A dos de tres
Marisa Pineda
Diciembre. Mes de arbolito, adornos, luces, y todo eso que constituye la parafernalia navideña. Mes de regalos; posadas y villancicos. Mes en que ad chalecum debe andar contento y con el espíritu de dar y recibir muy en alto. Pero ¿qué pasa cuando a Usted lo hartan los villancicos?, cuando está decidido a no entrar al intercambio navideño porque este sólo le ha dejado una dotación de carteras que le durarán de tres a cinco reencarnaciones. Qué pasa cuando se niega a convertir su casa en una sucursal del taller de Santa. Pasa que lo llamarán: grinch.
“El grinch que se robó la Navidad” cuenta la historia del ogro que no podía ver ojos en cara ajena y planeó disfrazarse de Santa Claus para robarse todos los regalos y árboles de Navidad; su plan no funcionó porque la gente sabía que el gozo de la Navidad nace en el corazón. Dicen los que dicen saber que el cuento está inspirado en el pasaje de Herodes, quien al saber del nacimiento de Jesús ordenó matar a los niños. El plan de Herodes fracasó y henos aquí, dos mil diez años después, celebrando la Navidad.
Basada en ese cuento, en el año 2000 se estrenó la película El Grinch, en la cual Jim Carrey dio vida al ogro que quería robarse la Navidad. En la cinta el motivo del grinch varía y, más que por egoísmo, quería arruinar la fiesta porque detestaba los villancicos (ya sabe cómo es Hollywood de correcto y moralino para ciertos asuntos). A partir de la película es cada vez más usual que a quienes no alucinan por la parafernalia que rodea estas fechas se les diga grinch, en vez de aguafiestas. Pero, haciendo a un lado a Herodes y al egoísmo de la historia original, ¿en verdad se puede culpar al grinch por detestar los villancicos?
Cuántas veces ahí va Usted a un centro comercial a ver precios y darse una idea de lo que regalará. En el centro comercial, bien considerados, han ampliado los horarios de venta para que elija con calma sus obsequios. Además, para que el espíritu navideño lo invada han ambientado con luces, figuras, campanas y sonidos de trenes (ya ve que en esta época de la nada surgen trenes, eléctricos o de pilas no hay Navidad sin trenes). Para completar el cuadro y que el espíritu navideño lo acompañe hasta en los probadores: villancicos.
Para cuando termina de ver precios ya escuchó Adestes Fideles en versión de Frank Sinatra, de Il Divo, del mismísimo Pavarotti y hasta del grupo Para amanecer bailando; para entonces, aunque le digan sacrílego, ya estará hasta la coronilla del venite adoremus. Eso, sin contar que entre Adestes y Adestes escuchó como beben los peces en el río; que en el portal de Belén hay estrellas, sol y luna; que campana sobre campana y sobre campana una; culminando con feliz Navidad, próspero año y felicidad.
Y es entonces cuando empieza a ver al grinch de otra manera, cuando empieza a cuestionarse si el ogro realmente estaba mal porque los villancicos lo tenían hasta la coronilla. Es entonces cuando repara en que el sonidito que lo tiene sonso viene de los gorros de los vendedores, porque prácticamente a todos les pusieron gorro rojo con cascabel; y los que no tuvieron tanta suerte fueron convertidos en gnomos del taller de Santa, con cascabeles en el gorro y en las babuchas.
En estas fechas a la de la letra le gusta mucho ver las casas iluminadas con miles de foquitos. Admiro la dedicación de quienes prácticamente forran de luces las fachadas o techos de sus hogares; de quienes colocan coronas y guirnaldas en puertas y barandales; que se dan tiempo no sólo para poner un arbolito tupido de adornos y luces, sino que hasta visten de Navidad el baño, con toalla con cenefa navideña, tapa de inodoro con un Santa Claus que le sonríe y al levantarla se tapa los ojos para no verle el trasero, y rollo de papel de baño que dice Ho Ho Ho.
Hasta ahí todo bien, pero cuando la magia de la Navidad llega a que el desayuno, comida y cena estén acompañados ininterrumpidamente de “Los mejores villancicos” volumen uno al diez, ahí sí, esta su amiga empieza a transformarse sin importarle que le digan grinch.
Y a propósito de grinch, lo dejo porque voy a poner el árbol.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Gracias a quienes nos echaron de menos éstos días. Retornamos. Estamos bien. Un abrazo.
Que tenga una semana con el espíritu en alto.
PD: Cada que esté a punto de tronar porque se hartó de los villancicos recuerde el “chalalala-la-lá el futuro es milenario, chalalalala-lá al son del bicentenario”, se le pasará el malestar.
Marisa Pineda es del mero Sinaloa. Fanática de la lucha libre. Adicta a los chocolates. Le gusta el café, la comida chatarra (y la no chatarra también), las flores, el vino blanco, leer, la música y los viernes. Cree en la reencarnación y en el poder de la fe. Es totalmente neurótica y peligrosamente despistada.
martes, 7 de diciembre de 2010
domingo, 14 de noviembre de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
Nada es personal, es cuestión de negocios. Michael Corleone, en El Padrino.
Se oye música alegre, la calle Hidalgo, entre Obregón y Carrasco, ha reabierto a los peatones. Pisan y arrastran metros y metros de cinta plástica amarilla, dice “Precaución”. En el ambiente hay tizne y un penetrante olor a humo que se queda en la ropa, en el pelo, en la piel; sale de los restos de la tienda Coppel que el miércoles se incendió. Decenas de jóvenes se detienen a tomarle video con sus teléfonos celulares. Un ruido fuerte los hace saltar, risas nerviosas. Un señor termina de rezar un Padre Nuestro por las seis empleadas que murieron en el incendio, asfixiadas. Atrapadas, encerradas con llave por fuera. No hubo quien pudiera salvarlas de esta tragedia que hace un nudo en la garganta, que enoja, que debería avergonzar.
Hay un viejo cuento que dice: Era un ladrón que a punto de verse descubierto empezó a gritar “El ladrón, el ladrón, agarren al ladrón, allá va el ladrón” en lo que apuntaba para otro lado. A esa historia empieza a parecerse la serie de irregularidades que enmarca esta tragedia que golpea directamente a nueve niños, el menor de 45 días de nacido. Nueve niños a quienes no les podemos regresar a sus madres, pero a quienes tenemos la obligación de rendir cuentas, a quienes debemos justicia. En memoria de esas seis empleadas debemos exigir mejores condiciones laborales y de seguridad a grandes empresas, cuyos empleados trabajan en situación similar a la evidenciada con su muerte.
Ahora, de aquí y allá surgen señalamientos: la tienda operaba en medio de irregularidades en materia de seguridad y laboral. Irregularidades que al otorgar permisos, licencias, revalidaciones, de hacer revisiones ¿no vieron? las autoridades de Protección Civil, las del Trabajo y Previsión Social, las comisiones de Derechos Humanos, los institutos en pro de las mujeres, los líderes sociales, los organismos patronales. Todos los que seis muertes después señalan anomalías sin citar qué instancias las solaparon. Las verdades a medias son también medias mentiras. Citar irregularidades de unos y de otros, sólo citar, aguantar en lo que llega el olvido, en lo que la desmemoria termina de sepultar los seis cuerpos.
A las 21:55 horas del martes 16 de noviembre el Sistema de Emergencias 066 recibió una llamada: había un incendio en la tienda Coppel Hidalgo. En diez minutos los reportes fueron 15; luego se supo que dos de ellos los hicieron las mismas empleadas quienes, encerradas, hacían inventario. Cuando los bomberos llegaron encontraron las cortinas metálicas con llave. Tras múltiples esfuerzos lograron penetrar, no sin antes resultar un bombero herido en una mano al emplear una motosierra y dos intoxicados por el humo. Los cuerpos de las empleadas pudieron ser recuperados luego de casi diez horas de luchar contra el siniestro. Enterarse cómo narraron, vía telefónica, sus últimos momentos a familiares y amigos es la suma del dolor y la impotencia.
Tres días después de la tragedia surgió una versión: los trabajadores que se encargan de la remodelación de la avenida Carrasco se ofrecieron a derribar la puerta con una retroexcavadora, pero alguien –así, sin nombre, sólo Alguien- encargado de seguridad en la tienda lo impidió.
Cuesta creer que tal historia haya ocurrido así. Si no había responsables de la tienda ese momento ¿Quién dijo que no la dañaran? Si estaban los Bomberos y esa máquina hubiera sido útil para controlar el fuego es increíble que permitieran que alguien, quien fuera, la desechara para no dañar una tienda que se consumía entre llamas, a la cual bomberos y protección civil daban de hachazos y marrazos para abrir boquetes.
Esa versión ha contribuido en los comentarios hacia la actuación de los Bomberos. Reconozco que me gana la admiración hacia ellos, a su valor, a su entrega desinteresada. Es momento de observar que Culiacán ya no es el de 1949 cuando se integró el Heroico Cuerpo Voluntario de Bomberos. Es momento de recordar que nuestros Bomberos merecen que los cuidemos, que contribuyamos a que tengan cada vez más y mejor equipo y, por ende, más seguridad al realizar su labor. Ellos también tienen familia que los espera. Son héroes, hay que cuidarlos, no abundan.
Es viernes. La Hidalgo se ha reabierto a la circulación peatonal. Una pipa de bomberos está afuera de la tienda incendiada, a su lado una camioneta de Servicios Periciales. Un chamaco se ha acercado a platicar con los agentes, algo gracioso dicen porque ríen y no le recriminan haberse brincado la cinta amarilla colocada para que la gente no se acerque al edificio, que puede colapsar. En eso se escucha un ruido, el chamaco corre, los que graban brincan asustados. En la banqueta hay refrigeradores y maniquís semiquemados, sillas ahumadas y estantería fundida, algo de eso se cayó.
Repuestos del susto unos siguen su camino, otros vuelven a su sitio y siguen grabando desde su celular, otros llegan a suplir a los que se fueron, otros pasan sin voltear siquiera. El señor recargado en la pared frente a la tienda termina su rezo “Y líbranos del mal, amén”, se santigua y sigue su camino rumbo a la Carrasco. Por largo rato contempló los fierros retorcidos, las partes carbonizadas. Sobre las paredes ennegrecidas paradójicamente quedó buena parte de una lona plástica; en ella el rostro de una mujer sonriendo, a un lado la frase “Mejora tu vida”. También quedó un gran letrero de acrílico en el suelo: “Coppel”, intacto.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya lo sabe: por favor comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en que el tiempo alcance para decir una oración.
Marisa Pineda
Nada es personal, es cuestión de negocios. Michael Corleone, en El Padrino.
Se oye música alegre, la calle Hidalgo, entre Obregón y Carrasco, ha reabierto a los peatones. Pisan y arrastran metros y metros de cinta plástica amarilla, dice “Precaución”. En el ambiente hay tizne y un penetrante olor a humo que se queda en la ropa, en el pelo, en la piel; sale de los restos de la tienda Coppel que el miércoles se incendió. Decenas de jóvenes se detienen a tomarle video con sus teléfonos celulares. Un ruido fuerte los hace saltar, risas nerviosas. Un señor termina de rezar un Padre Nuestro por las seis empleadas que murieron en el incendio, asfixiadas. Atrapadas, encerradas con llave por fuera. No hubo quien pudiera salvarlas de esta tragedia que hace un nudo en la garganta, que enoja, que debería avergonzar.
Hay un viejo cuento que dice: Era un ladrón que a punto de verse descubierto empezó a gritar “El ladrón, el ladrón, agarren al ladrón, allá va el ladrón” en lo que apuntaba para otro lado. A esa historia empieza a parecerse la serie de irregularidades que enmarca esta tragedia que golpea directamente a nueve niños, el menor de 45 días de nacido. Nueve niños a quienes no les podemos regresar a sus madres, pero a quienes tenemos la obligación de rendir cuentas, a quienes debemos justicia. En memoria de esas seis empleadas debemos exigir mejores condiciones laborales y de seguridad a grandes empresas, cuyos empleados trabajan en situación similar a la evidenciada con su muerte.
Ahora, de aquí y allá surgen señalamientos: la tienda operaba en medio de irregularidades en materia de seguridad y laboral. Irregularidades que al otorgar permisos, licencias, revalidaciones, de hacer revisiones ¿no vieron? las autoridades de Protección Civil, las del Trabajo y Previsión Social, las comisiones de Derechos Humanos, los institutos en pro de las mujeres, los líderes sociales, los organismos patronales. Todos los que seis muertes después señalan anomalías sin citar qué instancias las solaparon. Las verdades a medias son también medias mentiras. Citar irregularidades de unos y de otros, sólo citar, aguantar en lo que llega el olvido, en lo que la desmemoria termina de sepultar los seis cuerpos.
A las 21:55 horas del martes 16 de noviembre el Sistema de Emergencias 066 recibió una llamada: había un incendio en la tienda Coppel Hidalgo. En diez minutos los reportes fueron 15; luego se supo que dos de ellos los hicieron las mismas empleadas quienes, encerradas, hacían inventario. Cuando los bomberos llegaron encontraron las cortinas metálicas con llave. Tras múltiples esfuerzos lograron penetrar, no sin antes resultar un bombero herido en una mano al emplear una motosierra y dos intoxicados por el humo. Los cuerpos de las empleadas pudieron ser recuperados luego de casi diez horas de luchar contra el siniestro. Enterarse cómo narraron, vía telefónica, sus últimos momentos a familiares y amigos es la suma del dolor y la impotencia.
Tres días después de la tragedia surgió una versión: los trabajadores que se encargan de la remodelación de la avenida Carrasco se ofrecieron a derribar la puerta con una retroexcavadora, pero alguien –así, sin nombre, sólo Alguien- encargado de seguridad en la tienda lo impidió.
Cuesta creer que tal historia haya ocurrido así. Si no había responsables de la tienda ese momento ¿Quién dijo que no la dañaran? Si estaban los Bomberos y esa máquina hubiera sido útil para controlar el fuego es increíble que permitieran que alguien, quien fuera, la desechara para no dañar una tienda que se consumía entre llamas, a la cual bomberos y protección civil daban de hachazos y marrazos para abrir boquetes.
Esa versión ha contribuido en los comentarios hacia la actuación de los Bomberos. Reconozco que me gana la admiración hacia ellos, a su valor, a su entrega desinteresada. Es momento de observar que Culiacán ya no es el de 1949 cuando se integró el Heroico Cuerpo Voluntario de Bomberos. Es momento de recordar que nuestros Bomberos merecen que los cuidemos, que contribuyamos a que tengan cada vez más y mejor equipo y, por ende, más seguridad al realizar su labor. Ellos también tienen familia que los espera. Son héroes, hay que cuidarlos, no abundan.
Es viernes. La Hidalgo se ha reabierto a la circulación peatonal. Una pipa de bomberos está afuera de la tienda incendiada, a su lado una camioneta de Servicios Periciales. Un chamaco se ha acercado a platicar con los agentes, algo gracioso dicen porque ríen y no le recriminan haberse brincado la cinta amarilla colocada para que la gente no se acerque al edificio, que puede colapsar. En eso se escucha un ruido, el chamaco corre, los que graban brincan asustados. En la banqueta hay refrigeradores y maniquís semiquemados, sillas ahumadas y estantería fundida, algo de eso se cayó.
Repuestos del susto unos siguen su camino, otros vuelven a su sitio y siguen grabando desde su celular, otros llegan a suplir a los que se fueron, otros pasan sin voltear siquiera. El señor recargado en la pared frente a la tienda termina su rezo “Y líbranos del mal, amén”, se santigua y sigue su camino rumbo a la Carrasco. Por largo rato contempló los fierros retorcidos, las partes carbonizadas. Sobre las paredes ennegrecidas paradójicamente quedó buena parte de una lona plástica; en ella el rostro de una mujer sonriendo, a un lado la frase “Mejora tu vida”. También quedó un gran letrero de acrílico en el suelo: “Coppel”, intacto.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya lo sabe: por favor comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en que el tiempo alcance para decir una oración.
lunes, 8 de noviembre de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
No te desconectes, no te desconectes, no te desco… ¡AAAghh! Se desconectó y faltaba bien poquito para que pasara la canción. ¿Se acuerda? Si se acuerda, es que le tocó la primera era de la transferencia de archivos de música en el otrora popularísimo napster.
En los últimos diez años, la tecnología para reproducir música ha registrado un desarrollo vertiginoso. La carrera pareciera ser por lograr acomodar cada vez más minutos de música en aparatos cada vez más pequeños y, por supuesto, con mejor fidelidad.
A la par, se libra otra competencia igual de rápida: la de conseguir más música de manera gratuita… a través de la internet, no vaya a pensar que tal logro tiene que ver con encontrar un disco de colección y pedir “¿me lo grabas?”.
Pero para llegar al intercambio de música a través de las computadoras hubo que recorrerse un camino que inició por allá en 1877, cuando Thomas Alva Edison inventó el primer fonógrafo. De ahí, Emile Berliner dio el siguiente paso con la invención del gramófono. El resto es historia: aparecieron el tocadiscos de alta fidelidad, las radioconsolas, las sinfonolas, el casete, el disco compacto, el walkman, el mp3 y lo que se acumule.
Quienes venimos de generaciones prehistóricas conocimos la música grabada en discos de vinilo y en casetes. Los abuelos de los abuelos referían que en sus tiempos los discos eran de 78 revoluciones por minuto (RPM). A la de la letra le tocaron ya en formatos de 45 y de 33 RPM; los primeros contenían apenas un tema de cada lado, los segundos registraban de seis a ocho temas por lado. Además, sus carátulas eran, frecuentemente, verdaderas obras de arte, muchas de ellas hoy de colección.
Para entonces los tocadiscos habían evolucionado a las radioconsolas. Eran como baúles de pequeños (como de un metro) a inmensos, dentro del cual estaba el tocadiscos. Cerrados servían también como mesa auxiliar. A la fecha las radioconsolas se cotizan bien entre quienes gustan de lo retro.
Hoy que tanto se habla de que la “piratería” y el intercambio gratuito de música por la internet ha golpeado inclemente a la industria discográfica, uno recuerda que aquellos discos de vinilo eran imposibles de piratear. Lo más que podía hacerse era lambisconear, amenazar o suplicar al propietario del acetato inconseguible hiciera el favor de grabarlo en un casete. Los únicos mecanismos de copiado eran de disco a casete y de casete a casete, no había de otra.
Además de la música, los vinilos aquellos obsequiaron momentos divertidísimos cuando se rallaban y el ídolo en turno se quedaba trabado cantando el mismo pedazo “sufro… sufro.. sufro..”, o cuando el alcapone (alcapone el disco) de la fiesta se le olvidaba cambiar las revoluciones y ni el mismísimo Pavarotti se salvaba de escucharse como ardillita.
Como para todo hay maña, la sabiduría popular recomendaba que en un disco rayado se salvaba el escollo colocando una moneda (o varias) sobre el brazo del tocadiscos. La cuestión era dar con la moneda del peso adecuado y colocarla en equilibrio. Si la moneda caía, su caída podía derrumbar también el ánimo en una pachanga, así que aquel con el don de equilibrar el peso era invitado imprescindible en toda fiesta en que hubiera discos rayados.
Años después los vinilos fueron reemplazados por los discos compactos, y con la masificación del internet por los nuevos formatos de archivo, como el mp3.
Es ahí cuando incluso las generaciones recientes envejecen al iniciar sus pláticas con “te acuerdas cuando…” Y se acuerda uno cuando descubrió que existía napster, aquel programa en que ponía el nombre de la canción deseada, daba click y ¡voilá! a “bajarla” a la computadora de donde podía pasarla a discos compactos y disfrutarla.
Era maravilloso tomar canciones de aquí y de allá hasta conseguir el repertorio soñado. ¡Y gratis! El problema era que no podía interrumpir la transferencia.
Tomando en cuenta que el internet no tenía entonces la velocidad de ahora conseguir cada canción podía equivaler a estar adherido a la computadora por horas, cruzando los dedos porque Fulanito10 no se desconectara.
