lágrimas y Risas, el Fuego y el Espejo de la Vida. Era práctica común llegar al tendejón, rentar un cuento, comprarse un refresco y un pan, y sentarse a disfrutar de la lectura.

Para los tenderos la renta de revistas era un negocio redondo. Además de recuperar con creces la inversión hecha en la publicación, la venta de los “snacks” era ganancia adicional (como cuando va al cine y las botanas le salen más caras que las entradas). Los visionarios invertían en una banca o en poltronas para que el arrendatario estuviera enteramente cómodo. Estar apoltronado, leyendo el capítulo por siete días esperado, acompañando el momento con un refresco bien helado y alguna fritura era hedonismo puro.

Al final de la lectura, la historia daba pie para cultivar la conversación “esa Teresa es mala, mira que tratar así a su mamá” y de las páginas de la historieta se pasaba al chisme “como la Fulanita, la hija de Manganita, hubiera visto, el otro día blablablá…”

Además de los cuentitos estaban los libros semanales, también dibujados, con historias más dramáticas que a varios le sacaban lágrimas “es que fíjese que esta historia me recuerda a…” se justificaba el lector con el abarrotero que contemplaba la escena.

La renta abarcaba fotonovelas con los artistas del momento en los roles estelares; semanarios con temas de interés general, como Duda, que sembraba la duda sobre la existencia de extraterrestres. Historias de vaqueros sin ilustraciones, como Estefania, y novelas rosa como Jazmín, Julia secretos del corazón, y para las muy audaces Pasión. Ninguno de estos libritos contenía más imagen que la de la portada, todo estaba en la imaginación de cada quien y, aún cuando eran llamados con desprecio “literatura barata”, sirvieron para que muchos dieran el salto de aquellos secretos del corazón a Emily Bronte y sus Cumbres Borrascosas. O de los vaqueros de las praderas norteamericanas a los escenarios mexicanos de Juan Rulfo y El llano en llamas.

En A dos de tres no comulgamos con eso de que todo tiempo pasado fue mejor, preferimos la premisa de que no sabemos lo que tenemos hasta que lo vemos perdido; y ese fue uno de los placeres que se nos quedó en el camino.

En Culiacán, aprovechando el día oficial de fundación de la ciudad (29 de septiembre, día de San Miguel Arcángel y de la otrora Villa de San Miguel de Culiacán) un grupo de promotores culturales invita a intercambiar o regalar libros entre propios y extraños. La cita es en la plazuela Obregón, atrás de Catedral, a eso de las 6:00 de la tarde. Puede ir a catafixiar sus libros o a obsequiarlos, para compartir con otros el placer que le dio su lectura.

Imagínese en una poltrona, debajo de la sombra de un árbol, con un refresco bien helado y alguna fritura, siguiendo una historia que le gusta. Hedonismo puro.

Muchas gracias por leer estas líneas que no entran en las estadísticas. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com

Que tenga una semana de grandes placeres.

domingo, 19 de septiembre de 2010

A dos de tres

Marisa Pineda

Y lo tan largamente anunciado llegó. ¿Qué le pareció el espectáculo del Bicentenario? De todo el fastuoso carnaval ¿con qué se queda? A la de la letra le gustó el concierto de Alondra de la Parra, el de la Maldita Vecindad y el de los Tigres del Norte, quienes contra todos los pronósticos interpretaron La Granja. Confieso que la pirotecnia me dejó impresionada (y eso que la vi por televisión) y
ni chisté con la quema de mis impuestos en cohetes. Ya pasado el borlote, pregunto ahora ¿Qué van a hacer con el mono al que llamaron El Coloso?

Ya ve que desde la víspera los festejos del Bicentenario estuvieron caracterizados por la polémica y el señalamiento de lo que para muchos (me incluyo) es un costo desmedido para una fiesta (algo más de tres mil millones de pesos), sobre todo si se contrasta con las cifras de mexicanos cuya máxima celebración es el sobrevivir el día a día; o de aquellos otros miles castigados por las inundaciones.

A ello súmele que por decreto del coordinador nacional para los festejos, Alonso Lujambio, el ánimo del pueblo mexicano debía de estar en alto y la alegría y el orgullo debía imperar ad chalecum. En cuanto se desataba una nueva polémica - como la del Shalalalalá el futuro es milenario- y se encendían los ánimos, el referido coordinador, cual líder en la fila de la conga, dictaba: todos contentos, todos agraviados, todos al Zócalo, ahora todos en su casa.

Finalmente, el 15 de septiembre llegó y se develó el misterio tan celosamente guardado de cómo sería la fiesta. Basta recordar que todos los voluntarios que de alguna manera tomaron parte en el espectáculo firmaron previamente un acuerdo de confidencialidad.

