lunes, 2 de marzo de 2009

A dos de tres

Marisa Pineda

A dos de tres cumplió su primer año. Pretexto, y hasta motivo, para festejar y, de paso, abrir una nueva tarea al Departamento de Investigaciones de A dos de tres: ¿qué relación física, o química, existe entre el pelo y el alcohol? ¿Por qué, a medida que se ingiere algún pulque, licor, cerveza o vino, el copete tiende a caer y alaciarse en forma proporcional a la ingesta? Al final, la pachanga parece convención de emos.

Antes de que el copete se rinda, el ambiente pasará por las etapas reglamentarias de todo buen jolgorio, mismas que dependen, en gran medida de la música de fondo. Etapa instrumental, de boleros, baladas, trova, el túnel del tiempo, para amanecer bailando, de dolor y contra de ellas (os), para culminar con Amor Eterno, pues cuando en una fiesta empieza a sonar amor eterno e inolvidable es señal inequívoca de que la reunión llegó a su fin. Hora de tomar los efectos personales, dar las gracias por la hospitalidad y el buen momento y emprender la retirada.

Los tiempos han evolucionado y las fiestas también. Hubo una era en que los huateques se ambientaban con tocadiscos o radioconsola, aka Chico Consolón y sus Negritos. Para los que no les tocó conocerlas, las radioconsolas eran unos muebles en madera con tocadiscos, radio, tocacasetes y bocinas incluidos. El 15 por ciento del espacio del mueble lo ocupaba el sistema de sonido y el resto era puro adorno. El tamaño del cajón con patas aquel iba desde uno hasta cuatro metros. Del espacio disponible en la casa y el gusto dependía el tamaño de la radioconsola. Vistos a la distancia hay que reconocer que eran muebles muy bellos, algunos con espacio para aquellos acetatos imposibles de piratear.

Luego vinieron los estéreos, con sus bocinas como de un metro cada una. Y pensar que esos eran los minicomponentes. Después, el mundo del sonido se compactó.

Llegaron los cidis y los acetatos se volvieron, primero, basura y ahora artículo de colección. Con los compactos, las fiestas cambiaron. Ya no había que estar atinándole al surco del disco para dejar caer la aguja del tornamesa justo donde comenzaba la canción. Tampoco había que atrasar o adelantar el casete hasta encontrar la rola que se quería. Ya el ambiente no se enfriaba por el tiempo que pudiera tomar esa demora técnica. Con el disco compacto, botonazo y listo.

El progreso hizo mutar también a un aparato que alguna vez fue emblemático de las refresquerías y cantinas: la rocola. De pronto, a la rocola ya no fue necesario echarle monedas para que sonara, y le aparecieron dos micrófonos y textos. Sí, la rocola mutó dando lugar a una nueva variedad: el karaoke.

El karaoke dejó a rudos y técnicos en igualdad de circunstancias ante el ridículo. Si bien antes cantar en una fiesta estaba reservado para los que podían acompañarse de una guitarra y para los que el trago relajaba las cuerdas vocales y el sentido del ridículo, con la aparición del karaoke cantar mal se democratizó.

Y es que los dos micrófonos del dichoso aparato parecieran estar programados para dejar en la misma tesitura a Pavarotti y al compa Chalino (Sánchez). Sea quien sea, esos micrófonos harán que se escuche como prefecta cantando por el sonido de la escuela o, si bien le va, se oirá como Cameron Díaz en “La boda de mi mejor amigo”. Si no sabe inglés no importa, agarra el micrófono y empieza a guachavachear, nadie notará si es inglés de Oxford, del Bronx o de Inglés sin Barreras. Así de igualitario es el karaoke.

Pero no todo es miel sobre hojuelas. El karaoke dio origen a una forma malsana, diabólica, de diversión: imaginar que al que se apropia del micrófono éste le da toque y lo avienta, o en su defecto se le queda adherido en la mano cual penitencia perpetua.

Hay, en toda fiesta divertida, un mala copa. Aquel que, a lo largo de la noche, será: el amigo de todos, el que el mundo no lo merece, el que su vida es ejemplo a seguir, el que vaga sin rumbo fijo ni dirección, el mil amores, el solitario, el rudo, el técnico, así hasta quedarse dormido o acabar con la reunión. Es aquel al cual ya todo el grupo le conoce sus etapas y las vive con resignada diversión. Sin embargo, esta otro, ese que llega a la fiesta, ve el aparato, los ojos le brillan, pega un saltito y se lanza sobre el micrófono a la vez que exclama con singular entusiasmo: ¡hay karaoke!

Ese ahí se quedará, al son que le toquen cantará, y cuando alguien se atreva a decirle “ya deja el micrófono”, responderá firmemente, aferrándose a él cual luchador en desventaja se aferra a la cuerda: no, ahí hay otro, que agarren ese.
De su mano la fiesta pasará por la etapa instrumental. Empezará con un cha-la-la-la-lá lo mismo a ritmo de Ray Coniff que al de Café del Mar. Luego vendrán las baladas e independientemente de sus gustos, se las sabrá todas; desde Leo Dan y Leonardo Favio, hasta los egresados de La Academia. Cuando llegue la hora del baile, se convertirá en animador, alentando la fila de la conga con un “ea ea ea”, ya luego el “za za za, yacuza, yacuza” le permitirá regresar a la cantada.

El túnel del tiempo, que parte de las cerezas están maduras eso lo sé y terminan en la calle de las sirenas, pasando, obviamente, por stayin’ alive a-a-a-a stayin’ alive, harán que se bambolee sin soltar el micrófono, coreando el final de cada rola.
De ahí vendrán las rancheras, en las cuales Mala Copa se le unirá para entonar al unísono por tu maldito amor, el rey, volver volver, como quien pierde una estrella (con todo y aaa-a-a-a-a-aaaay con tono españolado). Saldrá el gánster que todos llevamos dentro presumiendo que aprendí a sacar las cuentas nomás contando costales, y la omnipresencia se sentirá advirtiendo que soy el jefe de jefes señores.

Luego la fiesta llegará el reino de las ratas de dos patas, con el consabido me estás oyendo inútil. Ahí, al amparo de la música se confesará tres veces te engañé y se presumirá que esta sonrisa es por alguien, para que luego la sapiencia de José Alfredo Jiménez se haga presente y acepte resignado: te adoré, te perdí, ya ni modo.
Para entonces poco importará quienes se apropiaron de los micrófonos. Para entonces se estará en la antesala del testamento y el epitafio, pidiendo que cuando muera no anden con lutitos que son pura propaganda, y recordando que hay que darle gusto al gusto porque la vida pronto se acaba.

Así, de pronto, llega amor eterno e inolvidable y el recuerdo de los que se nos adelantaron (en aras de esa leyenda que, contada en televisión por Raúl Velasco, decía que había sido compuesta a una madre, y contada por muchas otras personas dice que al amor de un hombre que se fue). En una especie de regla no escrita, los que hayan sobrevivido a la reunión hasta ese momento, se levantarán, tomarán sus efectos personales, agradecerán y se retirarán. Todos, aún los de pelo más rizado, quien sabe por qué leyes de la química y la física irán con el copete lacio.

Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Vamos por la segunda caída y ya sabe: comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones, por favor en adosdetres@hotmail.com

Que tenga una semana en que los buenos momentos se aferren como quien se aferra al micrófono del karaoke.