Horas viendo como el bloque vacío se teñía de azul marcando el avance de la transferencia del archivo. De pronto, al llegar al 97 por ciento, ¡cuaz! el fatídico aviso de que la transferencia había sido cancelada, arrancando el sentido grito:
¡AAAghh! NOO, se cortóoo.
¿Se acuerda cuando...?
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en lo que bueno no se interrumpa.
Marisa Pineda
No te desconectes, no te desconectes, no te desco… ¡AAAghh! Se desconectó y faltaba bien poquito para que pasara la canción. ¿Se acuerda? Si se acuerda, es que le tocó la primera era de la transferencia de archivos de música en el otrora popularísimo napster.
En los últimos diez años, la tecnología para reproducir música ha registrado un desarrollo vertiginoso. La carrera pareciera ser por lograr acomodar cada vez más minutos de música en aparatos cada vez más pequeños y, por supuesto, con mejor fidelidad.
A la par, se libra otra competencia igual de rápida: la de conseguir más música de manera gratuita… a través de la internet, no vaya a pensar que tal logro tiene que ver con encontrar un disco de colección y pedir “¿me lo grabas?”.
Pero para llegar al intercambio de música a través de las computadoras hubo que recorrerse un camino que inició por allá en 1877, cuando Thomas Alva Edison inventó el primer fonógrafo. De ahí, Emile Berliner dio el siguiente paso con la invención del gramófono. El resto es historia: aparecieron el tocadiscos de alta fidelidad, las radioconsolas, las sinfonolas, el casete, el disco compacto, el walkman, el mp3 y lo que se acumule.
Quienes venimos de generaciones prehistóricas conocimos la música grabada en discos de vinilo y en casetes. Los abuelos de los abuelos referían que en sus tiempos los discos eran de 78 revoluciones por minuto (RPM). A la de la letra le tocaron ya en formatos de 45 y de 33 RPM; los primeros contenían apenas un tema de cada lado, los segundos registraban de seis a ocho temas por lado. Además, sus carátulas eran, frecuentemente, verdaderas obras de arte, muchas de ellas hoy de colección.
Para entonces los tocadiscos habían evolucionado a las radioconsolas. Eran como baúles de pequeños (como de un metro) a inmensos, dentro del cual estaba el tocadiscos. Cerrados servían también como mesa auxiliar. A la fecha las radioconsolas se cotizan bien entre quienes gustan de lo retro.
Hoy que tanto se habla de que la “piratería” y el intercambio gratuito de música por la internet ha golpeado inclemente a la industria discográfica, uno recuerda que aquellos discos de vinilo eran imposibles de piratear. Lo más que podía hacerse era lambisconear, amenazar o suplicar al propietario del acetato inconseguible hiciera el favor de grabarlo en un casete. Los únicos mecanismos de copiado eran de disco a casete y de casete a casete, no había de otra.
Además de la música, los vinilos aquellos obsequiaron momentos divertidísimos cuando se rallaban y el ídolo en turno se quedaba trabado cantando el mismo pedazo “sufro… sufro.. sufro..”, o cuando el alcapone (alcapone el disco) de la fiesta se le olvidaba cambiar las revoluciones y ni el mismísimo Pavarotti se salvaba de escucharse como ardillita.
Como para todo hay maña, la sabiduría popular recomendaba que en un disco rayado se salvaba el escollo colocando una moneda (o varias) sobre el brazo del tocadiscos. La cuestión era dar con la moneda del peso adecuado y colocarla en equilibrio. Si la moneda caía, su caída podía derrumbar también el ánimo en una pachanga, así que aquel con el don de equilibrar el peso era invitado imprescindible en toda fiesta en que hubiera discos rayados.
Años después los vinilos fueron reemplazados por los discos compactos, y con la masificación del internet por los nuevos formatos de archivo, como el mp3.
Es ahí cuando incluso las generaciones recientes envejecen al iniciar sus pláticas con “te acuerdas cuando…” Y se acuerda uno cuando descubrió que existía napster, aquel programa en que ponía el nombre de la canción deseada, daba click y ¡voilá! a “bajarla” a la computadora de donde podía pasarla a discos compactos y disfrutarla.
Era maravilloso tomar canciones de aquí y de allá hasta conseguir el repertorio soñado. ¡Y gratis! El problema era que no podía interrumpir la transferencia.
Tomando en cuenta que el internet no tenía entonces la velocidad de ahora conseguir cada canción podía equivaler a estar adherido a la computadora por horas, cruzando los dedos porque Fulanito10 no se desconectara.
Horas viendo como el bloque vacío se teñía de azul marcando el avance de la transferencia del archivo. De pronto, al llegar al 97 por ciento, ¡cuaz! el fatídico aviso de que la transferencia había sido cancelada, arrancando el sentido grito:
¡AAAghh! NOO, se cortóoo.
¿Se acuerda cuando...?
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en lo que bueno no se interrumpa.
lunes, 25 de octubre de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
Como culichi puedo decir que sé qué hacer cuando nos anuncian la cercanía de algún huracán. Creo (sin estar plenamente segura) saber también, por así decirlo, qué hacer en caso de balacera. Pero si me preguntan ¿sabes qué hacer en caso de sismo? La respuesta es no, seguida de una risita nerviosa; la misma risita que se hizo presente el jueves cuando, esa vez sí, me tocó sentir uno de los temblores que hubo en Sinaloa en la semana que terminó, y tras el cual el comentario general era “Dónde te agarró el temblor” a ritmo de Chico Ché.
Hará cosa de un año, esta su amiga estaba entre pasando de un canal a otro en la televisión y alimentando a su mascota virtual en pet society, de pronto empecé a sentir que me tambaleaba. Nah! Seguro pasó un camión (porque cuando pasan camiones o vehículos con las bocinas a todo lo que da se siente vibrar el piso de casa); a ello siguió un clac clac clac y el vaso que estaba en el buró se movía. ¡Ay! Ojeras, para cuando me cayó el veinte de que temblaba, la sacudida ya había pasado.
Afortunadamente entonces sólo fue un susto que me llevó a hacer limpia de pijamas. Sí, es muy cómodo dormir con una camiseta raída y un pantalón que ya vivió sus mejores días, pero verse en medio de la calle en tales fachas, en horas de la madrugada, así de fodonga ¡jamás!
Esta vez el temblor pepenó a la de la letra en la oficina. Al sentir el bamboleo lo atribuí a trabajos de construcción que se realizan en el edificio. Cada vez era más notorio el movimiento, pero ¿Cómo decir que está temblando? Van a pensar que estoy loca. Silencio. Hasta que una compañera se atrevió a pronunciar en voz alta, mitad pregunta, mitad afirmación: no sienten como que esta temblando?
Y sí. Enseguida aparecieron los reportes en las redes sociales: en Mochis y Guasave se sintió más fuerte. Evacuaron varios edificios y escuelas. No hay daños, fue el puro susto. Enseguida también los testimonios de quienes lo percibieron y de quienes no. Las risitas nerviosas y las canciones. Las más populares “dónde te agarró el temblor” y “despiértame cuando pase el temblor”. Y el común denominador: no sabemos qué hacer en caso de temblor.
En agradecimiento a que no hubo pérdidas que lamentar, y en virtud de que estos movimientos por muy atípicos que sean son cada vez más frecuentes por estos rumbos, se supone que uno debería indagar qué hacer en tales casos o solicitar capacitación y simulacros. Sin embargo, no se Usted, pero yo he encontrado mayormente voces incrédulas y burlonas que aseguran “no pasa nada”.
Por si hubiera otro temblor (aquí el hubiera sí existe) y considerando que el saber no ocupa lugar no está por demás que sepa que es conveniente: revisar las conexiones de gas, electricidad y agua de su casa. Identificar los lugares más seguros y verificar que las salidas y pasillos no estén obstruidas (típico que uno pone “por mientras” el cartón de adornos navideños y ahí se queda hasta el siguiente año). Fijar bien los cuadros, estantes y demás objetos que pone en la pared (si aguanta, apenas entró el clavo pero sí aguanta). No colocar objetos pesados sobre esos estantes (te digo que si aguanta). Asegurar bien candiles y abanicos de techo (no se cae, se mueve pero sí aguanta). Tener a la mano identificaciones de cada miembro de la familia, indicando el tipo de sangre (¿Qué tipo de sangre es el niño vieja? ¡Ay! Creo que O, ¿no?)
Cuando tiembla se recomienda: Mantener la calma (no va a ser nada fácil). Diríjase a los lugares seguros (que se supone ya tiene identificados) cubriéndose la cabeza con ambas manos, colocándola junto a las rodillas (como en posición fetal). Aléjese de los objetos que puedan caerse, quebrarse o deslizarse. No use los elevadores. No se apresure a salir (nada de ¡corran!, ¡corran!). De ser posible cierre llaves del gas, baje el switch de la energía eléctrica y no use cerillos.
Si el temblor lo agarra en la calle. Por piedad no empiece a gritar, no asuste a la gente (no es momento para empezar a predicar “nos vamos a morir todos, arrepiéntanse”). No corra, ni empuje a los demás. Diríjase a los sitios que se vean seguros, evitando edificios con grandes cristales o lugares cercanos a los cables de energía eléctrica. Evite acercarse a los postes de la luz con transformadores. Procure ir hacia los camellones. Al término del sismo comuníquese con sus familiares para conocer su estado.
Si va manejando: disminuya la velocidad hasta detenerse por completo. Estaciónese evitando hacerlo cerca de edificios de cinco a siete pisos, los cuales se consideran los más vulnerables. Quédese en su vehículo y procure mantener la calma. Al término del sismo, encienda la radio para conocer la situación. Procure comunicarse con sus familiares.
Eso es lo básico, pero hay muchos otros puntos que puede consultar en los portales de internet de los sistemas de protección civil del Distrito Federal, por ejemplo, en donde tienen mucha experiencia en eso.
Por generaciones, cuando los culichis escuchamos de sismos decíamos “allá no tiembla, allá lo que hay son ciclones y mucho calor”. Porque aquí aguantamos un verano de casi nueve meses, con temperaturas cada vez más inclementes; pero si a eso hay que sumarle que ahora tiembla, esta su amiga siente que con cada sacudida a Culiacán le quedan menos cosas bonitas.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana sin sobresaltos.
Marisa Pineda
Como culichi puedo decir que sé qué hacer cuando nos anuncian la cercanía de algún huracán. Creo (sin estar plenamente segura) saber también, por así decirlo, qué hacer en caso de balacera. Pero si me preguntan ¿sabes qué hacer en caso de sismo? La respuesta es no, seguida de una risita nerviosa; la misma risita que se hizo presente el jueves cuando, esa vez sí, me tocó sentir uno de los temblores que hubo en Sinaloa en la semana que terminó, y tras el cual el comentario general era “Dónde te agarró el temblor” a ritmo de Chico Ché.
Hará cosa de un año, esta su amiga estaba entre pasando de un canal a otro en la televisión y alimentando a su mascota virtual en pet society, de pronto empecé a sentir que me tambaleaba. Nah! Seguro pasó un camión (porque cuando pasan camiones o vehículos con las bocinas a todo lo que da se siente vibrar el piso de casa); a ello siguió un clac clac clac y el vaso que estaba en el buró se movía. ¡Ay! Ojeras, para cuando me cayó el veinte de que temblaba, la sacudida ya había pasado.
Afortunadamente entonces sólo fue un susto que me llevó a hacer limpia de pijamas. Sí, es muy cómodo dormir con una camiseta raída y un pantalón que ya vivió sus mejores días, pero verse en medio de la calle en tales fachas, en horas de la madrugada, así de fodonga ¡jamás!
Esta vez el temblor pepenó a la de la letra en la oficina. Al sentir el bamboleo lo atribuí a trabajos de construcción que se realizan en el edificio. Cada vez era más notorio el movimiento, pero ¿Cómo decir que está temblando? Van a pensar que estoy loca. Silencio. Hasta que una compañera se atrevió a pronunciar en voz alta, mitad pregunta, mitad afirmación: no sienten como que esta temblando?
Y sí. Enseguida aparecieron los reportes en las redes sociales: en Mochis y Guasave se sintió más fuerte. Evacuaron varios edificios y escuelas. No hay daños, fue el puro susto. Enseguida también los testimonios de quienes lo percibieron y de quienes no. Las risitas nerviosas y las canciones. Las más populares “dónde te agarró el temblor” y “despiértame cuando pase el temblor”. Y el común denominador: no sabemos qué hacer en caso de temblor.
En agradecimiento a que no hubo pérdidas que lamentar, y en virtud de que estos movimientos por muy atípicos que sean son cada vez más frecuentes por estos rumbos, se supone que uno debería indagar qué hacer en tales casos o solicitar capacitación y simulacros. Sin embargo, no se Usted, pero yo he encontrado mayormente voces incrédulas y burlonas que aseguran “no pasa nada”.
Por si hubiera otro temblor (aquí el hubiera sí existe) y considerando que el saber no ocupa lugar no está por demás que sepa que es conveniente: revisar las conexiones de gas, electricidad y agua de su casa. Identificar los lugares más seguros y verificar que las salidas y pasillos no estén obstruidas (típico que uno pone “por mientras” el cartón de adornos navideños y ahí se queda hasta el siguiente año). Fijar bien los cuadros, estantes y demás objetos que pone en la pared (si aguanta, apenas entró el clavo pero sí aguanta). No colocar objetos pesados sobre esos estantes (te digo que si aguanta). Asegurar bien candiles y abanicos de techo (no se cae, se mueve pero sí aguanta). Tener a la mano identificaciones de cada miembro de la familia, indicando el tipo de sangre (¿Qué tipo de sangre es el niño vieja? ¡Ay! Creo que O, ¿no?)
Cuando tiembla se recomienda: Mantener la calma (no va a ser nada fácil). Diríjase a los lugares seguros (que se supone ya tiene identificados) cubriéndose la cabeza con ambas manos, colocándola junto a las rodillas (como en posición fetal). Aléjese de los objetos que puedan caerse, quebrarse o deslizarse. No use los elevadores. No se apresure a salir (nada de ¡corran!, ¡corran!). De ser posible cierre llaves del gas, baje el switch de la energía eléctrica y no use cerillos.
Si el temblor lo agarra en la calle. Por piedad no empiece a gritar, no asuste a la gente (no es momento para empezar a predicar “nos vamos a morir todos, arrepiéntanse”). No corra, ni empuje a los demás. Diríjase a los sitios que se vean seguros, evitando edificios con grandes cristales o lugares cercanos a los cables de energía eléctrica. Evite acercarse a los postes de la luz con transformadores. Procure ir hacia los camellones. Al término del sismo comuníquese con sus familiares para conocer su estado.
Si va manejando: disminuya la velocidad hasta detenerse por completo. Estaciónese evitando hacerlo cerca de edificios de cinco a siete pisos, los cuales se consideran los más vulnerables. Quédese en su vehículo y procure mantener la calma. Al término del sismo, encienda la radio para conocer la situación. Procure comunicarse con sus familiares.
Eso es lo básico, pero hay muchos otros puntos que puede consultar en los portales de internet de los sistemas de protección civil del Distrito Federal, por ejemplo, en donde tienen mucha experiencia en eso.
Por generaciones, cuando los culichis escuchamos de sismos decíamos “allá no tiembla, allá lo que hay son ciclones y mucho calor”. Porque aquí aguantamos un verano de casi nueve meses, con temperaturas cada vez más inclementes; pero si a eso hay que sumarle que ahora tiembla, esta su amiga siente que con cada sacudida a Culiacán le quedan menos cosas bonitas.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana sin sobresaltos.
lunes, 18 de octubre de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
Dicen por ahí que la moda es lo que dentro de diez años te va a parecer ridículo y a quienes nos tocó disfrutar con los horribles 80 sabemos cuánta razón tenía Gianni Versace, uno de los máximos exponentes de esa etapa, cuando afirmaba “no creo en el buen gusto”.
Se atribuye al filósofo Henry D. Thoreau la frase “cada generación se ríe de las viejas modas, pero sigue rigurosamente las nuevas” y así como vemos a la plebada de hoy en día reírse de los copetones, grandes hombreras y maquillaje cargado que lucen sus padres en las fotos ochenteras, también vemos como en los aparadores los cortes aglobados, los drapeados, las cadenas, los encajes, la tela de camiseta y la licra parecen como salidos de esas mismas imágenes.
Si bien los 70 estuvieron marcados por la era disco, y la moda que pautó la película Fiebre del Sábado por la Noche, a los 80 los marcaron, de inicio, cintas como Fama y Flashdance, merced a las cuales la ropa que usaban los bailarines para entrenar se volvió imprescindible.
Todo plebe que iba a ver Fama salía del cine cantando “rimember mai neim feeeim…” y queriendo ser bailarín o músico. La vocación del común duraba lo que la cinta en cartelera, pero lo que sí permanecía era el atuendo: mallones (como los que se llevan hoy), bajo camisetas a medio muslo (para las recatadas) o a la cadera (para las muy audaces). Sobre esas camisetas iban otras recortadas a la mitad de su largo. En la cabeza una ballerina, calzado como de bailarín de jazz (del jazz que se baila) y calentadores. Para completar el bailarín look, los bolsos eran como maletitas para gimnasio.
Ese estilo tenía versiones. La más popular consistía en suplir los mallones por pantalones de mezclilla ajustadísimos. Ahí nos tenía, aguja e hilo en mano cerrando las piernas de los jeans. Romper las costuras tratando de pasar infructuosamente el empeine, era señal de que había que soltarles tantito, apenas lo suficiente para alcanzar a meter el pié. Y sobre los pantalones calentadores, claro.
Luego vino la cinta Flashdance y ver a Jennifer Beals entrenando al ritmo frenético de Maniac, de Michael Sembello, trajo variaciones a la moda estilo bailarina. La más notoria fue el uso del cuello ojal para que cayera dejando al descubierto un hombro. La otra pieza que cambió notoriamente fue el calzado. El personaje de Beals entrenaba con zapatos de tacón alto. Los calentadores seguían vigentes.
Para entonces la tela de camiseta y los tejidos de punto eran los reyes de los aparadores. Los cortes amplios con anchos resortes en la parte inferior perjudicaban a todas; las chaparras se veían más chaparas, las de muslos gruesos se veían gordas, las gordas se veían más gordas. Para colmo uno añadía grandes aretes, muchas pulseras y un cinto ancho de elástico y hebilla grandota, con brillo. Entonces, como hoy, el atuendo no favorecía a nadie.
En cuanto al peinado, el pelo empezó a esponjarse del copete y a engominarse de los lados. En los hombres el mullet sentó sus reales; excepto el cantante Richard Marx no se conoce hasta la fecha a otro ser sobre la tierra que se vea bien con ese corte, ni los músicos country, por muy popular que sea entre ellos.
El look de estudiante de baile fue desplazado por los hombros marcados. La figura de triángulo invertido se lograba con la ayuda de varios pares de hombreras. En el afán de estar “in” no bastaba con las esponjas que traían de fábrica vestidos, camisas y sacos, era necesario subrayar la figura. Si para ello era necesario apilar dos o hasta tres pares de hombreras, a coserlas se ha dicho. Hasta la fecha, hay mucho atrapado en los 80 que sigue fiel a esos complementos.
En el pelo las leyes de la física se retaban diariamente para lograr el copetón. Ahí veía a hombres y mujeres acomodando el pelo en un vaso, rociándolo con espray aqua net o super punk y pasándole la secadora hasta lograr el alto deseado. Aquellos monumentos al copete sólo se eliminaban con champú, tratar de cepillarlo era tan doloroso como inútil.
A la moda seguirían los estampados fosforescentes, los que parecían planas de periódicos; las faldas largas a media pierna o al tobillo, lo mismo ceñidas que vaporosas (como Lady Di), con zapatos de piso con calcetas. Luego, la ropa interior se volvió exterior y emulando a Madonna o a Selena ir de antro en brasier bordado en pedrería era de lo más chic. Las prohibiciones familiares se evadían saliendo con una blusa y una vez fuera de casa quitársela. Copiar a Michael Jackson y sus casacas provocó que más de uno fuera confundido con botones.
