domingo, 22 de junio de 2008

A dos de tres

Marisa Pineda

Para Vivendum y La Tía

¿Le tocó ver a una doñita cruzando la plazuela Obregón cargando una piñata de una figura más bien rara, que bien podría pasar por chupacabras? Era la de la letra con El Dinosaurio Negro.

Le cuento: al menor de la dinastía, Vivendum, le regalaron tiempo ya una bolsa de esas que traen figuras de plástico. Las figuras en cuestión eran dinosaurios. En una total falta de visión, nadie imaginó el éxito que dichos monos tendrían en el plebe, a grado tal de volverlo fanático de los ancestros de las lagartijas y un potencial aspirante a paleontólogo. Bien por él, mal por nosotros.

De todos los monos, hubo uno que sobresalió e hizo su madriguera en el gusto del chamaco: el dinosaurio negro, protagonista de ya un sinfín de aventuras que han convertido a la madre de Vivendum en una firme candidata a la beatificación. Jamás se olvidará la ocasión en que allá va la progenitora a hurgar en el parque Revolución en busca del dinosaurio negro que, en un descuido, se salió de la bolsa en que lo llevaban. En la búsqueda del mono jurásico a la madre de Vivendum no le importó interrumpir y enfrentar la burla de las parejas que estaban en las bancas, en pleno escarceo amoroso, para preguntarles con su mejor sonrisa “disculpen, no han visto un dinosaurio negro por aquí”. Tras recorrer las bancas, le siguió con los jardines y fue allí donde encontró al juguete que no rebasa los diez centímetros.

Como esa hay ya muchas anécdotas; en la más reciente la de la letra logró el protagónico, sin necesidad de audición. Se acercaba el cumpleaños del descendiente, la madre de esta su amiga (sí, tengo madre) tuvo a bien plantear la inocente pregunta ¿de qué vas a querer tu piñata? ¡No, mi amigo. No lo hubiera hecho! Jamás cruzó por su mente el problemón que iba a desencadenar con eso. Cuando las palabras “de dinosaurio negro” fueron dichas con toda candidez, empezó una odisea que ni los griegos imaginaron.

No hubo dulcería en todo Culiacán que no fuera visitada en pos del dichoso bicho. La respuesta fue unánime: no hay, dicho esto de varias formas, desde la ortodoxa “no vendemos de esos monos” hasta la ingeniosa “no, seño, los dinosaurios se extinguieron”. Fue entonces cuando Vivendum llegó a la última frontera: la de la letra, quien pa pronto resolvió “esta fácil, compremos un Barney y pintémoslo de negro, tota, ya lo dice la canción barni es un dinosaurio”.

Si hubiera explicado en qué consiste la reforma energética no hubiera logrado tales caras de asombro como las que logré cuando dije de que manera podríamos conseguir una piñata de dinosaurio negro. Las preguntas se vinieron en cascada, haga de cuenta sinodales en examen de doctorado en matemáticas aplicadas. “¿Cómo lo vas a pintar?” pues le damos con una brocha. “La pintura puede resultar tóxica” Si los plebes le van a dar de garrotazos no de mordidas, además para lo que le va a durar el mono a la turba enardecida. “Es papel, se va a deshacer” Una vez seco recobrará su forma, si no, lo forramos como si fuera de papel maché. “Se va a ver muy feo” Mejor, tiene que quedar feo para que parezca dinosaurio y no el ñoño de barni. Una vez superada la jornada de preguntas y respuestas, pasé a la siguiente ronda: encontrar el mono.

Tras visitar tres sitios sin encontrar ni un barni, a la de la letra le quedó algo claro: el operativo Dinosaurio Negro necesitaría refuerzos para alcanzar el éxito. Fue entonces que los compañeros de oficina se sumaron a la búsqueda. Finalmente, en una dulcería del centro, un vendedor fue la luz en la oscuridad: “si es para la próxima semana se lo puedo mandar hacer”. Aprovechando el raite ¿podrían hacerlo todo negro? “Como el cliente lo pida”. Una semana después ahí estaba: un barni todo negro.

Allá va entonces la de la letra, cargando al monigote por todo el centro de Culiacán. En el camino a casa hubo tránsitos, boleros, señores sentados en la plazuela, señoras que se reían de mí.

Ya en casa, el barni negro fue objeto de un extrim meik over hecho por La Tía de Vivendum. Tijeras, pegamento, cartulina, ingenio y un cariño inmedible de la tía al chamaco convirtieron a la mole negra en un verdadero dinosaurio, con su hilera de colmillos, garras y esas crestas que llevan por todo el dorso hasta el final de la cola.

Como no hay día que no se llegue y plazo que no se cumpla, el día llegó y con ello la prueba de fuego ¿le gustaría el dinosaurio al plebe? La imagen de lo vivido se recuerda como en cámara lenta. La tía llegando al salón de fiestas cargando al mono, colocándolo a un lado de un airon men que los padres –precavidos- habían mercado por si el operativo dinosaurio no tenía éxito, la voz del padre llamando al hijo “mira quien está aquí”, el escuincle acudiendo para descubrir la figura, abrir al máximo sus ojos de por si grandes, enmudecer, sonreír y luego correr a abrazar su piñata diciendo quedito “el dinosaurio negro, sí vino el dinosaurio negro.”

Eso fue todo. Eso hizo que valieran la pena los sustos que dio el descubrir, en la sala de su casa, una figura negra en medio de la noche. Fue en ese momento en que no importaron las miradas de burla que provocó el ir por la calle con una piñata tan fea.

¿Le tocó ver a una doñita cruzando la plazuela Obregón cargando una piñata de una figura rara, que bien podría pasar por chupacabras? Era la de la letra con El Dinosaurio Negro.

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Que tenga una excelente semana. Gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Me voy a desayunar.