lunes, 9 de julio de 2012

Placeres culposos



Marisa Pineda

Con solo verlo me transporté a la niñez, al salón de cuarto “B” en la hora del recreo, con parte de la clase cuidando la puerta para que no se metieran intrusos oportunistas ajenos al grupo, mientras la otra parte trepaba por la ventana y ayudados con lápices de bastón alcanzaban el tesoro prometido. Es curioso todo lo que puede despertar una rebanada de mango verde con chile y limón.

Dicen los que dicen saber que los olores y sabores son los recuerdos que la memoria mejor preserva, aun cuando se hayan producido en la más tierna infancia. Eso fue realidad esta semana en que comí mango verde con chile y limón. De esos mangos a los que con los años uno les va sacando la vuelta, de los que aún no se les termina de formar la semilla y ya está uno hincándole el diente. De esos que ponen a salivar.

La escuela Tipo, alma mater en la infancia, tenía un salón que colindaba al sur, con dos árboles de mango. Al inicio del ciclo escolar, luego de identificar con qué maestra nos tocaría la clase, lo siguiente en importancia era averiguar qué grupo estaría en dicho salón, pues ello garantizaba mangos verdes toda la temporada.

La de la letra es parte de una generación cuya infancia fue de placeres simples. En tiempo de calor algunos de ellos eran comerse una paleta helada, una nieve de limón o un raspado de “rosa”, como llamábamos al jarabe dulce de tal color. Había vendedores innovadores que preparaban pirulines helados, que no eran otra cosa que hielo raspado vertido en un envase en forma de cono, al cual colocaban un palito, lo sacaban del mo iciste para que te quedara la lengua roja? Pide de rosa con amarillo. ¿Cómo le haces para que te quede la lengua pintada de negro? Pídele al señor de todos los colores.

Esos eran de los gustos permitidos, pero había otros tan culposos como prohibidos; dentro de ellos el reservado a iniciados: comer mango verde.Con la temporada llegaba la advertencia: “¡Ay! de ti que te cache comiendo mango verde. Se te van a “morir” los dientes, te va a dar chorro y te van a salir “vivos” en la boca”. Para quienes no conocieron esos términos cabe explicar que la voz nada médica “morir los dientes” se refería a la hipersensibilidad que deja el comer alimentos ácidos en exceso. Dar chorro era sinónimo de dar diarrea, y los “vivos” eran la forma coloquial de llamar a las aftas.

Por esos días de suerte que tiene uno, durante el cuarto grado a mi grupo le tocó estar en el cotizado salón que daba a los mangos. En ese tiempo se pusieron de moda los lápices de bastón; unos lápices largos que en vez de borrador tenían una asa para semejar un bastón. Dada su longitud eran sumamente incómodos para la escritura, pero resultaban muy útiles en la zafra del preciado fruto. 

A la hora del recreo, en vez de salir al patio nos quedábamos y el grupo se dividía. Una parte cuidaba que no se metieran los oportunistas de otros salones a quitarnos aquellos mangos que considerábamos nuestros,  mientras la otra parte trepaba por las ventanas y ayudado por los lápices de bastón alcanzaba la fruta que luego se repartía entre todos.

Lo que seguía era un concurso de caras y gestos a cada mordida que se daba a aquel fruto inmaduro, y sin lavar. Quienes tenían paladar gourmet llevaban sal, limón o chile en polvo para aderezar.

El cuerpo fía pero cobra, y a las horas comenzaba el pago con intereses leoninos. Dolores de panza y diarrea eran moneda de curso legal para abonar a la bacanal. Habíamos quienes nuestro estómago no nos delataba, pero la piel sí. La molesta aparición de aftas era marca inequívoca del pecado gastronómico cometido. Las secuelas daban pauta para el mercado negro de mangos verdes. Había quienes optaban por vender su parte de la cosecha, o la intercambiaban por golosinas y cartitas del álbum de moda, extendiéndose así los efectos secundarios de aquel placer culposo.

Ello provocó que más de alguna madre alzara la voz en la junta mensual de los padres de familia, para pedir se hiciera algo al respecto. La solución fue que llegada la hora del recreo nos sacaban a todos al patio y le echaban llave al salón. La fruta terminaba por madurar y ya madura se la comían las maestras. Ya madura a nadie nos interesaba. Así, ya no tenía chiste.

Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Comentarios, sugerencias, mentadas, invitaciones y felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com En Twitter nos seguimos en @MarisaPineda. Que tenga una semana de grandes placeres, como el de la lectura.