En los pies, la moda era los zapatos de plástico, los “windies”. Si dijo “fuchi” es que los usó. Esos zapatos hacían que los pies sudaran hasta resbalar dentro del calzado. Imagínese en el verano culichi, la peste que dejaba uno al quitarse los cacles. La de la letra confiesa que tiró dos pares de windies por hediondos, otro más se le derritió de la suela tras estar mucho rato bajo el sol.
Si la moda en las mujeres era así de vistosa, la de los varones no se quedó atrás. Fue en los 80 cuando Gianni Versace llevó a los aparadores de Europa y de Miami, en particular, sus camisas en crema de seda con grandes dibujos de cadenas, gárgolas y la medusa característica de la casa Versace. Fue también entonces cuando, en ese estilo, aparecieron prendas ostentando hojas de mariguana y, por primera vez, (de Culiacán para el mundo) con el rostro de Jesús Malverde estampado.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de buen gusto.
Marisa Pineda
Dicen por ahí que la moda es lo que dentro de diez años te va a parecer ridículo y a quienes nos tocó disfrutar con los horribles 80 sabemos cuánta razón tenía Gianni Versace, uno de los máximos exponentes de esa etapa, cuando afirmaba “no creo en el buen gusto”.
Se atribuye al filósofo Henry D. Thoreau la frase “cada generación se ríe de las viejas modas, pero sigue rigurosamente las nuevas” y así como vemos a la plebada de hoy en día reírse de los copetones, grandes hombreras y maquillaje cargado que lucen sus padres en las fotos ochenteras, también vemos como en los aparadores los cortes aglobados, los drapeados, las cadenas, los encajes, la tela de camiseta y la licra parecen como salidos de esas mismas imágenes.
Si bien los 70 estuvieron marcados por la era disco, y la moda que pautó la película Fiebre del Sábado por la Noche, a los 80 los marcaron, de inicio, cintas como Fama y Flashdance, merced a las cuales la ropa que usaban los bailarines para entrenar se volvió imprescindible.
Todo plebe que iba a ver Fama salía del cine cantando “rimember mai neim feeeim…” y queriendo ser bailarín o músico. La vocación del común duraba lo que la cinta en cartelera, pero lo que sí permanecía era el atuendo: mallones (como los que se llevan hoy), bajo camisetas a medio muslo (para las recatadas) o a la cadera (para las muy audaces). Sobre esas camisetas iban otras recortadas a la mitad de su largo. En la cabeza una ballerina, calzado como de bailarín de jazz (del jazz que se baila) y calentadores. Para completar el bailarín look, los bolsos eran como maletitas para gimnasio.
Ese estilo tenía versiones. La más popular consistía en suplir los mallones por pantalones de mezclilla ajustadísimos. Ahí nos tenía, aguja e hilo en mano cerrando las piernas de los jeans. Romper las costuras tratando de pasar infructuosamente el empeine, era señal de que había que soltarles tantito, apenas lo suficiente para alcanzar a meter el pié. Y sobre los pantalones calentadores, claro.
Luego vino la cinta Flashdance y ver a Jennifer Beals entrenando al ritmo frenético de Maniac, de Michael Sembello, trajo variaciones a la moda estilo bailarina. La más notoria fue el uso del cuello ojal para que cayera dejando al descubierto un hombro. La otra pieza que cambió notoriamente fue el calzado. El personaje de Beals entrenaba con zapatos de tacón alto. Los calentadores seguían vigentes.
Para entonces la tela de camiseta y los tejidos de punto eran los reyes de los aparadores. Los cortes amplios con anchos resortes en la parte inferior perjudicaban a todas; las chaparras se veían más chaparas, las de muslos gruesos se veían gordas, las gordas se veían más gordas. Para colmo uno añadía grandes aretes, muchas pulseras y un cinto ancho de elástico y hebilla grandota, con brillo. Entonces, como hoy, el atuendo no favorecía a nadie.
En cuanto al peinado, el pelo empezó a esponjarse del copete y a engominarse de los lados. En los hombres el mullet sentó sus reales; excepto el cantante Richard Marx no se conoce hasta la fecha a otro ser sobre la tierra que se vea bien con ese corte, ni los músicos country, por muy popular que sea entre ellos.
El look de estudiante de baile fue desplazado por los hombros marcados. La figura de triángulo invertido se lograba con la ayuda de varios pares de hombreras. En el afán de estar “in” no bastaba con las esponjas que traían de fábrica vestidos, camisas y sacos, era necesario subrayar la figura. Si para ello era necesario apilar dos o hasta tres pares de hombreras, a coserlas se ha dicho. Hasta la fecha, hay mucho atrapado en los 80 que sigue fiel a esos complementos.
En el pelo las leyes de la física se retaban diariamente para lograr el copetón. Ahí veía a hombres y mujeres acomodando el pelo en un vaso, rociándolo con espray aqua net o super punk y pasándole la secadora hasta lograr el alto deseado. Aquellos monumentos al copete sólo se eliminaban con champú, tratar de cepillarlo era tan doloroso como inútil.
A la moda seguirían los estampados fosforescentes, los que parecían planas de periódicos; las faldas largas a media pierna o al tobillo, lo mismo ceñidas que vaporosas (como Lady Di), con zapatos de piso con calcetas. Luego, la ropa interior se volvió exterior y emulando a Madonna o a Selena ir de antro en brasier bordado en pedrería era de lo más chic. Las prohibiciones familiares se evadían saliendo con una blusa y una vez fuera de casa quitársela. Copiar a Michael Jackson y sus casacas provocó que más de uno fuera confundido con botones.
En los pies, la moda era los zapatos de plástico, los “windies”. Si dijo “fuchi” es que los usó. Esos zapatos hacían que los pies sudaran hasta resbalar dentro del calzado. Imagínese en el verano culichi, la peste que dejaba uno al quitarse los cacles. La de la letra confiesa que tiró dos pares de windies por hediondos, otro más se le derritió de la suela tras estar mucho rato bajo el sol.
Si la moda en las mujeres era así de vistosa, la de los varones no se quedó atrás. Fue en los 80 cuando Gianni Versace llevó a los aparadores de Europa y de Miami, en particular, sus camisas en crema de seda con grandes dibujos de cadenas, gárgolas y la medusa característica de la casa Versace. Fue también entonces cuando, en ese estilo, aparecieron prendas ostentando hojas de mariguana y, por primera vez, (de Culiacán para el mundo) con el rostro de Jesús Malverde estampado.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de buen gusto.
lunes, 27 de septiembre de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
Hoy, que se promueve la lectura para combatir las infames cifras que indican que los mexicanos leemos entre uno y tres libros al año, vino a la plática una práctica ya extinta pero que a muchos nos regaló buenos momentos y algo más: la renta de cuentos y de libros.
Según los números que arrojan las encuestas, en nuestro país no leemos, o al menos lo que leemos no se considera como tal. Para los números formales, no vale el que semana tras semana leamos todos y cada uno de los chismes de la farándula, de la realeza, de la gente bien; la entrevista intercalada entre las fotos de la bichi del mes; las tendencias de la moda; las revistas de análisis político, económico y/o literario; el
sensacional de políticos, traileros y albañiles. Tampoco los libros de la escuela.
Nada de eso se anota como lectura, no en las cifras oficiales. Con suma consternación informamos que tampoco aplica leer A dos de tres.
Descartando las publicaciones y temáticas mencionadas es que nos da que en nuestro país apenas leemos de uno a tres libros al año. A esta su amiga esa cifra siempre le ha llamado la atención por lo siguiente: Encontrar que en México hay registradas formalmente cincuenta y una ferias del libro, y que por lo menos cinco festivales incluyen ese apartado en su programación, contrasta con el hecho de que no leamos. A ello súmele que existe un amplio mercado de libros “pirata” y va a tener otra joya del contrasentido.
A propósito de publicaciones y lecturas, días atrás el buen amigo Benigno Aispuro (con quien compartimos el gusto por la cultura popular) y la de la letra comentábamos la próxima reedición del Memín Pinguín. En ese marco recordábamos la vieja práctica de rentar cuentos. Si no le tocó, le platico como era.
Hubo un tiempo en el cual no todas las casas tenían televisión, las que contaban con el aparato se reunía la familia, toda, más compadres, vecinos y colados que hacían concha y estoicos escuchaban las indirectas de la reina de la casa, por tal de seguir la función sabatina de box, la telenovela en curso o el programa de espectáculos donde saldría el artista del momento.
A falta de televisión en todos los hogares, lo que si había sin distingos eran revistas. Las historias que vemos en la pantalla salieron en su mayoría de publicaciones semanales. La hoy popular Teresa (me das miedo Teresa) tuvo sus primeros días de gloria en esas páginas. Cada lunes llegaban los ejemplares con un nuevo capítulo de la historia, que se leía ávidamente.
Pero si por algún motivo no había alcanzado a hacerse de su revista, o andaba corto de dinero para comprarla, podía recurrir a la renta del ejemplar. En los abarrotes se colocaban unos tendederos y en ellos se colgaban las publicaciones. Los más alquilados eran el Lágrimas y Risas, el Fuego y el Espejo de la Vida. Era práctica común llegar al tendejón, rentar un cuento, comprarse un refresco y un pan, y sentarse a disfrutar de la lectura.
Para los tenderos la renta de revistas era un negocio redondo. Además de recuperar con creces la inversión hecha en la publicación, la venta de los “snacks” era ganancia adicional (como cuando va al cine y las botanas le salen más caras que las entradas). Los visionarios invertían en una banca o en poltronas para que el arrendatario estuviera enteramente cómodo. Estar apoltronado, leyendo el capítulo por siete días esperado, acompañando el momento con un refresco bien helado y alguna fritura era hedonismo puro.
Al final de la lectura, la historia daba pie para cultivar la conversación “esa Teresa es mala, mira que tratar así a su mamá” y de las páginas de la historieta se pasaba al chisme “como la Fulanita, la hija de Manganita, hubiera visto, el otro día blablablá…”
Además de los cuentitos estaban los libros semanales, también dibujados, con historias más dramáticas que a varios le sacaban lágrimas “es que fíjese que esta historia me recuerda a…” se justificaba el lector con el abarrotero que contemplaba la escena.
La renta abarcaba fotonovelas con los artistas del momento en los roles estelares; semanarios con temas de interés general, como Duda, que sembraba la duda sobre la existencia de extraterrestres. Historias de vaqueros sin ilustraciones, como Estefania, y novelas rosa como Jazmín, Julia secretos del corazón, y para las muy audaces Pasión. Ninguno de estos libritos contenía más imagen que la de la portada, todo estaba en la imaginación de cada quien y, aún cuando eran llamados con desprecio “literatura barata”, sirvieron para que muchos dieran el salto de aquellos secretos del corazón a Emily Bronte y sus Cumbres Borrascosas. O de los vaqueros de las praderas norteamericanas a los escenarios mexicanos de Juan Rulfo y El llano en llamas.
En A dos de tres no comulgamos con eso de que todo tiempo pasado fue mejor, preferimos la premisa de que no sabemos lo que tenemos hasta que lo vemos perdido; y ese fue uno de los placeres que se nos quedó en el camino.
En Culiacán, aprovechando el día oficial de fundación de la ciudad (29 de septiembre, día de San Miguel Arcángel y de la otrora Villa de San Miguel de Culiacán) un grupo de promotores culturales invita a intercambiar o regalar libros entre propios y extraños. La cita es en la plazuela Obregón, atrás de Catedral, a eso de las 6:00 de la tarde. Puede ir a catafixiar sus libros o a obsequiarlos, para compartir con otros el placer que le dio su lectura.
Imagínese en una poltrona, debajo de la sombra de un árbol, con un refresco bien helado y alguna fritura, siguiendo una historia que le gusta. Hedonismo puro.
Muchas gracias por leer estas líneas que no entran en las estadísticas. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de grandes placeres.
Marisa Pineda
Hoy, que se promueve la lectura para combatir las infames cifras que indican que los mexicanos leemos entre uno y tres libros al año, vino a la plática una práctica ya extinta pero que a muchos nos regaló buenos momentos y algo más: la renta de cuentos y de libros.
Según los números que arrojan las encuestas, en nuestro país no leemos, o al menos lo que leemos no se considera como tal. Para los números formales, no vale el que semana tras semana leamos todos y cada uno de los chismes de la farándula, de la realeza, de la gente bien; la entrevista intercalada entre las fotos de la bichi del mes; las tendencias de la moda; las revistas de análisis político, económico y/o literario; el
sensacional de políticos, traileros y albañiles. Tampoco los libros de la escuela.
Nada de eso se anota como lectura, no en las cifras oficiales. Con suma consternación informamos que tampoco aplica leer A dos de tres.
Descartando las publicaciones y temáticas mencionadas es que nos da que en nuestro país apenas leemos de uno a tres libros al año. A esta su amiga esa cifra siempre le ha llamado la atención por lo siguiente: Encontrar que en México hay registradas formalmente cincuenta y una ferias del libro, y que por lo menos cinco festivales incluyen ese apartado en su programación, contrasta con el hecho de que no leamos. A ello súmele que existe un amplio mercado de libros “pirata” y va a tener otra joya del contrasentido.
A propósito de publicaciones y lecturas, días atrás el buen amigo Benigno Aispuro (con quien compartimos el gusto por la cultura popular) y la de la letra comentábamos la próxima reedición del Memín Pinguín. En ese marco recordábamos la vieja práctica de rentar cuentos. Si no le tocó, le platico como era.
Hubo un tiempo en el cual no todas las casas tenían televisión, las que contaban con el aparato se reunía la familia, toda, más compadres, vecinos y colados que hacían concha y estoicos escuchaban las indirectas de la reina de la casa, por tal de seguir la función sabatina de box, la telenovela en curso o el programa de espectáculos donde saldría el artista del momento.
A falta de televisión en todos los hogares, lo que si había sin distingos eran revistas. Las historias que vemos en la pantalla salieron en su mayoría de publicaciones semanales. La hoy popular Teresa (me das miedo Teresa) tuvo sus primeros días de gloria en esas páginas. Cada lunes llegaban los ejemplares con un nuevo capítulo de la historia, que se leía ávidamente.
Pero si por algún motivo no había alcanzado a hacerse de su revista, o andaba corto de dinero para comprarla, podía recurrir a la renta del ejemplar. En los abarrotes se colocaban unos tendederos y en ellos se colgaban las publicaciones. Los más alquilados eran el Lágrimas y Risas, el Fuego y el Espejo de la Vida. Era práctica común llegar al tendejón, rentar un cuento, comprarse un refresco y un pan, y sentarse a disfrutar de la lectura.
Para los tenderos la renta de revistas era un negocio redondo. Además de recuperar con creces la inversión hecha en la publicación, la venta de los “snacks” era ganancia adicional (como cuando va al cine y las botanas le salen más caras que las entradas). Los visionarios invertían en una banca o en poltronas para que el arrendatario estuviera enteramente cómodo. Estar apoltronado, leyendo el capítulo por siete días esperado, acompañando el momento con un refresco bien helado y alguna fritura era hedonismo puro.
Al final de la lectura, la historia daba pie para cultivar la conversación “esa Teresa es mala, mira que tratar así a su mamá” y de las páginas de la historieta se pasaba al chisme “como la Fulanita, la hija de Manganita, hubiera visto, el otro día blablablá…”
Además de los cuentitos estaban los libros semanales, también dibujados, con historias más dramáticas que a varios le sacaban lágrimas “es que fíjese que esta historia me recuerda a…” se justificaba el lector con el abarrotero que contemplaba la escena.
La renta abarcaba fotonovelas con los artistas del momento en los roles estelares; semanarios con temas de interés general, como Duda, que sembraba la duda sobre la existencia de extraterrestres. Historias de vaqueros sin ilustraciones, como Estefania, y novelas rosa como Jazmín, Julia secretos del corazón, y para las muy audaces Pasión. Ninguno de estos libritos contenía más imagen que la de la portada, todo estaba en la imaginación de cada quien y, aún cuando eran llamados con desprecio “literatura barata”, sirvieron para que muchos dieran el salto de aquellos secretos del corazón a Emily Bronte y sus Cumbres Borrascosas. O de los vaqueros de las praderas norteamericanas a los escenarios mexicanos de Juan Rulfo y El llano en llamas.
En A dos de tres no comulgamos con eso de que todo tiempo pasado fue mejor, preferimos la premisa de que no sabemos lo que tenemos hasta que lo vemos perdido; y ese fue uno de los placeres que se nos quedó en el camino.
En Culiacán, aprovechando el día oficial de fundación de la ciudad (29 de septiembre, día de San Miguel Arcángel y de la otrora Villa de San Miguel de Culiacán) un grupo de promotores culturales invita a intercambiar o regalar libros entre propios y extraños. La cita es en la plazuela Obregón, atrás de Catedral, a eso de las 6:00 de la tarde. Puede ir a catafixiar sus libros o a obsequiarlos, para compartir con otros el placer que le dio su lectura.
Imagínese en una poltrona, debajo de la sombra de un árbol, con un refresco bien helado y alguna fritura, siguiendo una historia que le gusta. Hedonismo puro.
Muchas gracias por leer estas líneas que no entran en las estadísticas. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de grandes placeres.
domingo, 19 de septiembre de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
Y lo tan largamente anunciado llegó. ¿Qué le pareció el espectáculo del Bicentenario? De todo el fastuoso carnaval ¿con qué se queda? A la de la letra le gustó el concierto de Alondra de la Parra, el de la Maldita Vecindad y el de los Tigres del Norte, quienes contra todos los pronósticos interpretaron La Granja. Confieso que la pirotecnia me dejó impresionada (y eso que la vi por televisión) y
ni chisté con la quema de mis impuestos en cohetes. Ya pasado el borlote, pregunto ahora ¿Qué van a hacer con el mono al que llamaron El Coloso?
Ya ve que desde la víspera los festejos del Bicentenario estuvieron caracterizados por la polémica y el señalamiento de lo que para muchos (me incluyo) es un costo desmedido para una fiesta (algo más de tres mil millones de pesos), sobre todo si se contrasta con las cifras de mexicanos cuya máxima celebración es el sobrevivir el día a día; o de aquellos otros miles castigados por las inundaciones.
A ello súmele que por decreto del coordinador nacional para los festejos, Alonso Lujambio, el ánimo del pueblo mexicano debía de estar en alto y la alegría y el orgullo debía imperar ad chalecum. En cuanto se desataba una nueva polémica - como la del Shalalalalá el futuro es milenario- y se encendían los ánimos, el referido coordinador, cual líder en la fila de la conga, dictaba: todos contentos, todos agraviados, todos al Zócalo, ahora todos en su casa.
Finalmente, el 15 de septiembre llegó y se develó el misterio tan celosamente guardado de cómo sería la fiesta. Basta recordar que todos los voluntarios que de alguna manera tomaron parte en el espectáculo firmaron previamente un acuerdo de confidencialidad.
Como más allá del Paseo de la Reforma y del Zócalo capitalino hay vida, las cámaras de televisión fueron los ojos por los cual se vio lo que se tenía y se debía ver; incluido el momento en que a cuadro, en cadena nacional alguien sacó el trapito y se puso a limpiar el lente de la cámara. Haga de cuenta limpiaparabrisas en crucero. Cosas de la televisión en vivo.
Así, se vieron desfilar comparsas y carros alegóricos cuya calidad recordaba la de los desfiles y carnavales escolares. Tal como lo prometieron, el fondo musical que amenizaba la marcha era el shalalalalá, ahora en las voces de Eugenia León, Lila Downs, Regina Orozco, Daniela Romo y quiensabequien más, para aclarar dudas el carro alegórico indicaba el ritmo de la versión que se escuchaba: mambo, mariachi, etcétera.
Luego las cámaras nos trasladaron al inicio de los conciertos con la directora Alondra de la Parra, cuya capacidad logró que nos olvidáramos de las interpretaciones de Natalia Lafourcade, Ely Guerra y Lo Blondo. Para de ahí seguir con el espectáculo central.
Los juegos de luces pusieron a danzar la catedral y en las redes sociales se advertía que mientras Sandoval Íñiguez y Norberto Rivera no salieran bailando de cachetito todo iba bien. En Palacio Nacional la presencia del expresidente Carlos Salinas de Gortari hacía reflexionar a más de uno sobre nuestra desmemoria.
De pronto, los comentaristas empezaron a servir la mesa para uno de los platos fuertes y que ha resultado tan cuestionado como los festejos mismos: el coloso. Ese mono con su patita despostillada y espada rota (¿así era o se rompió?) que fueron armando en partes y que ya una vez en pie nos hizo exclamar: ¡Oooh! ¿Quién es?
De inmediato las apuestas: es Colosio. Es Malverde. No, es Stalin. Es Jeremías Springfield. Que no, que es el del video de Michael Jackson. Es el Pípila. Quien dijo el Pípila fue el más cercano porque la versión oficial es que representaba a aquellos héroes anónimos gracias a quienes logramos la Independencia Nacional.
Pero con todo y sus 20 metros de altura, parece que el mono tuvo el 15 de septiembre su debut y despedida. Hasta el momento no se sabe la suerte que correrá. Si se va a desensamblar y se guardará en alguna bodega, o si se va a colocar en alguna parte.
Por cierto, creo que tampoco se sabe el nombre del operador de la grúa que levantó al coloso y que gracias a su pericia el espectáculo fue eso y no tragedia. Señor, mi admiración, aplauso y reconocimiento ¡Bravo!
Volviendo al mono, su autor, el escultor Juan Carlos Canfield, ya aclaró que para la cara del coloso se inspiró en la de Benjamín Argumedo; lo cual ha creado una nueva polémica pues para unos el apodado Tigre de la Laguna es un traidor a la Revolución y para otros fue un valiente al cual la historia oficial no le ha dado su lugar.
Canfield subrayó que tomó la imagen de Argumedo por sus rasgos físicos “por el tremendo carácter que tiene su retrato”. El escultor aclaró que en ningún momento pretendió tomar la imagen para defender los actos negativos del personaje y reiteró que sólo la empleó como inspiración estética.
Aún con la aclaración hecha, hay quienes consideran que emplear la imagen de Benjamín Argumedo para el Coloso es muestra de la nueva representación del héroe nacional.
La polémica, pues, lejos de terminar continúa y todavía nos falta el centenario.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, mentadas, invitaciones y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana monumental.
Marisa Pineda
Y lo tan largamente anunciado llegó. ¿Qué le pareció el espectáculo del Bicentenario? De todo el fastuoso carnaval ¿con qué se queda? A la de la letra le gustó el concierto de Alondra de la Parra, el de la Maldita Vecindad y el de los Tigres del Norte, quienes contra todos los pronósticos interpretaron La Granja. Confieso que la pirotecnia me dejó impresionada (y eso que la vi por televisión) y
ni chisté con la quema de mis impuestos en cohetes. Ya pasado el borlote, pregunto ahora ¿Qué van a hacer con el mono al que llamaron El Coloso?
Ya ve que desde la víspera los festejos del Bicentenario estuvieron caracterizados por la polémica y el señalamiento de lo que para muchos (me incluyo) es un costo desmedido para una fiesta (algo más de tres mil millones de pesos), sobre todo si se contrasta con las cifras de mexicanos cuya máxima celebración es el sobrevivir el día a día; o de aquellos otros miles castigados por las inundaciones.
A ello súmele que por decreto del coordinador nacional para los festejos, Alonso Lujambio, el ánimo del pueblo mexicano debía de estar en alto y la alegría y el orgullo debía imperar ad chalecum. En cuanto se desataba una nueva polémica - como la del Shalalalalá el futuro es milenario- y se encendían los ánimos, el referido coordinador, cual líder en la fila de la conga, dictaba: todos contentos, todos agraviados, todos al Zócalo, ahora todos en su casa.
Finalmente, el 15 de septiembre llegó y se develó el misterio tan celosamente guardado de cómo sería la fiesta. Basta recordar que todos los voluntarios que de alguna manera tomaron parte en el espectáculo firmaron previamente un acuerdo de confidencialidad.
Como más allá del Paseo de la Reforma y del Zócalo capitalino hay vida, las cámaras de televisión fueron los ojos por los cual se vio lo que se tenía y se debía ver; incluido el momento en que a cuadro, en cadena nacional alguien sacó el trapito y se puso a limpiar el lente de la cámara. Haga de cuenta limpiaparabrisas en crucero. Cosas de la televisión en vivo.
Así, se vieron desfilar comparsas y carros alegóricos cuya calidad recordaba la de los desfiles y carnavales escolares. Tal como lo prometieron, el fondo musical que amenizaba la marcha era el shalalalalá, ahora en las voces de Eugenia León, Lila Downs, Regina Orozco, Daniela Romo y quiensabequien más, para aclarar dudas el carro alegórico indicaba el ritmo de la versión que se escuchaba: mambo, mariachi, etcétera.
Luego las cámaras nos trasladaron al inicio de los conciertos con la directora Alondra de la Parra, cuya capacidad logró que nos olvidáramos de las interpretaciones de Natalia Lafourcade, Ely Guerra y Lo Blondo. Para de ahí seguir con el espectáculo central.
Los juegos de luces pusieron a danzar la catedral y en las redes sociales se advertía que mientras Sandoval Íñiguez y Norberto Rivera no salieran bailando de cachetito todo iba bien. En Palacio Nacional la presencia del expresidente Carlos Salinas de Gortari hacía reflexionar a más de uno sobre nuestra desmemoria.
De pronto, los comentaristas empezaron a servir la mesa para uno de los platos fuertes y que ha resultado tan cuestionado como los festejos mismos: el coloso. Ese mono con su patita despostillada y espada rota (¿así era o se rompió?) que fueron armando en partes y que ya una vez en pie nos hizo exclamar: ¡Oooh! ¿Quién es?
De inmediato las apuestas: es Colosio. Es Malverde. No, es Stalin. Es Jeremías Springfield. Que no, que es el del video de Michael Jackson. Es el Pípila. Quien dijo el Pípila fue el más cercano porque la versión oficial es que representaba a aquellos héroes anónimos gracias a quienes logramos la Independencia Nacional.
Pero con todo y sus 20 metros de altura, parece que el mono tuvo el 15 de septiembre su debut y despedida. Hasta el momento no se sabe la suerte que correrá. Si se va a desensamblar y se guardará en alguna bodega, o si se va a colocar en alguna parte.
Por cierto, creo que tampoco se sabe el nombre del operador de la grúa que levantó al coloso y que gracias a su pericia el espectáculo fue eso y no tragedia. Señor, mi admiración, aplauso y reconocimiento ¡Bravo!
Volviendo al mono, su autor, el escultor Juan Carlos Canfield, ya aclaró que para la cara del coloso se inspiró en la de Benjamín Argumedo; lo cual ha creado una nueva polémica pues para unos el apodado Tigre de la Laguna es un traidor a la Revolución y para otros fue un valiente al cual la historia oficial no le ha dado su lugar.
Canfield subrayó que tomó la imagen de Argumedo por sus rasgos físicos “por el tremendo carácter que tiene su retrato”. El escultor aclaró que en ningún momento pretendió tomar la imagen para defender los actos negativos del personaje y reiteró que sólo la empleó como inspiración estética.
Aún con la aclaración hecha, hay quienes consideran que emplear la imagen de Benjamín Argumedo para el Coloso es muestra de la nueva representación del héroe nacional.
La polémica, pues, lejos de terminar continúa y todavía nos falta el centenario.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, mentadas, invitaciones y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana monumental.
lunes, 13 de septiembre de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
Deje le cuento, la de la letra acaba de cumplir años. Estábamos en eso cuando surgió el recuento de todo lo que han cambiado las celebraciones, comenzando por las piñatas. Durante muchos años un megafestejo para un niño se hacía con una piñata, el juego de ponerle la cola al burro, una bolsa con dulces, algún guiso sabroso, pastel y gelatina. Ahora, para eso mismo se necesita, además de las viandas: entremeses, centros de mesa, animadores (payasos, magos, botargas o imitadores) un brincolín, la piñata (claro) pero con pastel, bolsas de dulces, platos, vasos, servilletas, manteles y decoración acorde al tema del evento.
A esta su amiga le tocaron los tiempos en que las celebraciones de cumpleaños para un niño eran por demás sencillas. Desde la víspera, dependiendo de las posibilidades de la familia se extendía la invitación. Si se estaba ajustado económicamente, la fiesta sería para los más allegados: los amigos más queridos, la parentela más frecuentada y la profesora en turno. Si se estaba pudiente la participación se ampliaba a todo el salón de clase.
Para esto, la invitación bien podía ser verbal o por escrito, de ambas formas valía. Lo ponían a uno bien guapito y en compañía de la madre se visitaba la casa de quienes aparecían en la lista de invitados para extender la cordial invitación. Las participaciones por escrito no tenían mucho chiste, tenían impreso un payaso, un carrusel o una piñata, se anotaban los datos y se metían en su correspondiente sobre blanco. Nada que ver con el confeti y brillitos que las acompañan hoy, y no porque no existiera el confeti o la diamantina, sólo que a nadie se le había ocurrido, no era la moda o, de plano, todo era más simple.
Los preparativos de la fiesta continuaban con el armado de las bolsas de dulces. Bolsitas de celofán transparente impresas con un la cara de un payaso y la palabra felicidades. Se llenaban con caramelos y galletas -de animalitos, con grajea o embetunadas- cuyo número iba en proporción: a pocos dulces muchas galletas. Muy seguido se incluía a las bolsas un silbatito, de esos minúsculos que producen un ruido agudo, que llega a lastimar el oído. Para pronto las madres decomisaban el artefacto aquel con el argumento “dame eso, es peligroso, mi comadre Fulanita me contó que un niño se lo tragó y se ahogó”. Fin del ruidajo.
La comida era sopa fría, frijol puerco y alguno de los guisos más celebrados. No había eso de comida para los grandes y comida para los niños. En las mesas los centros eran platos con alguna fruta de la estación, palomitas de maíz o frituras (papas, churros o viejas). La decoración se hacía con globos de colores y cadenas de papel crepé. Si no había decoración, tampoco se echaba de menos.
Entre lo que uno llegaba a la fiesta y el dale dale dale el tiempo se consumía con juegos como el de ponerle la cola al burro. Las nuevas generaciones posiblemente ni lo han oído mencionar. Es así: una imagen de un burro sin cola se pega en la pared; se pasa al frente a un voluntario, se le vendan los ojos y se le da una cola para que intente colocarla a ciegas en el lugar correcto. Al final gana quien puso la cola en el punto más cercano. ¿Qué ganaban? Una bolsa extra de dulces, un juguete, o simplemente un aplauso y el reconocimiento de haber sido el que le puso la cola al burro. Que es muy bobo tanto el juego como los premios ni quien lo dude, pero cuando se tenían cinco, seis o siete años, ello era suficiente.
Luego llegaba el pastel. Que de historias familiares hay en torno a los pasteles de cumpleaños hechos en casa. Porque ha de saber que tener un pastel sabroso y bien decorado preparado por la mater familia, daba a esta un estatus superior. Pero no siempre el resultado era el esperado. Los accidentes en la preparación eran muchos y todos notorios: fallas en las medidas del polvo de hornear daban por resultado panes que en vez de esponjados parecían planchados. La temperatura incorrecta del horno provocaba pasteles mal cocidos y, horror de horrores, quemados de las orillas y la base. Moldes mal engrasados hacían que al despegar el pan buena parte se quedara pegada en el recipiente.
Una vez salvados todos los escollos anteriores, venía la segunda etapa del reto: la cobertura. Era todo un ritual que sólo los elegidos podían presenciar. “Salte, vete a jugar, no te le quedes viendo (a las claras de huevo) porque no levantan”. Pero aún cuando levantaran todavía se estaba por enfrentar la prueba máxima, aquella en la que no se podía culpar a nada ni nadie del fallo: el decorado.
Bien podía tenerse un pan sabrosísimo, un merengue a punto, pero a la hora del decorado, la madre podía sabotearse al decorar la torta. Comentarios elementales del tipo ¿Qué es eso? (“Cómo que qué es, ¡Es un payaso!”) o el sólo decir “se ve chueco” podían sumir a la mamá repostera en una crisis depresiva que ni el chef Ramsey puede provocar en Hell’s Kitchen.
Observar que el decorado había quedado disparejo producía una herida que ni el tiempo podía curar. Podrán pasar los años y el comentario “te acuerdas de aquel pastel que te salió chueco” reavivará, siempre, la llaga. Ni que decir cuando se comenta “te acuerdas de aquella piñata cuando mi mamá hizo un pastel y lo decoró con cara de payaso, y todos creíamos que le había dibujado una pelota de beisbol”, enseguida surge el llamado “que ni te oiga porque todavía se agüita”. Las piñatas podían estar feas o bonitas, eran hechas para el sacrificio en aras del júbilo; pero los pasteles no, hacer un pastel de cumpleaños era para trascender por generaciones, para bien o para mal.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de celebración.
Marisa Pineda
Deje le cuento, la de la letra acaba de cumplir años. Estábamos en eso cuando surgió el recuento de todo lo que han cambiado las celebraciones, comenzando por las piñatas. Durante muchos años un megafestejo para un niño se hacía con una piñata, el juego de ponerle la cola al burro, una bolsa con dulces, algún guiso sabroso, pastel y gelatina. Ahora, para eso mismo se necesita, además de las viandas: entremeses, centros de mesa, animadores (payasos, magos, botargas o imitadores) un brincolín, la piñata (claro) pero con pastel, bolsas de dulces, platos, vasos, servilletas, manteles y decoración acorde al tema del evento.
A esta su amiga le tocaron los tiempos en que las celebraciones de cumpleaños para un niño eran por demás sencillas. Desde la víspera, dependiendo de las posibilidades de la familia se extendía la invitación. Si se estaba ajustado económicamente, la fiesta sería para los más allegados: los amigos más queridos, la parentela más frecuentada y la profesora en turno. Si se estaba pudiente la participación se ampliaba a todo el salón de clase.
Para esto, la invitación bien podía ser verbal o por escrito, de ambas formas valía. Lo ponían a uno bien guapito y en compañía de la madre se visitaba la casa de quienes aparecían en la lista de invitados para extender la cordial invitación. Las participaciones por escrito no tenían mucho chiste, tenían impreso un payaso, un carrusel o una piñata, se anotaban los datos y se metían en su correspondiente sobre blanco. Nada que ver con el confeti y brillitos que las acompañan hoy, y no porque no existiera el confeti o la diamantina, sólo que a nadie se le había ocurrido, no era la moda o, de plano, todo era más simple.
Los preparativos de la fiesta continuaban con el armado de las bolsas de dulces. Bolsitas de celofán transparente impresas con un la cara de un payaso y la palabra felicidades. Se llenaban con caramelos y galletas -de animalitos, con grajea o embetunadas- cuyo número iba en proporción: a pocos dulces muchas galletas. Muy seguido se incluía a las bolsas un silbatito, de esos minúsculos que producen un ruido agudo, que llega a lastimar el oído. Para pronto las madres decomisaban el artefacto aquel con el argumento “dame eso, es peligroso, mi comadre Fulanita me contó que un niño se lo tragó y se ahogó”. Fin del ruidajo.
La comida era sopa fría, frijol puerco y alguno de los guisos más celebrados. No había eso de comida para los grandes y comida para los niños. En las mesas los centros eran platos con alguna fruta de la estación, palomitas de maíz o frituras (papas, churros o viejas). La decoración se hacía con globos de colores y cadenas de papel crepé. Si no había decoración, tampoco se echaba de menos.
Entre lo que uno llegaba a la fiesta y el dale dale dale el tiempo se consumía con juegos como el de ponerle la cola al burro. Las nuevas generaciones posiblemente ni lo han oído mencionar. Es así: una imagen de un burro sin cola se pega en la pared; se pasa al frente a un voluntario, se le vendan los ojos y se le da una cola para que intente colocarla a ciegas en el lugar correcto. Al final gana quien puso la cola en el punto más cercano. ¿Qué ganaban? Una bolsa extra de dulces, un juguete, o simplemente un aplauso y el reconocimiento de haber sido el que le puso la cola al burro. Que es muy bobo tanto el juego como los premios ni quien lo dude, pero cuando se tenían cinco, seis o siete años, ello era suficiente.
Luego llegaba el pastel. Que de historias familiares hay en torno a los pasteles de cumpleaños hechos en casa. Porque ha de saber que tener un pastel sabroso y bien decorado preparado por la mater familia, daba a esta un estatus superior. Pero no siempre el resultado era el esperado. Los accidentes en la preparación eran muchos y todos notorios: fallas en las medidas del polvo de hornear daban por resultado panes que en vez de esponjados parecían planchados. La temperatura incorrecta del horno provocaba pasteles mal cocidos y, horror de horrores, quemados de las orillas y la base. Moldes mal engrasados hacían que al despegar el pan buena parte se quedara pegada en el recipiente.
Una vez salvados todos los escollos anteriores, venía la segunda etapa del reto: la cobertura. Era todo un ritual que sólo los elegidos podían presenciar. “Salte, vete a jugar, no te le quedes viendo (a las claras de huevo) porque no levantan”. Pero aún cuando levantaran todavía se estaba por enfrentar la prueba máxima, aquella en la que no se podía culpar a nada ni nadie del fallo: el decorado.
Bien podía tenerse un pan sabrosísimo, un merengue a punto, pero a la hora del decorado, la madre podía sabotearse al decorar la torta. Comentarios elementales del tipo ¿Qué es eso? (“Cómo que qué es, ¡Es un payaso!”) o el sólo decir “se ve chueco” podían sumir a la mamá repostera en una crisis depresiva que ni el chef Ramsey puede provocar en Hell’s Kitchen.
Observar que el decorado había quedado disparejo producía una herida que ni el tiempo podía curar. Podrán pasar los años y el comentario “te acuerdas de aquel pastel que te salió chueco” reavivará, siempre, la llaga. Ni que decir cuando se comenta “te acuerdas de aquella piñata cuando mi mamá hizo un pastel y lo decoró con cara de payaso, y todos creíamos que le había dibujado una pelota de beisbol”, enseguida surge el llamado “que ni te oiga porque todavía se agüita”. Las piñatas podían estar feas o bonitas, eran hechas para el sacrificio en aras del júbilo; pero los pasteles no, hacer un pastel de cumpleaños era para trascender por generaciones, para bien o para mal.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de celebración.
lunes, 23 de agosto de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
Shalalala la-la el futuro es milenario. Shalalala-la ahí vamos paso a paso.
Canción motivadora habemus para los festejos del Bicentenario, y prepárese para escucharla a ritmo de bolero, mariachi, son, danzón, cumbia y chachachá, en las voces del mismísimo Aleks Syntek, creador de la música de la ronda -me equivoqué, quise decir de la rola-, de Daniela Romo y de Lila Downs, entre otros.
Estamos a menos de un mes de los festejos por los 200 años de la Independencia Nacional; así lo indican las efemérides, los libros de historia de México y los relojes del bicentenario (esos armatostes que parecen bombas de tiempo) que los encargados de los festejos oficiales colocaron por todo el país. Y a menos de un mes, el jolgorio que debe estar sustentado en un legítimo orgullo nacional, cada vez está más cuestionado y sometido al humor popular.
El cuestionamiento comenzó cuando más de uno levantó al ceja al enterarse que sin licitación de por medio se adjudicó al australiano Ric Birch, director de Spectak Productions, la producción artística de parte de los festejos del 15 de Septiembre. Esa parte abarca el desfile de carros alegóricos por el Centro Histórico y el Paseo de la Reforma en la capital país, para ello, el Gobierno Federal pagará a Instantia Producciones, la empresa que Birch instaló en México para tal fin, 2 mil 971 millones de pesos, moneda nacional.
Por cierto, Instantia solicita voluntarios (vo-lun-ta-rios, que no empleados) para participar como artistas y en el área técnica y logística de dichos espectáculos. Los interesados pueden enviar su curriculum al programa “Yo sí me apunto a la celebración de nuestra identidad”, quienes sean reclutados deberán firmar a favor de Instantia Producciones carta de autorización de uso y reproducción de imagen, declaración de liberación de responsabilidad y un acuerdo de confidencialidad (lo que pasa ahí se queda ahí). El anuncio está en todos los sitios de internet con ofertas de trabajo. En la parte de los comentarios muchos dicen “no pagan”, pero hay otros tantos que sí quieren participar. A lo mejor no pagan pero tampoco te piden que te biches para ser parte de una foto.
Los del Departamento de investigaciones de A dos de tres señalan: la empresa es garantía de que pase lo que pase habrá espectáculo. Spectak Productions fue la encargada de las ceremonias inaugurales de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, Barcelona, Sydney y Beijing. Los de Barcelona se recuerdan porque el encendido del fuego olímpico lo hizo un atleta paralímpico que lanzó una flecha en llama, después se supo que había un mecanismo para que la flama encendiera le atinara o no. En Beijing se cuestionó que la niña que cantó el himno hizo play-back, que los chamacos que desfilaron representando las etnias chinas no eran de esas etnias (aunque sí eran chinos) y que la pirotecnia, tan impresionante, estaba respaldada por un programa de computadora, de tal forma que si el cohete se cebaba en las pantallas de los televisores del planeta ni quien se enterara. Dicen los de Investigaciones de A dos de tres que para muchos eso puede ser chapuza, embuste, pero también es el Plan B para que nada salga mal y si sale mal no se note, y el espectador quede satisfecho del espectáculo.
Sobre los dineros de los festejos la ceja ha seguido levantándose a medida que uno se entera que además del contrato a Instantia Producciones hay otro para Vivace Producciones, que se encargará del espectáculo multimedia en el Palacio Nacional, y uno más a favor de Corporación Interamericana de Entretenimiento, para la organización de los Niños del Bicentenario. También, porque no se sabe cómo van las cuentas en el Fideicomiso Bicentenario que se abrió en el Banco Nacional del Ejército, Fuerza Aérea y Armada (Banjercito) por mil 627 millones de pesos, y porque tampoco se ha dicho cómo van los números con los tres mil millones de pesos que aprobó la Cámara de Diputados, tiempo ha, para la restauración y mejoramiento de teatros con 100 y 50 años de antiguedad, escuelas de educación artística y zonas arqueológicas, también en el marco de la celebración.
Más se arquea la ceja cuando a la danza de las cifras del Bicentenario llegan como invitados incómodos los números del último informe de Gobierno del Presidente de la República, Felipe Calderón: Hay 12.2 millones de mexicanos que padecen pobreza alimentaria (Septiembre 1° de 2009); así como los resultados de la Metodología oficial para la medición multidimensional de la pobreza en México (así se llama, en serio) que indican: hay 2.68 millones de indígenas en pobreza extrema, con rezago educativo, sin acceso a los servicios de salud y seguridad social, sin calidad de vivienda (a veces sin vivienda) y con graves problemas de alimentación (y a veces sin alimentación). Además, hay otros 2.49 millones a punto de sumárseles. Ese resultado lo presentó el Consejo Nacional de Evaluación de las Políticas de Desarrollo Social este 9 de agosto, en el marco del Día Internacional de los Pueblos Indígenas.
Diez días después, el 19 de agosto, en conferencia de prensa, el secretario de Educación Pública, Alonso Lujambio, dio a conocer con bombo y platillo la música del Bicentenario, “El futuro es milenario”, que entre su letra dice: “Nacimos para cantar, nacimos para bailar, nacimos en el lugar del Cielito Lindo. Más siglos para el amor, más siglos para el color, más siglos de una canción serán bienvenidos”. Para pronto, en internet empezaron a circular versiones como la que retoma: “No hay nada que celebrar, si estamos en la miseria, dos siglos de libertad y nos ha ido como en feria. Los curas si están gozosos en este bicentenario recordarán orgullosos que excomulgaron a Hidalgo” y sigue.
La música de “El futuro es milenario” es de Aleks Syntek, quien consternado porque su tonada fue apabullada en los comentarios en las principales redes sociales, anunció que se retiraría de Twitter (en éstos tiempos de mundos virtuales eso debe ser el equivalente a cortarse las venas con bolitas de algodón, más porque anticipó que el retiro es momentáneo). En tanto, Jaime López, el creador del Blue Demon Blues (“vamos a’i, vamos a’i, Blue Demon vamos a’i!), de Sácalo (“si tuviera religión me pondría a analizar, si tuviera ideología me pondría a rezar..”) y también creador de la letra de El futuro es milenario, dijo en la presentación, muy cargado de razón: “cada quien tiene el Gobierno y la música que se merece”.
Al tercer día, el secretario Lujambio reculó y dijo que El futuro milenario no es la canción oficial del Bicentenario. Como el propio Jaime López bien dijera en otra de sus rolas: “transeando de arriba abajo, ahí va la chilanga banda, chin chin si me la recuerdan, carcacha y se les retacha”.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de celebración. Shalalala-la lo bueno está comenzando, shalalala-la…
Marisa Pineda
Shalalala la-la el futuro es milenario. Shalalala-la ahí vamos paso a paso.
Canción motivadora habemus para los festejos del Bicentenario, y prepárese para escucharla a ritmo de bolero, mariachi, son, danzón, cumbia y chachachá, en las voces del mismísimo Aleks Syntek, creador de la música de la ronda -me equivoqué, quise decir de la rola-, de Daniela Romo y de Lila Downs, entre otros.
Estamos a menos de un mes de los festejos por los 200 años de la Independencia Nacional; así lo indican las efemérides, los libros de historia de México y los relojes del bicentenario (esos armatostes que parecen bombas de tiempo) que los encargados de los festejos oficiales colocaron por todo el país. Y a menos de un mes, el jolgorio que debe estar sustentado en un legítimo orgullo nacional, cada vez está más cuestionado y sometido al humor popular.
El cuestionamiento comenzó cuando más de uno levantó al ceja al enterarse que sin licitación de por medio se adjudicó al australiano Ric Birch, director de Spectak Productions, la producción artística de parte de los festejos del 15 de Septiembre. Esa parte abarca el desfile de carros alegóricos por el Centro Histórico y el Paseo de la Reforma en la capital país, para ello, el Gobierno Federal pagará a Instantia Producciones, la empresa que Birch instaló en México para tal fin, 2 mil 971 millones de pesos, moneda nacional.
Por cierto, Instantia solicita voluntarios (vo-lun-ta-rios, que no empleados) para participar como artistas y en el área técnica y logística de dichos espectáculos. Los interesados pueden enviar su curriculum al programa “Yo sí me apunto a la celebración de nuestra identidad”, quienes sean reclutados deberán firmar a favor de Instantia Producciones carta de autorización de uso y reproducción de imagen, declaración de liberación de responsabilidad y un acuerdo de confidencialidad (lo que pasa ahí se queda ahí). El anuncio está en todos los sitios de internet con ofertas de trabajo. En la parte de los comentarios muchos dicen “no pagan”, pero hay otros tantos que sí quieren participar. A lo mejor no pagan pero tampoco te piden que te biches para ser parte de una foto.
Los del Departamento de investigaciones de A dos de tres señalan: la empresa es garantía de que pase lo que pase habrá espectáculo. Spectak Productions fue la encargada de las ceremonias inaugurales de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, Barcelona, Sydney y Beijing. Los de Barcelona se recuerdan porque el encendido del fuego olímpico lo hizo un atleta paralímpico que lanzó una flecha en llama, después se supo que había un mecanismo para que la flama encendiera le atinara o no. En Beijing se cuestionó que la niña que cantó el himno hizo play-back, que los chamacos que desfilaron representando las etnias chinas no eran de esas etnias (aunque sí eran chinos) y que la pirotecnia, tan impresionante, estaba respaldada por un programa de computadora, de tal forma que si el cohete se cebaba en las pantallas de los televisores del planeta ni quien se enterara. Dicen los de Investigaciones de A dos de tres que para muchos eso puede ser chapuza, embuste, pero también es el Plan B para que nada salga mal y si sale mal no se note, y el espectador quede satisfecho del espectáculo.
Sobre los dineros de los festejos la ceja ha seguido levantándose a medida que uno se entera que además del contrato a Instantia Producciones hay otro para Vivace Producciones, que se encargará del espectáculo multimedia en el Palacio Nacional, y uno más a favor de Corporación Interamericana de Entretenimiento, para la organización de los Niños del Bicentenario. También, porque no se sabe cómo van las cuentas en el Fideicomiso Bicentenario que se abrió en el Banco Nacional del Ejército, Fuerza Aérea y Armada (Banjercito) por mil 627 millones de pesos, y porque tampoco se ha dicho cómo van los números con los tres mil millones de pesos que aprobó la Cámara de Diputados, tiempo ha, para la restauración y mejoramiento de teatros con 100 y 50 años de antiguedad, escuelas de educación artística y zonas arqueológicas, también en el marco de la celebración.
Más se arquea la ceja cuando a la danza de las cifras del Bicentenario llegan como invitados incómodos los números del último informe de Gobierno del Presidente de la República, Felipe Calderón: Hay 12.2 millones de mexicanos que padecen pobreza alimentaria (Septiembre 1° de 2009); así como los resultados de la Metodología oficial para la medición multidimensional de la pobreza en México (así se llama, en serio) que indican: hay 2.68 millones de indígenas en pobreza extrema, con rezago educativo, sin acceso a los servicios de salud y seguridad social, sin calidad de vivienda (a veces sin vivienda) y con graves problemas de alimentación (y a veces sin alimentación). Además, hay otros 2.49 millones a punto de sumárseles. Ese resultado lo presentó el Consejo Nacional de Evaluación de las Políticas de Desarrollo Social este 9 de agosto, en el marco del Día Internacional de los Pueblos Indígenas.
Diez días después, el 19 de agosto, en conferencia de prensa, el secretario de Educación Pública, Alonso Lujambio, dio a conocer con bombo y platillo la música del Bicentenario, “El futuro es milenario”, que entre su letra dice: “Nacimos para cantar, nacimos para bailar, nacimos en el lugar del Cielito Lindo. Más siglos para el amor, más siglos para el color, más siglos de una canción serán bienvenidos”. Para pronto, en internet empezaron a circular versiones como la que retoma: “No hay nada que celebrar, si estamos en la miseria, dos siglos de libertad y nos ha ido como en feria. Los curas si están gozosos en este bicentenario recordarán orgullosos que excomulgaron a Hidalgo” y sigue.
La música de “El futuro es milenario” es de Aleks Syntek, quien consternado porque su tonada fue apabullada en los comentarios en las principales redes sociales, anunció que se retiraría de Twitter (en éstos tiempos de mundos virtuales eso debe ser el equivalente a cortarse las venas con bolitas de algodón, más porque anticipó que el retiro es momentáneo). En tanto, Jaime López, el creador del Blue Demon Blues (“vamos a’i, vamos a’i, Blue Demon vamos a’i!), de Sácalo (“si tuviera religión me pondría a analizar, si tuviera ideología me pondría a rezar..”) y también creador de la letra de El futuro es milenario, dijo en la presentación, muy cargado de razón: “cada quien tiene el Gobierno y la música que se merece”.
Al tercer día, el secretario Lujambio reculó y dijo que El futuro milenario no es la canción oficial del Bicentenario. Como el propio Jaime López bien dijera en otra de sus rolas: “transeando de arriba abajo, ahí va la chilanga banda, chin chin si me la recuerdan, carcacha y se les retacha”.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de celebración. Shalalala-la lo bueno está comenzando, shalalala-la…
lunes, 9 de agosto de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
Es un día cualquiera, tuvo un momento libre y algunos pesos en la bolsa, recordó que hace rato no va al cine y decide darse el gusto. Compra su boleto, palomitas y refresco. Entra a la sala, se acomoda y de pronto siente el inconfundible y molesto movimiento: están pateando su butaca. Apenas voltea para ver al responsable, un celular suena dos filas más delante y una andanada de “sshhh” se vuelve chunga.
Apenas se apagan las luces un grupo de mozalbetes anuncia su llegada a voz en cuello: “ya llegué” y comparten con el público su catálogo de leperadas. El cine.
Cuando los hermanos Lumiére proyectaron la salida de los obreros de una fábrica, por allá en 1895, en Francia, quizás no se imaginaron siquiera que el cinematógrafo que patentaron fuera a crear tan diversos géneros de películas, como de tipos de público.
Porque así como hay películas cómicas, de terror, etcétera, así también están los tipos de público. Esos que parecen pagar el boleto más que para ver el filme, para echarle a perder a los demás el momento.
Así, están los voceadores. Pubertos o adolescentes tardíos quienes van al cine en grupos de más de tres. En cuanto cruzan la puerta el grito “ya llegué” del líder es secundado por los compinches. Buscan los asientos en las filas superiores para, desde ahí, dominar la sala y burlarse de todo quien entra. Casi siempre uno se les queda rezagado y cuando llega (ese si calladito, sin la protección del anonimato que da el grupo), lo guían a ellos indicándole el camino a gritos y majaderías. Si divisan a algún conocido que va con la novia, la carrilla es irremediable. Si encuentran una camarilla similar ya se amoló el público porque la guerra verbal será implacable.
La despistada. Casi siempre se trata de mujeres. Entra viandas en mano, divisa para todos lados, no encuentra a la compañera (invariablemente es compañera) y comienza a llamarla tímidamente. Fulana, Fulana. Por allá puede que se levante una mano para señalarle la meta. En ocasiones la despistada suele ser auxiliada por los voceadores, quienes, en casos así, son proclives a brindar un servicio social. Hará apenas unos días, a la de la letra le tocó presenciar a una muchacha como la descrita llamando tímidamente a Marilú, para pronto los voceadores, cual coro de madrigalistas, comenzaron a gritar Marisol. “No es Marisol, es Marilú” aclaró la chamaca, se hizo la corrección inmediatamente y Marilú levantó su manita filas abajo. El grito al servicio del público.
El considerado. Luego de que por fin medio se logró el silencio en la sala, suena un celular y para que se note suena con un timbre bien ridículo o con el éxito del momento. Ahí está Usted, tratando de entender los sueños dentro de los sueños de El Origen cuando Los Recoditos lo regresan de su abstracción cantándole el estribillo “Ando bien pedo, bien loco, cantándole al recuerdo mis penas, gritándole al olvido”. Pero resulta que el dueño del teléfono es un tipo considerado, que sintió todas las miradas en su espalda y habla en lo que él cree es voz baja: “Güey, no puedo hablar, estoy en el cine. QUE NO PUEDO HABLAR, estoy en el cine, te hablo luego”. Toda la sala, pues, se entera de que es un tipo considerado que no puede hablar porque está en el cine, pero la consideración no le da ni para contestar afuera, ni para acallar el timbre del aparato.
Los comentaristas. Casi siempre se trata de una pareja en que el varón trata de impresionar a la chica con su capacidad de análisis y deducción. “Lo va a matar”. Siguiente escena: “Ves, qué te dije, que lo iba a matar”. Siguiente toma “Ese fue”. “Ves qué te dije, que ese era, no, si se veía clarito que ese era”. Y así hasta llegar al ansiado The End.
El crítico. Suele ser un chamaco que luego de descubrir que existen películas en otros idiomas, además del inglés y el español, se cree que la cinta no lo merece. Cada tantos minutos emite su opinión lo suficientemente alto para que quienes lo acompañan, y los de la filas inmediatas lo escuchen: “pues las tomas no me convencen, y el argumento está dos tres, la fotografía como que no es muy buena” y así sucesivamente hasta que aparece la palabra Fin.
El foco de infección. Ahí está Usted, metido en la trama, apaciguando el ansia con palomitas y refresco cuando de pronto siente algo en su espalda, algo húmedo, instintivamente se lleva la mano y de pronto repara en que esa humedad fue precedida de un ¡COF! ¡COF! emitido por el que está en la fila de atrás. En ese momento pasan por su mente todos los anuncios y recomendaciones sobre la influenza que vio y escuchó. El vecino continuará con su ataque de tos, carraspeará y escupirá y Usted, se tallará una y otra vez la mano en la butaca, dejará sus palomitas y clamará por un chorrito de gel antibacterial.
El equivocado. Hay cinco salas en el complejo de cine, en cuatro de ellas se exhiben películas para niños. Sólo una proyecta algo para adolescentes y adultos, y esa es a la que va Usted. Se acomoda en el asiento y una voz infantil indica que alguien, cercano a su lugar, se brincó la clasificación y llevó a sus chamacos cuyas edades no rebasan los seis años. Esta su amiga fue a ver El Origen, un señor llegó con sus dos plebes y se sentó en la fila de atrás. En lo que la escuincla acababa con un tambo jumbo de palomitas y un vaso igual de refresco, el pater familia le inventaba subtítulos a la plebe que en cada diálogo exigía: “qué dicen papá”. Cuando se terminó el bastimento, la chamaca empezó a cantar y a bailar y ahí me tiene Usted, entre el “Je ne regrette rien” de Edith Piaf y las rolas de Patito, en versión doméstica.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de película.
Marisa Pineda
Es un día cualquiera, tuvo un momento libre y algunos pesos en la bolsa, recordó que hace rato no va al cine y decide darse el gusto. Compra su boleto, palomitas y refresco. Entra a la sala, se acomoda y de pronto siente el inconfundible y molesto movimiento: están pateando su butaca. Apenas voltea para ver al responsable, un celular suena dos filas más delante y una andanada de “sshhh” se vuelve chunga.
Apenas se apagan las luces un grupo de mozalbetes anuncia su llegada a voz en cuello: “ya llegué” y comparten con el público su catálogo de leperadas. El cine.
Cuando los hermanos Lumiére proyectaron la salida de los obreros de una fábrica, por allá en 1895, en Francia, quizás no se imaginaron siquiera que el cinematógrafo que patentaron fuera a crear tan diversos géneros de películas, como de tipos de público.
Porque así como hay películas cómicas, de terror, etcétera, así también están los tipos de público. Esos que parecen pagar el boleto más que para ver el filme, para echarle a perder a los demás el momento.
Así, están los voceadores. Pubertos o adolescentes tardíos quienes van al cine en grupos de más de tres. En cuanto cruzan la puerta el grito “ya llegué” del líder es secundado por los compinches. Buscan los asientos en las filas superiores para, desde ahí, dominar la sala y burlarse de todo quien entra. Casi siempre uno se les queda rezagado y cuando llega (ese si calladito, sin la protección del anonimato que da el grupo), lo guían a ellos indicándole el camino a gritos y majaderías. Si divisan a algún conocido que va con la novia, la carrilla es irremediable. Si encuentran una camarilla similar ya se amoló el público porque la guerra verbal será implacable.
La despistada. Casi siempre se trata de mujeres. Entra viandas en mano, divisa para todos lados, no encuentra a la compañera (invariablemente es compañera) y comienza a llamarla tímidamente. Fulana, Fulana. Por allá puede que se levante una mano para señalarle la meta. En ocasiones la despistada suele ser auxiliada por los voceadores, quienes, en casos así, son proclives a brindar un servicio social. Hará apenas unos días, a la de la letra le tocó presenciar a una muchacha como la descrita llamando tímidamente a Marilú, para pronto los voceadores, cual coro de madrigalistas, comenzaron a gritar Marisol. “No es Marisol, es Marilú” aclaró la chamaca, se hizo la corrección inmediatamente y Marilú levantó su manita filas abajo. El grito al servicio del público.