Como más allá del Paseo de la Reforma y del Zócalo capitalino hay vida, las cámaras de televisión fueron los ojos por los cual se vio lo que se tenía y se debía ver; incluido el momento en que a cuadro, en cadena nacional alguien sacó el trapito y se puso a limpiar el lente de la cámara. Haga de cuenta limpiaparabrisas en crucero. Cosas de la televisión en vivo.

Así, se vieron desfilar comparsas y carros alegóricos cuya calidad recordaba la de los desfiles y carnavales escolares. Tal como lo prometieron, el fondo musical que amenizaba la marcha era el shalalalalá, ahora en las voces de Eugenia León, Lila Downs, Regina Orozco, Daniela Romo y quiensabequien más, para aclarar dudas el carro alegórico indicaba el ritmo de la versión que se escuchaba: mambo, mariachi, etcétera.

Luego las cámaras nos trasladaron al inicio de los conciertos con la directora Alondra de la Parra, cuya capacidad logró que nos olvidáramos de las interpretaciones de Natalia Lafourcade, Ely Guerra y Lo Blondo. Para de ahí seguir con el espectáculo central.

Los juegos de luces pusieron a danzar la catedral y en las redes sociales se advertía que mientras Sandoval Íñiguez y Norberto Rivera no salieran bailando de cachetito todo iba bien. En Palacio Nacional la presencia del expresidente Carlos Salinas de Gortari hacía reflexionar a más de uno sobre nuestra desmemoria.

De pronto, los comentaristas empezaron a servir la mesa para uno de los platos fuertes y que ha resultado tan cuestionado como los festejos mismos: el coloso. Ese mono con su patita despostillada y espada rota (¿así era o se rompió?) que fueron armando en partes y que ya una vez en pie nos hizo exclamar: ¡Oooh! ¿Quién es?

De inmediato las apuestas: es Colosio. Es Malverde. No, es Stalin. Es Jeremías Springfield. Que no, que es el del video de Michael Jackson. Es el Pípila. Quien dijo el Pípila fue el más cercano porque la versión oficial es que representaba a aquellos héroes anónimos gracias a quienes logramos la Independencia Nacional.

Pero con todo y sus 20 metros de altura, parece que el mono tuvo el 15 de septiembre su debut y despedida. Hasta el momento no se sabe la suerte que correrá. Si se va a desensamblar y se guardará en alguna bodega, o si se va a colocar en alguna parte.

Por cierto, creo que tampoco se sabe el nombre del operador de la grúa que levantó al coloso y que gracias a su pericia el espectáculo fue eso y no tragedia. Señor, mi admiración, aplauso y reconocimiento ¡Bravo!

Volviendo al mono, su autor, el escultor Juan Carlos Canfield, ya aclaró que para la cara del coloso se inspiró en la de Benjamín Argumedo; lo cual ha creado una nueva polémica pues para unos el apodado Tigre de la Laguna es un traidor a la Revolución y para otros fue un valiente al cual la historia oficial no le ha dado su lugar.
Canfield subrayó que tomó la imagen de Argumedo por sus rasgos físicos “por el tremendo carácter que tiene su retrato”. El escultor aclaró que en ningún momento pretendió tomar la imagen para defender los actos negativos del personaje y reiteró que sólo la empleó como inspiración estética.

Aún con la aclaración hecha, hay quienes consideran que emplear la imagen de Benjamín Argumedo para el Coloso es muestra de la nueva representación del héroe nacional.

La polémica, pues, lejos de terminar continúa y todavía nos falta el centenario.

Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, mentadas, invitaciones y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com

Que tenga una semana monumental.

lunes, 13 de septiembre de 2010

A dos de tres

Marisa Pineda

Deje le cuento, la de la letra acaba de cumplir años. Estábamos en eso cuando surgió el recuento de todo lo que han cambiado las celebraciones, comenzando por las piñatas. Durante muchos años un megafestejo para un niño se hacía con una piñata, el juego de ponerle la cola al burro, una bolsa con dulces, algún guiso sabroso, pastel y gelatina. Ahora, para eso mismo se necesita, además de las viandas: entremeses, centros de mesa, animadores (payasos, magos, botargas o imitadores) un brincolín, la piñata (claro) pero con pastel, bolsas de dulces, platos, vasos, servilletas, manteles y decoración acorde al tema del evento.

A esta su amiga le tocaron los tiempos en que las celebraciones de cumpleaños para un niño eran por demás sencillas. Desde la víspera, dependiendo de las posibilidades de la familia se extendía la invitación. Si se estaba ajustado económicamente, la fiesta sería para los más allegados: los amigos más queridos, la parentela más frecuentada y la profesora en turno. Si se estaba pudiente la participación se ampliaba a todo el salón de clase.

Para esto, la invitación bien podía ser verbal o por escrito, de ambas formas valía. Lo ponían a uno bien guapito y en compañía de la madre se visitaba la casa de quienes aparecían en la lista de invitados para extender la cordial invitación. Las participaciones por escrito no tenían mucho chiste, tenían impreso un payaso, un carrusel o una piñata, se anotaban los datos y se metían en su correspondiente sobre blanco. Nada que ver con el confeti y brillitos que las acompañan hoy, y no porque no existiera el confeti o la diamantina, sólo que a nadie se le había ocurrido, no era la moda o, de plano, todo era más simple.

Los preparativos de la fiesta continuaban con el armado de las bolsas de dulces. Bolsitas de celofán transparente impresas con un la cara de un payaso y la palabra felicidades. Se llenaban con caramelos y galletas -de animalitos, con grajea o embetunadas- cuyo número iba en proporción: a pocos dulces muchas galletas. Muy seguido se incluía a las bolsas un silbatito, de esos minúsculos que producen un ruido agudo, que llega a lastimar el oído. Para pronto las madres decomisaban el artefacto aquel con el argumento “dame eso, es peligroso, mi comadre Fulanita me contó que un niño se lo tragó y se ahogó”. Fin del ruidajo.

La comida era sopa fría, frijol puerco y alguno de los guisos más celebrados. No había eso de comida para los grandes y comida para los niños. En las mesas los centros eran platos con alguna fruta de la estación, palomitas de maíz o frituras (papas, churros o viejas). La decoración se hacía con globos de colores y cadenas de papel crepé. Si no había decoración, tampoco se echaba de menos.

Entre lo que uno llegaba a la fiesta y el dale dale dale el tiempo se consumía con juegos como el de ponerle la cola al burro. Las nuevas generaciones posiblemente ni lo han oído mencionar. Es así: una imagen de un burro sin cola se pega en la pared; se pasa al frente a un voluntario, se le vendan los ojos y se le da una cola para que intente colocarla a ciegas en el lugar correcto. Al final gana quien puso la cola en el punto más cercano. ¿Qué ganaban? Una bolsa extra de dulces, un juguete, o simplemente un aplauso y el reconocimiento de haber sido el que le puso la cola al burro. Que es muy bobo tanto el juego como los premios ni quien lo dude, pero cuando se tenían cinco, seis o siete años, ello era suficiente.

Luego llegaba el pastel. Que de historias familiares hay en torno a los pasteles de cumpleaños hechos en casa. Porque ha de saber que tener un pastel sabroso y bien decorado preparado por la mater familia, daba a esta un estatus superior. Pero no siempre el resultado era el esperado. Los accidentes en la preparación eran muchos y todos notorios: fallas en las medidas del polvo de hornear daban por resultado panes que en vez de esponjados parecían planchados. La temperatura incorrecta del horno provocaba pasteles mal cocidos y, horror de horrores, quemados de las orillas y la base. Moldes mal engrasados hacían que al despegar el pan buena parte se quedara pegada en el recipiente.

Una vez salvados todos los escollos anteriores, venía la segunda etapa del reto: la cobertura. Era todo un ritual que sólo los elegidos podían presenciar. “Salte, vete a jugar, no te le quedes viendo (a las claras de huevo) porque no levantan”. Pero aún cuando levantaran todavía se estaba por enfrentar la prueba máxima, aquella en la que no se podía culpar a nada ni nadie del fallo: el decorado.

Bien podía tenerse un pan sabrosísimo, un merengue a punto, pero a la hora del decorado, la madre podía sabotearse al decorar la torta. Comentarios elementales del tipo ¿Qué es eso? (“Cómo que qué es, ¡Es un payaso!”) o el sólo decir “se ve chueco” podían sumir a la mamá repostera en una crisis depresiva que ni el chef Ramsey puede provocar en Hell’s Kitchen.

Observar que el decorado había quedado disparejo producía una herida que ni el tiempo podía curar. Podrán pasar los años y el comentario “te acuerdas de aquel pastel que te salió chueco” reavivará, siempre, la llaga. Ni que decir cuando se comenta “te acuerdas de aquella piñata cuando mi mamá hizo un pastel y lo decoró con cara de payaso, y todos creíamos que le había dibujado una pelota de beisbol”, enseguida surge el llamado “que ni te oiga porque todavía se agüita”. Las piñatas podían estar feas o bonitas, eran hechas para el sacrificio en aras del júbilo; pero los pasteles no, hacer un pastel de cumpleaños era para trascender por generaciones, para bien o para mal.

Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com

Que tenga una semana de celebración.