miércoles, 9 de julio de 2008

A dos de tres

Marisa Pineda

Hay momentos que lo marcan a uno para siempre. La de la letra guarda uno con particular cariño: la primera vez que fue al cine. No sé si a Usted lo aventaron a la sala oscura así nomás, pero para esta su amiga fue todo un ritual que inició con la advertencia/petición “no vayas a llorar cuando apaguen la luz”.

En la esquina de las calles Juárez y Granados se encuentra el Mercado Rafael Buelna, mejor conocido como “El Mercadito”. Frente a él está el Centro Comercial Galeana, algo así como el abuelo del Forum y de toda plaza comercial de postín. (La Galeana, por cierto, es una de las calles más cortas de Culiacán, si no es que la más corta, apenas una cuadra). Como todo centro comercial serio tenía su cine, que digo cine, cinema, el Alcázar. Un lugarsote con un galerón que llegaba no más allá de la quinta fila, de ahí para adelante no había techo. Los asientos eran bancas de madera, el piso de cemento y la pantalla una inmensa pared blanca. En sus pasillos anchísimos, de cuando en cuando alguna rata cinéfila hacía acto de presencia. Si no tenía para pagar la entrada, desde la esquina podía divisar la cabeza de los protagonistas y alcanzaba a escuchar los diálogos.

Al Mercadito llegaba gente de la sierra de Culiacán, de ahí que la programación del Alcázar era mayormente películas de tema campirano y de acción. La de la letra vio ahí, El Gallo de Oro y un buen de las versiones cinematográficas que hizo Antonio Aguilar a los corridos de caballos. Ahí descubrí el cine de acción de los hermanos Almada; pero el legado más memorable fue el de los dulces Seltz Soda. Los Dulces, con mayúscula. Los seltz eran unos caramelos aciditos que en el cento traían un polvo tipo sal de uvas, el cual potenciaba lo ácido en lo que se escuchaba “zzzssszzz”. Si se echaba más de uno a la boca haga de cuenta perro con rabia, del espumarajo.

Durante años circuló la especie de que al Alcázar le iban a poner techo; cosa que nunca ocurrió. El cine cerró y, tras estar ocioso mucho tiempo, el espacio se transformó en estacionamiento público, conservando su nombre original. En la parte descascarada de las paredes, aún pueden encontrarse vestigios de las carteleras.

A la de la letra su madre le anunció equis día: te voy a llevar al cine Diana, a la matiné. Y anticipó: “No es como el Alcázar. No vayas a llorar cuando quede oscuro”. Efectivamente, era otra cosa. Para empezar tenía techo, también aire acondicionado. Las palomitas de maíz se surtian en bolsas de papel blanco y no de papel revolución. El refresco se servía con hielo raspado (sugiero se retome esa costumbre) y no salía de la botella, sino de una máquina que en mi vida había visto.

A la entrada a la sala un par de cortinas impedían tanto el paso de la luz como de los plebes más pequeños, que se quedaban enredados de lo pesadas y gruesas que eran. Salía uno con el pelo gris del polvo. A los costados y en la parte superior de la pantalla se repetía el cortinaje, rematado con unas cenefas drapeadas con borlas que alguna vez fueron doradas. Hasta la fecha, cuando la de la letra se pone un vestido que considera recargado suele preguntar ¿no parezco cortina del cine Diana?

En su debut en el Diana esta su amiga constató como al apagarse la luz, la sala quedaba más negra que mi conciencia, y los berridos acompañados del grito “maaamaaá” se multiplicaban cual epidemia. Eran los tiempos en que las funciones constaban de dos cintas. El intermedio trajo otro descubrimiento: ver al plebero rodar por los pasillos alfombrados. Deporte impracticable en el cemento del Alcázar.

A la salida de la función, la de la letra notó unas escaleras. Quién sabe qué embrujo ejercen las escaleras en los chiquillos que, en cuanto divisan una, allá van. Pa pronto pregunté “que hay arriba”. La respuesta fue tajante: los niños no van para allá. Mi papel de chaperona me permitió descubrirlo poco después. Ir de mosca garantizaba que lo atiborraran a uno de dulces con la consigna “te quedas allá –en los asientos del frente del segundo piso- y allá se quedaba uno. Lo que ocurría en las butacas cercanas a las paredes vaya Usted a saber que era. Estaba tan oscuro que no se veía nada. Además, las chaperonas no tenemos memoria.