El considerado. Luego de que por fin medio se logró el silencio en la sala, suena un celular y para que se note suena con un timbre bien ridículo o con el éxito del momento. Ahí está Usted, tratando de entender los sueños dentro de los sueños de El Origen cuando Los Recoditos lo regresan de su abstracción cantándole el estribillo “Ando bien pedo, bien loco, cantándole al recuerdo mis penas, gritándole al olvido”. Pero resulta que el dueño del teléfono es un tipo considerado, que sintió todas las miradas en su espalda y habla en lo que él cree es voz baja: “Güey, no puedo hablar, estoy en el cine. QUE NO PUEDO HABLAR, estoy en el cine, te hablo luego”. Toda la sala, pues, se entera de que es un tipo considerado que no puede hablar porque está en el cine, pero la consideración no le da ni para contestar afuera, ni para acallar el timbre del aparato.
Los comentaristas. Casi siempre se trata de una pareja en que el varón trata de impresionar a la chica con su capacidad de análisis y deducción. “Lo va a matar”. Siguiente escena: “Ves, qué te dije, que lo iba a matar”. Siguiente toma “Ese fue”. “Ves qué te dije, que ese era, no, si se veía clarito que ese era”. Y así hasta llegar al ansiado The End.
El crítico. Suele ser un chamaco que luego de descubrir que existen películas en otros idiomas, además del inglés y el español, se cree que la cinta no lo merece. Cada tantos minutos emite su opinión lo suficientemente alto para que quienes lo acompañan, y los de la filas inmediatas lo escuchen: “pues las tomas no me convencen, y el argumento está dos tres, la fotografía como que no es muy buena” y así sucesivamente hasta que aparece la palabra Fin.
El foco de infección. Ahí está Usted, metido en la trama, apaciguando el ansia con palomitas y refresco cuando de pronto siente algo en su espalda, algo húmedo, instintivamente se lleva la mano y de pronto repara en que esa humedad fue precedida de un ¡COF! ¡COF! emitido por el que está en la fila de atrás. En ese momento pasan por su mente todos los anuncios y recomendaciones sobre la influenza que vio y escuchó. El vecino continuará con su ataque de tos, carraspeará y escupirá y Usted, se tallará una y otra vez la mano en la butaca, dejará sus palomitas y clamará por un chorrito de gel antibacterial.
El equivocado. Hay cinco salas en el complejo de cine, en cuatro de ellas se exhiben películas para niños. Sólo una proyecta algo para adolescentes y adultos, y esa es a la que va Usted. Se acomoda en el asiento y una voz infantil indica que alguien, cercano a su lugar, se brincó la clasificación y llevó a sus chamacos cuyas edades no rebasan los seis años. Esta su amiga fue a ver El Origen, un señor llegó con sus dos plebes y se sentó en la fila de atrás. En lo que la escuincla acababa con un tambo jumbo de palomitas y un vaso igual de refresco, el pater familia le inventaba subtítulos a la plebe que en cada diálogo exigía: “qué dicen papá”. Cuando se terminó el bastimento, la chamaca empezó a cantar y a bailar y ahí me tiene Usted, entre el “Je ne regrette rien” de Edith Piaf y las rolas de Patito, en versión doméstica.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de película.
miércoles, 4 de agosto de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
¡Ah! Que inche calor está haciendo, buen día.
Ese es el saludo culichi para los veranos. “¡Ah! Que inche calor está haciendo” es prefijo para buen día, buena tarde o buena noche; para solicitar un vaso de agua (a que inche calor está haciendo, por favor dame un vaso de agua); para avisar que ya llegó a casa (a que inche calor está haciendo, vengo empapado), o que ya salió con rumbo a equis lugar (a que inche calor está haciendo, ni modo, me voy por la sombra). En las pocas expresiones que se salvan del prefijo está el “bueno” con el cual se contesta el teléfono.
Tanto espray para levantar y sostener los copetones que se usaron en los horribles 80’s no fueron en vano. Ese reto de los peinados a la ley de gravedad debió tener su precio, y así fue el agujero que le hicimos a la capa de ozono a punta de acua net y de super punk, que ahora estamos pagando las consecuencias con un sol inclemente y un calor que no perdona.
Por la mañana no hay prenda lo suficientemente fresca. Si son pantalones de mezclilla
siente como se pegan al cuerpo; si son de gabardina en color claro, las marcas delatarán en qué parte está sudando. En blusas y camisas basta ver la sisa de las mangas para saber si el antitranspirante es tan efectivo como dice el envase.
Por la noche, todo fuera como dormir semidesnudo o totalmente bichi; si por cualquier motivo emplea pijama no está exento de pegar un brinco al creer que lo que se desliza por su espalda es algún insecto, en vez de un hilo de sudor.
Dicen que nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido. A la de la letra le tocó todavía un cachito de los veranos culichis en que al caer la noche, se cerraban rejas y zaguanes, se abrían las puertas y ventanas y, se sacaban al patio los catres. Esos muebles tan sencillos como frescos.
Por su frescura y practicidad los catres eran un mueble presente en gran parte de los hogares del Culiacán de entonces. Los había de lona o de jarcia, cada uno con sus pros y sus contras. Los de lona eran la mar de frescos, sólo había que ponerles alguna sábana encima, una almohada y listo, a descansar se ha dicho. El inconveniente era que la lona, asegurada con tachuelas, se iba rayendo con el uso y, cuando menos lo esperaba, el más dulce sueño era interrumpido por el grito de susto y dolor de aquel que había ido a dar contra el suelo porque la lona cedió. No fueron pocos los casos en que al preguntar el origen de algún chipote o morete la respuesta fue “me caí, el catre se rompió”.
Como para todo hay maña (menos para la muerte) si era la primera vez que se rompía la lona, a esta se le hacía un doblez y se volvía a asegurar con tachuelas. Una vez reparada la tela, se trepaba al catre despacio, cuidando el peso que se iba añadiendo a medida que uno subía. Una vez con todo el cuerpo arriba, si no azotaba de inmediato significaba que la compostura había funcionado. Aún así, se acostaba preocupado por no sumar un nuevo golpe, en cuanto el sueño lo vencía se acababa tal pendiente. Así pasaban los días hasta que ahí va de nuevo al suelo, para que no se le olvidara que todo por servir se acaba y acaba por no servir.
Los catres de jarcia no se rompían como los de lona, su inconveniente era que picaban. A los catres de jarcia no bastaba con cubrirlos con una sábana o alguna colcha delgada, pues los hilos de la fibra lograban traspasarlas y se clavaban incómodamente en la humanidad del durmiente. Había que ponerles una colchoneta encima para poder utilizarlos; esa colchoneta era la que los hacía menos frescos que los de lona, y aunque también la jarcia se rompía, resultaba sí, más durable.
Cuando se tendía el catre se revisaba que estuviera libre de arañas, chinches, alacranes o algún insecto que encontrara en la madera del catre el mejor lugar para esconderse y hospedarse, produciendo al usuario algún piquete que fuera de incómodo a grave.
Pero había algo que no solía revisarse y era el punto débil de todo catre: la tuerca y el tornillo que sostenían las patas. De tanto ponerse y quitarse era común que fueran tomando juego sin que el usuario se percatara. Escuchar en medio de la noche el sonido “klinc” significaba que la caída era inminente, más tardaba en decir “¡el tornillo!” que en oír y/o sentir el golpe.
La modernidad popularizó los catres de campaña y cada vez fue más difícil encontrar catres de lona o jarcia, o las piezas para repararlos. Los de campaña tenían el gran inconveniente en que si no los desdoblaba o no los aseguraba bien la caída era temprana y estrepitosa. Además, había que tener mucho cuidado en que los resortes que sostenían el peso no tocaran el cuerpo porque el pellizcón era dolorosísimo.
La presencia de los catres de campaña en los hogares culichis fue efímera. Culiacán estaba cambiando. Dejó de ser seguro dormir en el patio de su propia casa, las rejas y los zaguanes se reforzaron, a las ventanas se les colocaron mayores protecciones y se cerraron, y a las puertas se les añadieron chapas de seguridad. Comenzaba una nueva época.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en puertas y ventanas estén abiertas a la felicidad.
Marisa Pineda
¡Ah! Que inche calor está haciendo, buen día.
Ese es el saludo culichi para los veranos. “¡Ah! Que inche calor está haciendo” es prefijo para buen día, buena tarde o buena noche; para solicitar un vaso de agua (a que inche calor está haciendo, por favor dame un vaso de agua); para avisar que ya llegó a casa (a que inche calor está haciendo, vengo empapado), o que ya salió con rumbo a equis lugar (a que inche calor está haciendo, ni modo, me voy por la sombra). En las pocas expresiones que se salvan del prefijo está el “bueno” con el cual se contesta el teléfono.
Tanto espray para levantar y sostener los copetones que se usaron en los horribles 80’s no fueron en vano. Ese reto de los peinados a la ley de gravedad debió tener su precio, y así fue el agujero que le hicimos a la capa de ozono a punta de acua net y de super punk, que ahora estamos pagando las consecuencias con un sol inclemente y un calor que no perdona.
Por la mañana no hay prenda lo suficientemente fresca. Si son pantalones de mezclilla
siente como se pegan al cuerpo; si son de gabardina en color claro, las marcas delatarán en qué parte está sudando. En blusas y camisas basta ver la sisa de las mangas para saber si el antitranspirante es tan efectivo como dice el envase.
Por la noche, todo fuera como dormir semidesnudo o totalmente bichi; si por cualquier motivo emplea pijama no está exento de pegar un brinco al creer que lo que se desliza por su espalda es algún insecto, en vez de un hilo de sudor.
Dicen que nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido. A la de la letra le tocó todavía un cachito de los veranos culichis en que al caer la noche, se cerraban rejas y zaguanes, se abrían las puertas y ventanas y, se sacaban al patio los catres. Esos muebles tan sencillos como frescos.
Por su frescura y practicidad los catres eran un mueble presente en gran parte de los hogares del Culiacán de entonces. Los había de lona o de jarcia, cada uno con sus pros y sus contras. Los de lona eran la mar de frescos, sólo había que ponerles alguna sábana encima, una almohada y listo, a descansar se ha dicho. El inconveniente era que la lona, asegurada con tachuelas, se iba rayendo con el uso y, cuando menos lo esperaba, el más dulce sueño era interrumpido por el grito de susto y dolor de aquel que había ido a dar contra el suelo porque la lona cedió. No fueron pocos los casos en que al preguntar el origen de algún chipote o morete la respuesta fue “me caí, el catre se rompió”.
Como para todo hay maña (menos para la muerte) si era la primera vez que se rompía la lona, a esta se le hacía un doblez y se volvía a asegurar con tachuelas. Una vez reparada la tela, se trepaba al catre despacio, cuidando el peso que se iba añadiendo a medida que uno subía. Una vez con todo el cuerpo arriba, si no azotaba de inmediato significaba que la compostura había funcionado. Aún así, se acostaba preocupado por no sumar un nuevo golpe, en cuanto el sueño lo vencía se acababa tal pendiente. Así pasaban los días hasta que ahí va de nuevo al suelo, para que no se le olvidara que todo por servir se acaba y acaba por no servir.
Los catres de jarcia no se rompían como los de lona, su inconveniente era que picaban. A los catres de jarcia no bastaba con cubrirlos con una sábana o alguna colcha delgada, pues los hilos de la fibra lograban traspasarlas y se clavaban incómodamente en la humanidad del durmiente. Había que ponerles una colchoneta encima para poder utilizarlos; esa colchoneta era la que los hacía menos frescos que los de lona, y aunque también la jarcia se rompía, resultaba sí, más durable.
Cuando se tendía el catre se revisaba que estuviera libre de arañas, chinches, alacranes o algún insecto que encontrara en la madera del catre el mejor lugar para esconderse y hospedarse, produciendo al usuario algún piquete que fuera de incómodo a grave.
Pero había algo que no solía revisarse y era el punto débil de todo catre: la tuerca y el tornillo que sostenían las patas. De tanto ponerse y quitarse era común que fueran tomando juego sin que el usuario se percatara. Escuchar en medio de la noche el sonido “klinc” significaba que la caída era inminente, más tardaba en decir “¡el tornillo!” que en oír y/o sentir el golpe.
La modernidad popularizó los catres de campaña y cada vez fue más difícil encontrar catres de lona o jarcia, o las piezas para repararlos. Los de campaña tenían el gran inconveniente en que si no los desdoblaba o no los aseguraba bien la caída era temprana y estrepitosa. Además, había que tener mucho cuidado en que los resortes que sostenían el peso no tocaran el cuerpo porque el pellizcón era dolorosísimo.
La presencia de los catres de campaña en los hogares culichis fue efímera. Culiacán estaba cambiando. Dejó de ser seguro dormir en el patio de su propia casa, las rejas y los zaguanes se reforzaron, a las ventanas se les colocaron mayores protecciones y se cerraron, y a las puertas se les añadieron chapas de seguridad. Comenzaba una nueva época.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en puertas y ventanas estén abiertas a la felicidad.
lunes, 12 de julio de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
Domingo de final futbolera. ¿Cómo acompañará el partido? ¿Una carnita asada, quesadillitas, salsita? ¿O un cevichito con sus tostaditas? ¿Unas cervecitas? Algo leve, con la familia.
Dicen los que dicen saber que los mexicanos nos distinguimos por el uso excesivo de diminutivos. A riesgo de que me diga apátrida o malinchista, a la de la letra eso de hablar todo en diminutivo la harta. Podrá decirme que es por cariño, por respeto, por humildad, por lo que guste. Pero decir que una persona está cieguita, no le regresa ni por tantito la visión. Si una pesa arriba de 100 kilos, decirle gordita sólo es liposucción verbal, en la báscula no le quita ni un gramo.
Del uso excesivo de diminutivos están plagadas las pláticas. Si se comparte una receta de cocina hay que tener mucho cuidado y mayor intuición para encontrar la diferencia entre una cucharadita, poquita, tantita y una cosita de nada de determinado ingrediente. Eso suele resolverse echando la cantidad poco a poco –o poquito a poquito, si lo prefiere-, hasta dar con el sabor ideal. Luego vendrá la prueba de fuego: cocinarlo. “Me dijo que se mete al horno no más tantito, pero ya lleva cuarenta minutos y sigue crudo”.
¡Uy! Los diminutivos y el tiempo. ¿Cuántas relaciones se habrán atrofiado por la libre interpretación de la palabra “ahorita”? Si se desespera porque le dijeron que un guiso se ponía al fuego no más tantito y a los cuarenta minutos sigue crudo, imagínese si su pareja le dijo que ya iba por Usted “ahorita” y de eso hace cuarenta minutos. El enojómetro pasa peligrosamente del ámbar al rojo y aumenta minuto a minuto.
Los diminutivos y el tiempo mantienen una extraña relación. Además del “ahorita”, que me dice de los cinco minutitos cuando suena el despertador; o de cuando al hacer un trámite atropella a todos los de la fila, se planta a mero adelante y trata de mitigar las mentadas que recibe argumentando: sólo voy a hacer una pregunta, no le quito ni un minutito.
O cuando el diminutivo en el tiempo alcanza niveles risibles, al pedir “aplícate sólo dos horitas en eso”, como si los 120 minutitos que forman esas dos horitas transcurrieran de manera distinta al tiempo carente de las terminaciones ito e ita.
Muy posiblemente esas horitas sean las de los martecitos, miercolitos, juevecitos, viernecitos, sabaditos y dominguitos. Y hasta ahí llegan los diminutivos, porque los lunes jamás son lunecitos. Los lunes son los lunes.
Está también la relación inversamente proporcional del diminutivo con los precios. ¿Cuánto cuesta? “Está carito”. Si la respuesta hubiera sido caro, significaría que al menos existe la remota posibilidad de adquirirlo, pero si está “carito” olvídelo, “carito” es un eufemismo para decir que está totalmente fuera de la capacidad adquisitiva de quien pregunta.
Y cuando llegamos al plano sentimental, nos perdimos; porque los diminutivos tienen tantos significados como número de personas los apliquen. La diferencia entre “cariñito”, “pedacito”, “chiquito” como expresiones de afecto y como sarcasmos, es una línea muy fina que sólo conocen dos y, a veces, apenas uno: quien lo dice. Tarde de juevecito con cafecito y besitos con mi cariñito, sólo quien la pronuncia sabe si se trata de la más amelcochada muestra de amor o de una burla agazapada.
Igual cuando en aras de no pasar por malo o grosero, en vez de decirle a alguien pobre endejo, se aplica “cosita” o “cositas”, o el manido “vidita”. Precedido de la interjección ¡ay! Y pronunciado con un falso tono de dulzura: “¡Aaay! Cosiiiitaaas (escriba sobre la línea punteada el complemento: cree que le aumentarán el sueldo, cree que le es fiel, etcétera)…”
En el terreno sexual los diminutivos juegan un papel preponderante. En ese afán que tenemos los seres humanos por complicarnos la vida, echamos mano de ellos cuando le enseñamos a los niños cómo se llama su órgano reproductor: “palomita”, “pajarito”, “cosita” y al rato todos sonrojados ante el plebe preguntándonos a grito abierto en medio de la gente por qué su “palomita” se llama igual que las que venden en el cine. O “por qué esa señora le dice Cosita a ese señor”.
Peor aún cuando tenemos que explicar, a quien sea, la enorme diferencia que hay entre “aquello” y “aquellito”.
En la relación de los diminutivos y el sexo está el origen de uno de los más populares albures, que con el paso del tiempo se ha convertido en una expresión políticamente correcta: Qué tanto es tantito.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en que la dicha llegue sin diminutivos.
Marisa Pineda
Domingo de final futbolera. ¿Cómo acompañará el partido? ¿Una carnita asada, quesadillitas, salsita? ¿O un cevichito con sus tostaditas? ¿Unas cervecitas? Algo leve, con la familia.
Dicen los que dicen saber que los mexicanos nos distinguimos por el uso excesivo de diminutivos. A riesgo de que me diga apátrida o malinchista, a la de la letra eso de hablar todo en diminutivo la harta. Podrá decirme que es por cariño, por respeto, por humildad, por lo que guste. Pero decir que una persona está cieguita, no le regresa ni por tantito la visión. Si una pesa arriba de 100 kilos, decirle gordita sólo es liposucción verbal, en la báscula no le quita ni un gramo.
Del uso excesivo de diminutivos están plagadas las pláticas. Si se comparte una receta de cocina hay que tener mucho cuidado y mayor intuición para encontrar la diferencia entre una cucharadita, poquita, tantita y una cosita de nada de determinado ingrediente. Eso suele resolverse echando la cantidad poco a poco –o poquito a poquito, si lo prefiere-, hasta dar con el sabor ideal. Luego vendrá la prueba de fuego: cocinarlo. “Me dijo que se mete al horno no más tantito, pero ya lleva cuarenta minutos y sigue crudo”.
¡Uy! Los diminutivos y el tiempo. ¿Cuántas relaciones se habrán atrofiado por la libre interpretación de la palabra “ahorita”? Si se desespera porque le dijeron que un guiso se ponía al fuego no más tantito y a los cuarenta minutos sigue crudo, imagínese si su pareja le dijo que ya iba por Usted “ahorita” y de eso hace cuarenta minutos. El enojómetro pasa peligrosamente del ámbar al rojo y aumenta minuto a minuto.
Los diminutivos y el tiempo mantienen una extraña relación. Además del “ahorita”, que me dice de los cinco minutitos cuando suena el despertador; o de cuando al hacer un trámite atropella a todos los de la fila, se planta a mero adelante y trata de mitigar las mentadas que recibe argumentando: sólo voy a hacer una pregunta, no le quito ni un minutito.
O cuando el diminutivo en el tiempo alcanza niveles risibles, al pedir “aplícate sólo dos horitas en eso”, como si los 120 minutitos que forman esas dos horitas transcurrieran de manera distinta al tiempo carente de las terminaciones ito e ita.
