lunes, 31 de mayo de 2010

A dos de tres

Marisa Pineda

Pero qué papel vamos a hacer en Sudáfrica, uuey. No tenemos con qué, el Vasco va de disculpa en disculpa y de decir que el resultado lo enoja, pero no lo cambia.

- Sí, uuey. Nos falta hacer goles en vez de sandwichs. El que ya es la figura es el Chícharo, uuey.

Y de pronto: silencio. Bbbsss. ¡Ding!. De nuevo silencio.

“Con permiso”.

Más silencio. Bbbbsss. ¡Ding!

- Oye uey, nos hablamos para ver el partido, ¿no?

Claro uey.

Se ha preguntado alguna vez ¿Por qué al entrar a un elevador se le pone pausa a la plática?

Podría argumentarse que lo reducido del espacio obliga a no importunar a los demás con una charla que le es ajena; o que, dicho en palabras menos amables, no les importa. Sin embargo, esa teoría se derrumba cuando nos toca hacer fila. Ahí, no sólo no suspendemos la plática sino que nos sumamos a los temas de terceros y permitimos ir ganando interlocutores hasta que el llamado “el que sigue” desbarata aquel grupo informal y efímero, pero harto divertido.

No sé Usted, pero la de la letra ha logrado hacer, y mantener, estimas que surgieron haciendo fila en algún sitio. No así con la gente que se ha topado en el elevador.

Ahí, a lo más que ha llegado es a un saludo amable que da cuenta de la educación recibida (excepción hecha de la ocasión en que esta su amiga se topó en el elevador con una Figura y si bien no perdió las formas, no pudo evitar mantener descaradamente la vista en los zapatos que el señor llevaba ¿Quién era la Figura? Si se lo digo no me lo va a creer).

Y eso de los silencios en los ascensores no sé si es lo que hado lugar, en contraparte, a una de las fantasías sexuales más recurrentes: sostener algún encuentro íntimo en un elevador. Sí, porque cuando se hace un recuento de los lugares que figuran como sitios osados para una relación sexual, los elevadores están siempre presentes.

Es por demás curioso el poder que tienen esos aparatos para que, en cuanto se cierran las puertas, se imponga el silencio. Si alguien necesita continuar la plática lo hace más bien con murmullos, no importa que hable en un idioma diferente al nuestro. Hasta los orientales, que siempre andan en grupo y no sueltan la cámara de video ni para ir al baño, dejan de grabar al entrar a un ascensor.

Pero la reacción dentro de un elevador va más allá del cerrar la boca, pues cuando los labios callan los ojos empiezan a hablar. La primera reacción es ver el techo del aparato, y no precisamente como buscando una salida alterna en caso de que se atore.
Luego nos da por ver los foquitos que indican en qué piso vamos, como con un dejo de impaciencia; si el aparato es lento o se abre piso tras piso, cual camión urbano, la vista entonces pasa a los pies. Como niños castigados ahí va uno con la cabeza gacha hasta que escucha el reconfortante ¡Diing! indicando que ya llegamos.

Es curiosa la influencia silenciosa de los ascensores. Hace poco me tocó estar en un sitio en que el empleo del aparato ese era imprescindible; toda vez que subir y bajar dieciocho pisos, por lo menos diez veces al día, no era opción. Ahí tiene que cada que aplastaba el botón para “llamar” al aparato este daba toques. Una vez adentro apachurraba el botón para indicar el piso y otro toque. Por tres días completos al coincidir frente a los aparatos, como no queriendo la cosa, al primero que apachurraba la tecla le pedíamos “le aplastas por favor el 16” y “y el 18” y “el…” pero nadie decíamos lo que sentíamos al tocar el botón. El silencio protocolario del Manual de Buenas Maneras del Elevador así lo indicaba.

Hasta que por allá, al cuarto día, lejos de la silenciosa influencia del ascensor alguien se atrevió a alzar la voz y exponer “no sé Ustedes pero los elevadores de aquí me dan toques”. Fue como romper un dique. Enseguida empezamos a exponer los casos, y a compartir las argucias para evitar la levísima descarga eléctrica que, si bien nimia, por frecuente se volvió enfadosa. Desde quien ponía una mano en la pared tratando de hacer tierra, hasta la que no soltó una servilleta de papel que hacía las veces de aislante. Todos empezamos a barajar las posibles causas que provocaban aquel fenómeno. Que si los zapatos, que si el poliéster, que si la estática, que porque si somos muy corrientes. Finalmente, acordamos que la razón por la cual los botones de los elevadores aquellos daban toques era la alfombra que recubría prácticamente todo el lugar.

Resuelto el caso alguien observó ¿y por qué si a todos nos da toques nos habíamos quedado callados? La respuesta fue lo que dio tema hoy a A dos de tres: “porque ¿te has fijado que al entrar a un elevador todos nos quedamos callados?”.

Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com

Que tenga una semana en ascenso.

PD: Muchas gracias a quienes proporcionan mantenimiento a los aires acondicionados e hicieron llegar sus datos. Es un gusto saber que dentro de los cuatro lectores de A dos de tres hay un técnico en refrigeración.