lunes, 2 de mayo de 2011

A dos de tres

Marisa Pineda

"Tanta sangre y tanta venganza cómo pa'qué, pues": El Feroz

Cuando muy niña tuve un globo rojo con rayas azules, con un nudo como ombligo saltón del cual salía un trozo de piola. Era un globo más bien feo, pero era mi primer globo de gas y lo traje amarrado a la muñeca con sumo orgullo hasta el instante en que el viento me lo arrebató. En lo que brinqué y abrí las manos para tratar de recuperarlo quise llorar y no pude. Era como si el nudo que se había deshecho en la piola se pasara a un lugar entre el corazón y la panza aplastando fuerte para que las lágrimas se quedaran atrapadas hasta doler, doler en el cuerpo y doler en el alma. Así me sentí el lunes 24 de abril al enterarme que me habían arrebatado a mi amigo El Feroz, lo asesinaron.

El Feroz no era delincuente de ningún tipo. Su apodo sintetiza lo opuesto a su esencia y su asesinato es de los que autoridades han dado en llamar daños colaterales, refiriéndose a la cada vez más larga lista de inocentes que estuvieron en el lugar y momento equivocado.

Al Feroz lo conocí en casa de amigos comunes. Meses después coincidimos en el centro de trabajo, no recordaba mi nombre pero sí que aquella ocasión hablamos de la novela El filo de la navaja, de William Somerset Maugham. Porque El Feroz podía olvidar hasta los agravios recibidos, pero no a los autores, protagonistas o títulos de los libros leídos o por leer. Su capacidad para explicar de la manera más sencilla y clara las figuras literarias más complicadas lo hizo un maestro inolvidable en la escuela de Letras de la Universidad Autónoma de Sinaloa.

Esa capacidad sólo la superaba su don para hacer amigos y conservarlos. Un día me lo topé en un pasillo, venía de peregrinar por la ruta del café (las oficinas en las que él sabía podía conseguir una taza de café y, con suerte, galletas), esa vez me platicó un par de asuntos muy suyos y supe que en algún momento, que aún hoy no logro precisar, gané su confianza y el honor de llamarle amigo.

Con El Feroz compartí el gusto por las canciones de José Alfredo Jiménez y Joaquín Sabina, filósofos de cabecera; así como el placer culposo de buscar en el supermercado la caja con la fila más larga para leer las revistas de chismes del espectáculo, en lo que llega el turno de pagar.

Al Feroz agradezco que haya intentado justificar la capacidad de mi memoria para almacenar exclusivamente datos inútiles, buscando hacerla pasar como una especie de prodigio. “A poco crees que recordar libros y autores es así que tú digas ¡Uy! sí, que fregón. Si de eso se trata, de guardar chingaderitas que cuando menos te das cuenta ya tienen valor. De eso se trata la vida”, me consolaba.

Hipocondriaco mas no paranoico El Feroz era el más ferviente defensor de que quien nada debe nada teme. Al comentar los hechos de violencia cantidad de veces le escuché decir, “tanta sangre y tanta venganza cómo pa’qué pues. Eso deberían dejarlo para las novelas y las películas, si ya lo dijo José Alfredo: el destino todo cobra y nada olvida”.

Al hombre que sostenía que quien nada debe nada teme lo mataron sin deberla ni temerla. Vivía de su trabajo como maestro universitario y promotor de la lectura. No pertenecía a cartel alguno. Las armas las conocía por el cine y la literatura, no por haberlas tenido en sus manos. Venía de Guamúchil a Culiacán cuando quedó atrapado en medio de una de esas escenas como para las novelas o las películas –dijera él mismo-, ahí lo asesinaron.

¿Cómo que Feroz si tienes nombre de galán de telenovela venezolana? “Sí, me llamo Álvaro Antonio Rendón Moreno”, se presentó sonriendo la vez que confesé, al mucho tiempo de ser amigos: Estoy avergonzada, preguntaron tu nombre y no lo supe. Álvaro Antonio aunque cada vez más pocos me dicen así, ya soy El Feroz.

Con El Feroz prometí que quien llegara primero con Dios le preguntaría ¿Qué chingados es el arte contemporáneo? El completó “yo le voy a aclarar que yo no sé, yo soy de Mochis”. El Feroz tiene ya la respuesta. El Feroz ya está con Dios.