Muy posiblemente esas horitas sean las de los martecitos, miercolitos, juevecitos, viernecitos, sabaditos y dominguitos. Y hasta ahí llegan los diminutivos, porque los lunes jamás son lunecitos. Los lunes son los lunes.
Está también la relación inversamente proporcional del diminutivo con los precios. ¿Cuánto cuesta? “Está carito”. Si la respuesta hubiera sido caro, significaría que al menos existe la remota posibilidad de adquirirlo, pero si está “carito” olvídelo, “carito” es un eufemismo para decir que está totalmente fuera de la capacidad adquisitiva de quien pregunta.
Y cuando llegamos al plano sentimental, nos perdimos; porque los diminutivos tienen tantos significados como número de personas los apliquen. La diferencia entre “cariñito”, “pedacito”, “chiquito” como expresiones de afecto y como sarcasmos, es una línea muy fina que sólo conocen dos y, a veces, apenas uno: quien lo dice. Tarde de juevecito con cafecito y besitos con mi cariñito, sólo quien la pronuncia sabe si se trata de la más amelcochada muestra de amor o de una burla agazapada.
Igual cuando en aras de no pasar por malo o grosero, en vez de decirle a alguien pobre endejo, se aplica “cosita” o “cositas”, o el manido “vidita”. Precedido de la interjección ¡ay! Y pronunciado con un falso tono de dulzura: “¡Aaay! Cosiiiitaaas (escriba sobre la línea punteada el complemento: cree que le aumentarán el sueldo, cree que le es fiel, etcétera)…”
En el terreno sexual los diminutivos juegan un papel preponderante. En ese afán que tenemos los seres humanos por complicarnos la vida, echamos mano de ellos cuando le enseñamos a los niños cómo se llama su órgano reproductor: “palomita”, “pajarito”, “cosita” y al rato todos sonrojados ante el plebe preguntándonos a grito abierto en medio de la gente por qué su “palomita” se llama igual que las que venden en el cine. O “por qué esa señora le dice Cosita a ese señor”.
Peor aún cuando tenemos que explicar, a quien sea, la enorme diferencia que hay entre “aquello” y “aquellito”.
En la relación de los diminutivos y el sexo está el origen de uno de los más populares albures, que con el paso del tiempo se ha convertido en una expresión políticamente correcta: Qué tanto es tantito.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en que la dicha llegue sin diminutivos.
lunes, 5 de julio de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
El Muchacrema ha subido al cuadrilátero. Viste de gala, como siempre que se trata de una contienda estelar. Gala que para él es un traje de tres piezas, en tela brillosa y color vistoso, recamado en solapas y puños con lentejuela. La camisa, blanca, como dictan los cánones de la elegancia, tiene olanes que alcanzan a asomarse sobre la parte superior del chaleco. Perfectamente rasurado (a la antigüita: toalla caliente, brocha y navaja). En el pelo tanta brillantina, que el cabello en vez de peinarlo parece que lo esculpió. Los zapatos de charol negro espejean, reflejando las luces y todo lo que se les pone enfrente. El Muchacrema se planta al centro del cuadrilátero, toma el micrófono y con seriedad pronuncia:
Respetable público. Luuucharaaán a una sola caída, con límite de tiempo. Sin empate. Sin indulto. Sin esquina neutral. Los gladiadores lucharán al estilo técnico, ambos. La batalla estelar se espera larga, un drama. Se pide a las porras guardar la compostura para no empañar la contienda.
La afición por determinado deporte de alguna manera marca las expresiones y el modo de ir por la vida. Este domingo 4 de julio es día de elecciones en Sinaloa (y en otros once estados) y en esas charlas de café, en las que uno resuelve los problemas nacionales e internacionales en lo que se consume un expresso o dos americanos, hay quienes dicen que el proceso aquí se irá “a extrainning”, a “tiempos extras” e incluso “a penales”. Para quienes seguimos la lucha libre eso nos es ajeno.
En el deporte del pancracio es excepcional que hoy en día se de una lucha con límite de tiempo (como la electoral en que las leyes establecen plazos) y el indulto es apenas una referencia de lo que no obtendrás, o que si lo obtienes prefieres declinar para salvar el honor y caer de cara al sol, en vez de quedar arrodillado.
No obstante ser esporádicas, las luchas con límite de tiempo van a una sola caída y tienen como sello distintivo la fiereza y la inteligencia con que se desarrollan. Son una extraña mezcla de intuición y análisis, aplicados a una velocidad que no deja margen para errores. Los errores se estudiarán después, se diseccionarán sus causas, pero eso será ya mera enseñanza.
En A dos de tres nos aprestamos a acudir a votar este domingo 4 de julio. Los del departamento de Vida y Estilo sugieren outfit casual (pantalón de mezclilla y playera blanca o beige, lisa, sin nada de adornos) porque en la casilla no quieren que el votante acuda con ropa del color de alguno de los partidos. Como ahorita hay cada mezcla de color, recomiendan asistir en tonos neutros. Los de Estudios Económicos y del Consumidor recomiendan ir temprano: dedo manchado (con tinta indeleble) descuento garantizado. Votas, dicen, y de ahí vas a hacer válido tu descuento en restaurantes y/o tiendas. El acudir temprano permite buscar bien entre la mercancía y no conformarte con hurgar entre lo que dejaron los madrugadores.
La de la letra irá por una razón más romántica, cívica o como le quiera llamar: En cada vez más ocasiones pareciera que el único derecho que quedara por ejercer es el de pataleo, pero resulta que está también el del sufragio y hay que hacer uso de él. Es un derecho que ha costado sangre para conquistarlo, y dinero para preservarlo. Si no échele pluma: sueldos de los funcionarios electorales de todos los niveles, prerrogativas a los partidos políticos, compra de material para cada casilla, impresión de boletas, combustible para el traslado del material, y una larga lista de etcéteras.
Además, sería una grosería dejar plantados a los funcionarios de casilla que, esos sí por mera responsabilidad civil, madrugaron para revisar y acomodar el material electoral, armar las urnas y esa estructura en la cual usted va a marcar la boleta. Sería bien feíto dejarlos plantados.
En A dos de tres lo invitamos a votar, no le vamos a decir por quien, esa es decisión suya. Ya bastante tuvo con toda la propaganda que recibió en su correo electrónico, en el teléfono celular, en el de su casa, en las calles, en el cielo (no, no era el circo Rolex, era un candidato), al ritmo de las canciones de moda y hasta de las clásicas populares. A estas alturas seguro sabe a quien tachará en la boleta.
Por cierto, eso me recordó la anécdota de un candidato a diputado que al llegar a una comunidad le dijeron de todo y este respondió: ya sé que no me quieren, por eso, cuando vean mi foto en la boleta, táchenla, pónganle una cruz.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de elecciones acertadas.
Marisa Pineda
El Muchacrema ha subido al cuadrilátero. Viste de gala, como siempre que se trata de una contienda estelar. Gala que para él es un traje de tres piezas, en tela brillosa y color vistoso, recamado en solapas y puños con lentejuela. La camisa, blanca, como dictan los cánones de la elegancia, tiene olanes que alcanzan a asomarse sobre la parte superior del chaleco. Perfectamente rasurado (a la antigüita: toalla caliente, brocha y navaja). En el pelo tanta brillantina, que el cabello en vez de peinarlo parece que lo esculpió. Los zapatos de charol negro espejean, reflejando las luces y todo lo que se les pone enfrente. El Muchacrema se planta al centro del cuadrilátero, toma el micrófono y con seriedad pronuncia:
Respetable público. Luuucharaaán a una sola caída, con límite de tiempo. Sin empate. Sin indulto. Sin esquina neutral. Los gladiadores lucharán al estilo técnico, ambos. La batalla estelar se espera larga, un drama. Se pide a las porras guardar la compostura para no empañar la contienda.
La afición por determinado deporte de alguna manera marca las expresiones y el modo de ir por la vida. Este domingo 4 de julio es día de elecciones en Sinaloa (y en otros once estados) y en esas charlas de café, en las que uno resuelve los problemas nacionales e internacionales en lo que se consume un expresso o dos americanos, hay quienes dicen que el proceso aquí se irá “a extrainning”, a “tiempos extras” e incluso “a penales”. Para quienes seguimos la lucha libre eso nos es ajeno.
En el deporte del pancracio es excepcional que hoy en día se de una lucha con límite de tiempo (como la electoral en que las leyes establecen plazos) y el indulto es apenas una referencia de lo que no obtendrás, o que si lo obtienes prefieres declinar para salvar el honor y caer de cara al sol, en vez de quedar arrodillado.
No obstante ser esporádicas, las luchas con límite de tiempo van a una sola caída y tienen como sello distintivo la fiereza y la inteligencia con que se desarrollan. Son una extraña mezcla de intuición y análisis, aplicados a una velocidad que no deja margen para errores. Los errores se estudiarán después, se diseccionarán sus causas, pero eso será ya mera enseñanza.
En A dos de tres nos aprestamos a acudir a votar este domingo 4 de julio. Los del departamento de Vida y Estilo sugieren outfit casual (pantalón de mezclilla y playera blanca o beige, lisa, sin nada de adornos) porque en la casilla no quieren que el votante acuda con ropa del color de alguno de los partidos. Como ahorita hay cada mezcla de color, recomiendan asistir en tonos neutros. Los de Estudios Económicos y del Consumidor recomiendan ir temprano: dedo manchado (con tinta indeleble) descuento garantizado. Votas, dicen, y de ahí vas a hacer válido tu descuento en restaurantes y/o tiendas. El acudir temprano permite buscar bien entre la mercancía y no conformarte con hurgar entre lo que dejaron los madrugadores.
La de la letra irá por una razón más romántica, cívica o como le quiera llamar: En cada vez más ocasiones pareciera que el único derecho que quedara por ejercer es el de pataleo, pero resulta que está también el del sufragio y hay que hacer uso de él. Es un derecho que ha costado sangre para conquistarlo, y dinero para preservarlo. Si no échele pluma: sueldos de los funcionarios electorales de todos los niveles, prerrogativas a los partidos políticos, compra de material para cada casilla, impresión de boletas, combustible para el traslado del material, y una larga lista de etcéteras.
Además, sería una grosería dejar plantados a los funcionarios de casilla que, esos sí por mera responsabilidad civil, madrugaron para revisar y acomodar el material electoral, armar las urnas y esa estructura en la cual usted va a marcar la boleta. Sería bien feíto dejarlos plantados.
En A dos de tres lo invitamos a votar, no le vamos a decir por quien, esa es decisión suya. Ya bastante tuvo con toda la propaganda que recibió en su correo electrónico, en el teléfono celular, en el de su casa, en las calles, en el cielo (no, no era el circo Rolex, era un candidato), al ritmo de las canciones de moda y hasta de las clásicas populares. A estas alturas seguro sabe a quien tachará en la boleta.
Por cierto, eso me recordó la anécdota de un candidato a diputado que al llegar a una comunidad le dijeron de todo y este respondió: ya sé que no me quieren, por eso, cuando vean mi foto en la boleta, táchenla, pónganle una cruz.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de elecciones acertadas.
lunes, 28 de junio de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
(Aviso: No se lea si está comiendo)
Chomp, chomp… ahí está la de la letra, empacándose un sandwich (alimento de moda en estos tiempos futboleros). En apego a la costumbre adquirida en la lejana infancia, ha dejado para el final un bocado que contiene doble ración de queso y otro tanto de jamón. Se saborea, está a punto de echárselo a la boca cuando en el televisor aparece una mano enguantada abriéndose paso a punta de bisturí entre carnes ensangrentadas. Es el anuncio de un medicamento para las várices… yiiiuk… adiós apetito.
Sin ser propiamente asquerosa, reconozco que el susodicho comercial tuvo la peculiaridad de ser por demás explícito y, sobre todo, tomarme con la guardia baja. Ahí estaba yo, en la comodidad de casa, instalada en la fodonga, viendo televisión en lo que saboreaba un sandwich que me sabía a gloria, cuando de pronto, que me pescan las imágenes aquellas, como sacadas de una clase de cirugía.
Al comentar el incidente, este se convirtió en una especie de sondeo imprevisto, el cual arrojó: 1.- Que no era la única a la cual se le había espantado el apetito por la publicidad del medicamento antivaricoso y 2.- Que había otros a quienes les había ido peor. Varios relataron que justo cuando estaban a punto de pasarse el bocado, fueron asaltados por las imágenes del comercial que ilustra cómo se forma una hemorroide y como se opera. Provecho.
El guardar para el final lo que más nos gusta de los alimentos parece confirmarse como uno de los hábitos más comunes. El ejemplo más claro es cuando al recibir una bolsa de dulces enseguida vaciamos el contenido y separamos las golosinas en orden de preferencia. La práctica, adquirida en la máxima expresión de la vida social infantil: las piñatas, muchos de nosotros la seguimos hasta el sol de hoy.
El Manual de Buenos Modales señala que no es de buen gusto platicar en la mesa sobre enfermedades o temas que puedan parecer escatológicos a los comensales. Hay quienes con sólo ver el plato ajeno sienten que su estómago se quiebra. “¡Cómo que le vas a poner cátsup a los huevos!”, “’Hígado encebollado, ¡qué asco!”. “¡Guácala!, cómo puedes comer ostiones o patas de mula” son, apenas, algunos ejemplos de las formas que existen para afectar el apetito propio o ajeno.
Sobre aviso no hay engaño, reza el refrán, y se aplica cuando uno está comiendo frente al televisor y sabe de qué se trata el programa. Tener como imagen de fondo un documental de National Geographic o Animal Planet, sobre “Los depredadores más salvajes del planeta”, no es precisamente para despertar el gusto. Si luego de ver a un grupo de hombres tundiéndole de arponazos a ballenas y delfines hasta destrozarlos, decide volverse vegetariano nadie lo cuestionará y hasta puede que lo entiendan y lo apoyen.
Sin embargo, eso es cuando a uno le advierten lo que viene. “Próximo programa: Los diez más espantosos ataques de cocodrilos”, si tiene en la mano un plato con comida el sentido común propone hacer zapping por la programación en tanto se echa el último bocado. Si para entonces el interés en la vida silvestre sigue, se puede regresar con la panza llena a ver como un cocodrilo mutila a sus víctimas.
Pero de eso, a que sin previa advertencia le presenten una mano enguantada hurgando y jalando músculos ensangrentados, hay mucha diferencia. No es grato descubrir entre el comercial de la bebida hidratante y el del suavizante de telas, a un señor con bata de laboratorio sugiriéndole que compre un medicamento para acabar con las venas varicosas (y sale una pierna a la cual se le ven las venas como telarañas) y evitar esto, y cuando dice “esto” aparece la mano empuñando un bisturí, abriéndose paso entre las carnes del paciente.
O bien ese otro señor igualmente de bata, con rostro adusto, quien le aclara que si siente que le pica la colita no es porque no se limpió bien sino porque a lo mejor tiene hemorroides. Enseguida le sugiere tomar el medicamento que ofrece para “evitar la dolorosa cirugía del recto”, y al ver las imágenes no queda la menor duda de que la cirugía del recto es dolorosa por necesidad.
Podrá haber quien dude de los resultados de dichos productos, pero su publicidad es por demás eficaz. En el minisondeo en que se convirtió la plática sobre el tema, alguien confesó que luego de ver los comerciales corrió a ver sus piernas y otro más aceptó haberle preguntado a un médico amigo si el susodicho medicamento para las hemorroides sirve para prevenirlas. En lo que todos concordamos es en que al final de los anuncios, por demás didácticos, en lo que aventamos el plato lanzamos el vano reclamo: “ingado, por qué pasan eso cuando uno está comiendo”.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones, en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en la que nada espante el apetito.
Marisa Pineda
(Aviso: No se lea si está comiendo)
Chomp, chomp… ahí está la de la letra, empacándose un sandwich (alimento de moda en estos tiempos futboleros). En apego a la costumbre adquirida en la lejana infancia, ha dejado para el final un bocado que contiene doble ración de queso y otro tanto de jamón. Se saborea, está a punto de echárselo a la boca cuando en el televisor aparece una mano enguantada abriéndose paso a punta de bisturí entre carnes ensangrentadas. Es el anuncio de un medicamento para las várices… yiiiuk… adiós apetito.
Sin ser propiamente asquerosa, reconozco que el susodicho comercial tuvo la peculiaridad de ser por demás explícito y, sobre todo, tomarme con la guardia baja. Ahí estaba yo, en la comodidad de casa, instalada en la fodonga, viendo televisión en lo que saboreaba un sandwich que me sabía a gloria, cuando de pronto, que me pescan las imágenes aquellas, como sacadas de una clase de cirugía.
Al comentar el incidente, este se convirtió en una especie de sondeo imprevisto, el cual arrojó: 1.- Que no era la única a la cual se le había espantado el apetito por la publicidad del medicamento antivaricoso y 2.- Que había otros a quienes les había ido peor. Varios relataron que justo cuando estaban a punto de pasarse el bocado, fueron asaltados por las imágenes del comercial que ilustra cómo se forma una hemorroide y como se opera. Provecho.
El guardar para el final lo que más nos gusta de los alimentos parece confirmarse como uno de los hábitos más comunes. El ejemplo más claro es cuando al recibir una bolsa de dulces enseguida vaciamos el contenido y separamos las golosinas en orden de preferencia. La práctica, adquirida en la máxima expresión de la vida social infantil: las piñatas, muchos de nosotros la seguimos hasta el sol de hoy.
El Manual de Buenos Modales señala que no es de buen gusto platicar en la mesa sobre enfermedades o temas que puedan parecer escatológicos a los comensales. Hay quienes con sólo ver el plato ajeno sienten que su estómago se quiebra. “¡Cómo que le vas a poner cátsup a los huevos!”, “’Hígado encebollado, ¡qué asco!”. “¡Guácala!, cómo puedes comer ostiones o patas de mula” son, apenas, algunos ejemplos de las formas que existen para afectar el apetito propio o ajeno.
Sobre aviso no hay engaño, reza el refrán, y se aplica cuando uno está comiendo frente al televisor y sabe de qué se trata el programa. Tener como imagen de fondo un documental de National Geographic o Animal Planet, sobre “Los depredadores más salvajes del planeta”, no es precisamente para despertar el gusto. Si luego de ver a un grupo de hombres tundiéndole de arponazos a ballenas y delfines hasta destrozarlos, decide volverse vegetariano nadie lo cuestionará y hasta puede que lo entiendan y lo apoyen.
Sin embargo, eso es cuando a uno le advierten lo que viene. “Próximo programa: Los diez más espantosos ataques de cocodrilos”, si tiene en la mano un plato con comida el sentido común propone hacer zapping por la programación en tanto se echa el último bocado. Si para entonces el interés en la vida silvestre sigue, se puede regresar con la panza llena a ver como un cocodrilo mutila a sus víctimas.
Pero de eso, a que sin previa advertencia le presenten una mano enguantada hurgando y jalando músculos ensangrentados, hay mucha diferencia. No es grato descubrir entre el comercial de la bebida hidratante y el del suavizante de telas, a un señor con bata de laboratorio sugiriéndole que compre un medicamento para acabar con las venas varicosas (y sale una pierna a la cual se le ven las venas como telarañas) y evitar esto, y cuando dice “esto” aparece la mano empuñando un bisturí, abriéndose paso entre las carnes del paciente.
O bien ese otro señor igualmente de bata, con rostro adusto, quien le aclara que si siente que le pica la colita no es porque no se limpió bien sino porque a lo mejor tiene hemorroides. Enseguida le sugiere tomar el medicamento que ofrece para “evitar la dolorosa cirugía del recto”, y al ver las imágenes no queda la menor duda de que la cirugía del recto es dolorosa por necesidad.