En el Diana, la de la letra vio Bambi junto con Dumbo. La piromanía de Walt Disney hizo que agarrara un llanto cual si fuera borrachera, hasta hipo me dio. Jamás he llorado a nadie como a la mamá de Bambi. Mi tío Chuchis (Saludos tío. Es el tío que más me quiere, les presumo) hasta me compró una copa de helado Holanda para aplacar mi histeria. Esa nieve era uno de los postres más caros, superado apenas por la bolsa de pistaches escalona.

Los adolescentes que acudían al Diana inventaron en aquel tiempo una adivinanza cruel, que los más chicos repetían: “tiene bigote y no es hombre, está detrás de las rejas y no es preso ¿Quién es?. La boletera del cine Diana”. El cine, ubicado por la calle Obregón, funcionó hasta la primera parte de la década de los 80. Al cerrarse corrió la versión de que lo convertirían en auditorio. El inmueble fue derrumbado y se construyó un hotel. (Por cierto, en esa construcción ocurrió uno de los accidentes que más recuerdo. Un albañil se distrajo al piropear a unas estudiantes, desplomándose de lo más alto, algo así como cinco pisos. Cayó en un transformador, la descarga lo lanzó y fue a dar sobre un carro que iba pasando, de ahí rebotó al pavimento. Los de la sección policiaca lo dieron por muerto. Como al mes apareció en la redacción para exigir que corrigieran la nota. Como de película).

Atrás de Catedral, en la esquina de Paliza y Angel Flores, estaba el Cinema Reforma, lugar de los grandes estrenos. Tiburón, Infierno en la Torre, El Exorcista, Terremoto, Fiebre del Sábado por la Noche se proyectaron ahí. El segundo piso del Reforma tenía igual uso que el del Diana. En todas las filas el espacio era suficiente como para pasar sin necesidad de bañar de refresco al de adelante. Fue el primer sitio donde hubo estrenos desde las 10:00 de la mañana y, al modo culichi, desde esa hora estábamos todos queriendo entrar a la misma vez. Las cintas permanecían meses en cartelera. A medida que pasaba el tiempo, el cinéfilo podía comprobar cómo la película que el primer día duró casi dos horas, quedaba en 40 minutos promedio, con más rayas blancas que imágenes y con un zumbido permanente.

En el Reforma se daba una competencia de frases ingeniosas cuando fallaba la proyección, desde el conocidísimo “cácaro, deja a la boletera” hasta otras francamente soeces que llevaban a algún anónimo a demandar enérgicamente “¡Compórtense plebes!”.

Poco después del estreno de Batman, el cine cerró. A diferencia del Diana y el Alcázar, del Reforma jamás se especuló sobre la vocación que le aguardaba. Un día, Culiacán se enteró que la Compañía Operadora de Teatros lo entregaría al Ayuntamiento en comodato. Se convirtió en auditorio, al que se le puso el nombre de la inigualable escritora culichi Inés Arredondo. Aún conserva buena parte de su fachada original, algo inaudito en esta tierra, donde tenemos la costumbre de no dejar piedra sobre piedra en aras de querer parecer modernos.

Y si de modernidad se trataba, el Cinema Culiacán 70 era la quintaescencia de ello. El lugar, ubicado frente al Parque Constitución, donde ahora hay un supermercado, tenía el mejor sonido, antesala forrada de alfombra color naranja, lo uuuts! en esa época. El 70, como se le conocía, trajo a Culiacán las películas tres equis y las funciones nocturnas. No faltaba la buena conciencia a quien un ataque de morbo lo llevó a apostarse estratégicamente, a la una de la mañana, para checar que conocido salía de la función pecaminosa y balconearlo a la primera luz del día.

Poco después del Culiacán 70 se construyeron los Cinemas Gemelos. Los culichis descubrieron ahí a Sylvia Kristel y sus películas Emmanuelle, que tiene más secuelas que Rambo. Fue en los Gemelos donde un grupo de damas voluntarias del más alto nivel organizaron la premiere de no me acuerdo qué título. Al modo, todas las parejas de la clase política, económica y social estuvieron en el estreno, hasta el Obispo de ese entonces acudió. A mitad de la proyección la audiencia se espabiló, al colarse como diez minutos de escenas candentes de la función de medianoche.

A los Cinemas Gemelos se les añadieron dos salas; aún así, el nuevo siglo atestiguó el cierre de los para entonces Multicinemas. Hoy en día, el inmueble no tiene ninguna vocación, sólo es bodega de miles de recuerdos.

¿Se acuerda de la primera vez que fue al cine?.

Que tenga una excelente semana y ya sabe; invitaciones, sugerencias, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com. Gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena.