Marisa Pineda
Hay indicadores del
crecimiento de las ciudades: que si las cifras del censo de
población, que si el número de colonias, que si el número de
usuarios de agua potable y energía eléctrica, que si… y le
podemos seguir con un largo etcétera. Pero hay otros indicadores
curiosos, personales, por así llamarlos, que marcan cuanto se ha
extendido el lugar donde hemos habitado. Los pre-digitales tenemos
uno que se relaciona con esta temporada: Cuando en Culiacán llovía
parejo y no había cuadra en la que no se escuchara el apremiante
grito “¡laaa rooopaaa!”.
El 24 de junio, el mero
Día de San Juan, era fecha por demás importante para los culichis
de entonces porque prácticamente todas las familias tenían a un
Juan o a una Juana en sus filas, lo cual garantizaba pachanga segura,
y porque marcaba extraoficialmente el inicio de la temporada de
lluvias. Desde la víspera las amas de casa tomaban providencias para
ese día y lavaban sólo lo indispensable, es decir los uniformes.
Hubo algunos 24 de junio
en que el aguacero cayó temprano haciendo la felicidad de la
plebada, que no era enviada a la escuela por la creciente de algún
arroyo cercano (sí, el problema de los arroyos en Culiacán data de
tiempos inmemoriales) y otros más en que luego de un día totalmente
soleado, de súbito “la negrura”, como llamaban los mayores a
los nubarrones, se desplazaba amenazante sobre los tendederos y las
ventanas abiertas.
Las primeras gotas
estaban sincronizadas con las gargantas y en cuanto tocaban el piso
accionaban las cuerdas vocales de quienes habían sido sorprendidas
sin alcanzar a descolgar de los tendederos las prendas. El grito
“¡laaa rooopaa!” era el llamado para que todo aquel que pudiera
desplazarse rumbo al tendedero auxiliara para salvar a los trapos de
la lluvia. La convocatoria era el pretexto ideal para que la
chamacada de entonces quedara más mojada que seca y le permitieran
bañarse en la lluvia sin temor al regaño.
Eran tiempos en que en
Culiacán todavía llovía parejo en los cuatro puntos cardinales.
“La negrura” alcanzaba a cubrir a toda la ciudad. Quienes
vivíamos cerca de algún arroyo corríamos a ver hasta donde subía
el caudal, mientras la fila de autos imposibilitados para cruzarlo se
hacía cada vez más larga. No fueron pocos los momentos de angustia
que provocaron quienes sobreestimaron la potencia de sus vehículos y
quedaron varados a mitad de las aguas en espera que llegara el camión
de los heroicos bomberos a salvarlos.
N
o me pregunte cuándo
porque no le sé decir con exactitud, pero hubo un año en que la
población tuvo una sorpresa mayúscula: había rumbos de la ciudad
anegados por la caída de un chubasco, mientras que en otros de
nublado no pasó. ¡Nada! Ni una gota. Algo ocurría que ya la nube
no alcanzaba a cubrir toda la ciudad. Para colmo hubo un Día de San
Juan que no llovió, y al año siguiente lo mismo y así
sucesivamente hasta pasar de las misas para agradecer por las
bondades, a las misas para pedir porque termine el estiaje.
Tiempos traen tiempos,
acaba de pasar otro 24 de junio y en Culiacán no llovió. En algunos
rumbos, apenas se alcanzó a divisar una tímida nubecita que hizo
recordar la hoy leyenda urbana de cuando en Culiacán llovía cada
Día de San Juan, y de cuando la lluvia bañaba a toda la ciudad.
Muchas gracias por leer
estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Comentarios,
sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor
en adosdetres@hotmail.com
En Twitter en @MarisaPineda. Anímese a leer un libro, qué tal, por
ejemplo “Gota de lluvia”, de José Emilio Pacheco, poemas para
niños que gustan a todas las edades. Y mientras, que tenga una
semana de ver llover y no mojarse.