Podrá haber quien dude de los resultados de dichos productos, pero su publicidad es por demás eficaz. En el minisondeo en que se convirtió la plática sobre el tema, alguien confesó que luego de ver los comerciales corrió a ver sus piernas y otro más aceptó haberle preguntado a un médico amigo si el susodicho medicamento para las hemorroides sirve para prevenirlas. En lo que todos concordamos es en que al final de los anuncios, por demás didácticos, en lo que aventamos el plato lanzamos el vano reclamo: “ingado, por qué pasan eso cuando uno está comiendo”.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones, en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en la que nada espante el apetito.
martes, 15 de junio de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
“Dónde te agarró el fútbol…”
Inició el Mundial y al primer silbatazo las calles de Culiacán quedaron solas. Por allá un peatón corriendo buscaba un sitio con televisor como quien busca una marquesina para protegerse de un aguacero. La de la letra no fue la excepción y cuando corría a su refugio, viandas en mano, recordó la guapachosa canción del tabasqueño Francisco José Hernández Mandujano, popularmente conocido como Chico Ché, “Dónde te agarró el temblor”, que en este caso fue “Dónde te agarró el fútbol”.
En ese trayecto, esta su amiga se preguntaba también cómo estarían los corresponsales de A dos de tres en Sudáfrica (oh sí, los tenemos), esos que llegando, llegando, a Johannesburgo dieron con una carreta de tacos de carne asada, la cual resultó ser de un culichi quien terminó en la capital sudafricana. De Culiacán para el mundo.
En la oficina de la que forma parte la de la letra con setenta y dos horas de anticipación al juego inaugural se diseñó un operativo. Veinticuatro horas previas al silbatazo inicial los relojes se ajustaron a la misma hora y se repasó el plan. Nada debía salir mal, y así fue. Todo transcurrió con precisión quirúrgica conforme a lo previsto; excepto el marcador final, pero esa parte estaba encomendada a otros.
Los noventa minutos de hipnosis colectiva concluyeron, y despertamos para encontrarnos que futbolísticamente seguimos siendo el país del “si se puede”, porque el empate no nos alcanza para pasar a ser el país del “si se pudo”, al cual el señor Javier Aguirre llama a convertirnos en su promocional como motivador nacional.
Despertamos para descubrir que en lo que el Presidente asistía al juego inaugural, como indica el protocolo en estos casos, en México lindo y querido vivíamos el día más violento del sexenio con 85 asesinatos.
En la nota internacional, Radiofórmula reportaba que a los noventa minutos de iniciado el Mundial ya habían detenido al primer mexicano en Sudáfrica. El connacional consideró que a la estatua de Nelson Mandela le hacía falta un sombrero de charro y para pronto se trepó y se lo puso. Menos mal que la estatua tiene el puño cerrado, que si tuviera la mano extendida capaz que se nos ocurre ponerle al monumento al Premio Nobel de la Paz un bote de cerveza.
También en el plano internacional la fuga de petróleo continúa ajena a la euforia futbolera y mientras el Mundial empezaba a reunir los 26.000 millones de espectadores acumulados que se estiman, el papa Benedicto XVI pedía perdón a Dios y a las víctimas de abusos sexuales cometidos por sacerdotes.
En este primer cotejo mundialista corroboramos que el júbilo futbolero se vive ahora con un ojo al partido y otro cuidando que no nos la partan. La experiencia nos ha enseñado que aún cuando lo parece, el tiempo no se detiene con el silbatazo, y hay personas muy lejos de la cancha aprovechando cada jugada para encontrar nuevas maneras de faulear al pueblo.
El jueves es el próximo encuentro, vamos contra Francia y en menos de lo que se dice gol circulan de boca en boca y de “meil” en “meil” las plegarias a favor de la Selección Nacional: “San Wichito haz que anote el Chicharito” es, por corta y concisa, la más popular.
Está también la reciclada versión del Padre Nuestro: Padre nuestro que estás en Sudáfrica, venga a nosotros el quinto partido. Hágase tu voluntad tanto en el cuerpo técnico y como en los jugadores. Danos hoy el gol de cada día. Perdona a nuestros defensas, como también nosotros perdonamos al árbitro que nos ofende. No nos dejes al borde de la eliminación y llévanos a la final. Amén”.
El autor de semejante oración se pierde en el anonimato y el tiempo; la versión dista de ser nueva, sólo se le ha ido cambiando el nombre de la sede en una muestra de que la fe sigue viva. México siempre fiel.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones, en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en que mejore su marcador.
Marisa Pineda
“Dónde te agarró el fútbol…”
Inició el Mundial y al primer silbatazo las calles de Culiacán quedaron solas. Por allá un peatón corriendo buscaba un sitio con televisor como quien busca una marquesina para protegerse de un aguacero. La de la letra no fue la excepción y cuando corría a su refugio, viandas en mano, recordó la guapachosa canción del tabasqueño Francisco José Hernández Mandujano, popularmente conocido como Chico Ché, “Dónde te agarró el temblor”, que en este caso fue “Dónde te agarró el fútbol”.
En ese trayecto, esta su amiga se preguntaba también cómo estarían los corresponsales de A dos de tres en Sudáfrica (oh sí, los tenemos), esos que llegando, llegando, a Johannesburgo dieron con una carreta de tacos de carne asada, la cual resultó ser de un culichi quien terminó en la capital sudafricana. De Culiacán para el mundo.
En la oficina de la que forma parte la de la letra con setenta y dos horas de anticipación al juego inaugural se diseñó un operativo. Veinticuatro horas previas al silbatazo inicial los relojes se ajustaron a la misma hora y se repasó el plan. Nada debía salir mal, y así fue. Todo transcurrió con precisión quirúrgica conforme a lo previsto; excepto el marcador final, pero esa parte estaba encomendada a otros.
Los noventa minutos de hipnosis colectiva concluyeron, y despertamos para encontrarnos que futbolísticamente seguimos siendo el país del “si se puede”, porque el empate no nos alcanza para pasar a ser el país del “si se pudo”, al cual el señor Javier Aguirre llama a convertirnos en su promocional como motivador nacional.
Despertamos para descubrir que en lo que el Presidente asistía al juego inaugural, como indica el protocolo en estos casos, en México lindo y querido vivíamos el día más violento del sexenio con 85 asesinatos.
En la nota internacional, Radiofórmula reportaba que a los noventa minutos de iniciado el Mundial ya habían detenido al primer mexicano en Sudáfrica. El connacional consideró que a la estatua de Nelson Mandela le hacía falta un sombrero de charro y para pronto se trepó y se lo puso. Menos mal que la estatua tiene el puño cerrado, que si tuviera la mano extendida capaz que se nos ocurre ponerle al monumento al Premio Nobel de la Paz un bote de cerveza.
También en el plano internacional la fuga de petróleo continúa ajena a la euforia futbolera y mientras el Mundial empezaba a reunir los 26.000 millones de espectadores acumulados que se estiman, el papa Benedicto XVI pedía perdón a Dios y a las víctimas de abusos sexuales cometidos por sacerdotes.
En este primer cotejo mundialista corroboramos que el júbilo futbolero se vive ahora con un ojo al partido y otro cuidando que no nos la partan. La experiencia nos ha enseñado que aún cuando lo parece, el tiempo no se detiene con el silbatazo, y hay personas muy lejos de la cancha aprovechando cada jugada para encontrar nuevas maneras de faulear al pueblo.
El jueves es el próximo encuentro, vamos contra Francia y en menos de lo que se dice gol circulan de boca en boca y de “meil” en “meil” las plegarias a favor de la Selección Nacional: “San Wichito haz que anote el Chicharito” es, por corta y concisa, la más popular.
Está también la reciclada versión del Padre Nuestro: Padre nuestro que estás en Sudáfrica, venga a nosotros el quinto partido. Hágase tu voluntad tanto en el cuerpo técnico y como en los jugadores. Danos hoy el gol de cada día. Perdona a nuestros defensas, como también nosotros perdonamos al árbitro que nos ofende. No nos dejes al borde de la eliminación y llévanos a la final. Amén”.
El autor de semejante oración se pierde en el anonimato y el tiempo; la versión dista de ser nueva, sólo se le ha ido cambiando el nombre de la sede en una muestra de que la fe sigue viva. México siempre fiel.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones, en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en que mejore su marcador.
lunes, 7 de junio de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
Alguna vez ha entrado de colado a una fiesta. Yo también. Le ha ocurrido que una vez en ella lo atienden como un invitado más, de tal forma que de la incomodidad inicial pasa al absoluto confort, y de estar en un rincón, tratando de pasar desapercibido, se convierte en el alma del jolgorio, encabezando la fila de la conga, marcando el ritmo. Así se siente la de la letra cuando llega el Mundial de Fútbol.
Los cinco lectores (sí, ya tenemos cinco) saben perfectamente que lo mío, lo mío, no es el fútbol. Basta ver el título de este espacio para saber hacia dónde se inclinan las preferencias. Sin embargo, aún cuando en lucha libre México SÍ es potencia y marca las reglas, hay que conformarse con que la lucha ocupa en el país el segundo lugar en el gusto colectivo. El máximo ídolo que ha dado el deporte en la historia de nuestro país surgió de la lucha libre; el único héroe popular de carne y hueso que ha trascendido el tiempo y el espacio surgió de la lucha libre. Pero ni él, con todo su poder para derrotar a científicos locos, mafiosos, asesinos de la televisión, mujeres vampiro, momias, extraterrestres y objetos diabólicos (como un hacha) logró que la lucha ocupara el primer lugar en el gusto mexicano. Ese sitio está reservado para el fútbol.
En mi carácter de la colada de la fiesta que se empieza a sentir a gusto, reconozco que algo innato debe haber en el ser humano para que el fútbol tenga ese arrastre. Basta ver qué hace un bebé al dar sus primeros pasos cuando le ponen un balón enfrente: lo patea, es como un reflejo que con los años se pule y se coordina con el pensamiento hasta alcanzar, en algunos casos, niveles excelsos, producto de la suma de habilidad física con agilidad mental.
Para jugar fútbol no se necesita más que un balón. Creo que no exagero si digo que todos podemos recordar el regaño de alguna vecina cuyo cancel hizo las veces de portería allá en la infancia. O el colocar dos botes abajo del tendedero para delimitar el terreno del gol. Quién no escuchó en la infancia el “bolita por favor” o envió a la hermana menor a poner cara de muñeca para pedirle al vecino gruñón “que si por favor me da la pelota que se nos fue”.
De todo eso me acuerdo ahora que está por empezar un nuevo campeonato mundial plagado de afanes de lucro, de aquellos que ven en esos noventa minutos la cortina de humo ideal para afanes muy lejanos del espíritu deportivo. El más reciente ejemplo lo tenemos en el amistoso de México contra Italia, el campeón. Mientras caían los dos goles mexicanos, al Congreso de la Unión caía la iniciativa para gravar con el ocho por ciento, adicional a los impuestos que tienen ya, todos aquellos aparatos que puedan utilizarse para infligir la Ley de Derechos de Autor. Que si Usted quiere una computadora para que sus plebes hagan la tarea, o un celular con reproductor de música no más para apantallar, es lo diantres, como en ellos se puede infligir la citada ley, con eso es suficiente para que, de prosperar la iniciativa, le cobren ocho por ciento más por ellos. Esperemos los goles.
Está por empezar el Mundial, y si no se pone la verde, o la negra (que está bien bonita, me recuerda los trajes de buzo) será un apátrida. Estamos a un tris de que en México el tiempo transcurra en lapsos de 90 minutos, con intervalos para salir hechos la raya y recoger a los chamacos en la escuela, sacar el trabajo que le pidieron con urgencia, pasar al banco y, en síntesis, realizar las labores ordinarias del día a día.
La esperanza se pinta de verde, o de negro, y todo anticipa que la figura mexicana será el Chicharito (espero en Dios que a un padre enajenado no se le ocurra ponerle así a un hijo). Honestamente no creo que pasemos más allá de cuartos de final. Créame, me daría mucho gusto que me taparan la boca, sobre todo porque una línea aérea ya anunció que pondrá sus boletos a 500 pesos si México llega a esa etapa.
Ellos son más sinceros que los que ofrecen reembolsarle íntegramente el dinero que pagó por una pantalla tamaño jumbo, siempre y cuando el equipo Tricolor, que tiene muy buen corazón, se corone campeón en esta copa. Subrayan, no está de más: en esta.
A riesgo de que me borre de sus favoritos por pesimista, no creo que regresemos de Sudáfrica con el preciado trofeo en la maleta, por más que el señor Javier Aguirre se trepe al Ángel de la Independencia para aventarnos unas frases motivacionales, muy lejanas de aquel “México está jodido” que usó para sostener que ya no residiría más en el país cuya selección nacional dirige, a cambio de apenas cuatro millones de dólares.
Sí, porque mientras depositamos el ánimo nacional en las capacidades y destrezas de once jugadores (sólo once, para sostener el ánimo de más de 106 millones de personas. ¡Vamos muchachos!) entraremos en una amnesia temporal reforzada por la transmisión de los partidos de la selección en escuelas públicas (¿contará como clase de educación física?) en ese fenómeno llamado Mundial de Fútbol se nos olvidarán los niños muertos en la Guardería ABC, el asesinato -aún impune- de la socorrista Genoveva Rogers Lozoya, la mancha de petróleo que se dirige rumbo a Cancún, con las consabidas pérdidas al turismo que ello implicará. Y más vale que el Jefe Diego aparezca antes del viernes, preferentemente, antes del partido inaugural.
En A dos de tres ya nos uniformamos e incluimos en el atuendo una máscara de luchador; nos avituallamos con una pila de panes, mayonesa, carnes frías, quesos y legumbres para ponernos a hacer sándwiches, en lo que quienes deben hacen los goles.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones, por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de triunfos. ¡Gol!
Marisa Pineda
Alguna vez ha entrado de colado a una fiesta. Yo también. Le ha ocurrido que una vez en ella lo atienden como un invitado más, de tal forma que de la incomodidad inicial pasa al absoluto confort, y de estar en un rincón, tratando de pasar desapercibido, se convierte en el alma del jolgorio, encabezando la fila de la conga, marcando el ritmo. Así se siente la de la letra cuando llega el Mundial de Fútbol.
Los cinco lectores (sí, ya tenemos cinco) saben perfectamente que lo mío, lo mío, no es el fútbol. Basta ver el título de este espacio para saber hacia dónde se inclinan las preferencias. Sin embargo, aún cuando en lucha libre México SÍ es potencia y marca las reglas, hay que conformarse con que la lucha ocupa en el país el segundo lugar en el gusto colectivo. El máximo ídolo que ha dado el deporte en la historia de nuestro país surgió de la lucha libre; el único héroe popular de carne y hueso que ha trascendido el tiempo y el espacio surgió de la lucha libre. Pero ni él, con todo su poder para derrotar a científicos locos, mafiosos, asesinos de la televisión, mujeres vampiro, momias, extraterrestres y objetos diabólicos (como un hacha) logró que la lucha ocupara el primer lugar en el gusto mexicano. Ese sitio está reservado para el fútbol.
En mi carácter de la colada de la fiesta que se empieza a sentir a gusto, reconozco que algo innato debe haber en el ser humano para que el fútbol tenga ese arrastre. Basta ver qué hace un bebé al dar sus primeros pasos cuando le ponen un balón enfrente: lo patea, es como un reflejo que con los años se pule y se coordina con el pensamiento hasta alcanzar, en algunos casos, niveles excelsos, producto de la suma de habilidad física con agilidad mental.
Para jugar fútbol no se necesita más que un balón. Creo que no exagero si digo que todos podemos recordar el regaño de alguna vecina cuyo cancel hizo las veces de portería allá en la infancia. O el colocar dos botes abajo del tendedero para delimitar el terreno del gol. Quién no escuchó en la infancia el “bolita por favor” o envió a la hermana menor a poner cara de muñeca para pedirle al vecino gruñón “que si por favor me da la pelota que se nos fue”.
De todo eso me acuerdo ahora que está por empezar un nuevo campeonato mundial plagado de afanes de lucro, de aquellos que ven en esos noventa minutos la cortina de humo ideal para afanes muy lejanos del espíritu deportivo. El más reciente ejemplo lo tenemos en el amistoso de México contra Italia, el campeón. Mientras caían los dos goles mexicanos, al Congreso de la Unión caía la iniciativa para gravar con el ocho por ciento, adicional a los impuestos que tienen ya, todos aquellos aparatos que puedan utilizarse para infligir la Ley de Derechos de Autor. Que si Usted quiere una computadora para que sus plebes hagan la tarea, o un celular con reproductor de música no más para apantallar, es lo diantres, como en ellos se puede infligir la citada ley, con eso es suficiente para que, de prosperar la iniciativa, le cobren ocho por ciento más por ellos. Esperemos los goles.
Está por empezar el Mundial, y si no se pone la verde, o la negra (que está bien bonita, me recuerda los trajes de buzo) será un apátrida. Estamos a un tris de que en México el tiempo transcurra en lapsos de 90 minutos, con intervalos para salir hechos la raya y recoger a los chamacos en la escuela, sacar el trabajo que le pidieron con urgencia, pasar al banco y, en síntesis, realizar las labores ordinarias del día a día.
La esperanza se pinta de verde, o de negro, y todo anticipa que la figura mexicana será el Chicharito (espero en Dios que a un padre enajenado no se le ocurra ponerle así a un hijo). Honestamente no creo que pasemos más allá de cuartos de final. Créame, me daría mucho gusto que me taparan la boca, sobre todo porque una línea aérea ya anunció que pondrá sus boletos a 500 pesos si México llega a esa etapa.
Ellos son más sinceros que los que ofrecen reembolsarle íntegramente el dinero que pagó por una pantalla tamaño jumbo, siempre y cuando el equipo Tricolor, que tiene muy buen corazón, se corone campeón en esta copa. Subrayan, no está de más: en esta.
A riesgo de que me borre de sus favoritos por pesimista, no creo que regresemos de Sudáfrica con el preciado trofeo en la maleta, por más que el señor Javier Aguirre se trepe al Ángel de la Independencia para aventarnos unas frases motivacionales, muy lejanas de aquel “México está jodido” que usó para sostener que ya no residiría más en el país cuya selección nacional dirige, a cambio de apenas cuatro millones de dólares.
Sí, porque mientras depositamos el ánimo nacional en las capacidades y destrezas de once jugadores (sólo once, para sostener el ánimo de más de 106 millones de personas. ¡Vamos muchachos!) entraremos en una amnesia temporal reforzada por la transmisión de los partidos de la selección en escuelas públicas (¿contará como clase de educación física?) en ese fenómeno llamado Mundial de Fútbol se nos olvidarán los niños muertos en la Guardería ABC, el asesinato -aún impune- de la socorrista Genoveva Rogers Lozoya, la mancha de petróleo que se dirige rumbo a Cancún, con las consabidas pérdidas al turismo que ello implicará. Y más vale que el Jefe Diego aparezca antes del viernes, preferentemente, antes del partido inaugural.
En A dos de tres ya nos uniformamos e incluimos en el atuendo una máscara de luchador; nos avituallamos con una pila de panes, mayonesa, carnes frías, quesos y legumbres para ponernos a hacer sándwiches, en lo que quienes deben hacen los goles.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones, por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de triunfos. ¡Gol!
lunes, 31 de mayo de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
Pero qué papel vamos a hacer en Sudáfrica, uuey. No tenemos con qué, el Vasco va de disculpa en disculpa y de decir que el resultado lo enoja, pero no lo cambia.
- Sí, uuey. Nos falta hacer goles en vez de sandwichs. El que ya es la figura es el Chícharo, uuey.
Y de pronto: silencio. Bbbsss. ¡Ding!. De nuevo silencio.
“Con permiso”.
Más silencio. Bbbbsss. ¡Ding!
- Oye uey, nos hablamos para ver el partido, ¿no?
Claro uey.
Se ha preguntado alguna vez ¿Por qué al entrar a un elevador se le pone pausa a la plática?
Podría argumentarse que lo reducido del espacio obliga a no importunar a los demás con una charla que le es ajena; o que, dicho en palabras menos amables, no les importa. Sin embargo, esa teoría se derrumba cuando nos toca hacer fila. Ahí, no sólo no suspendemos la plática sino que nos sumamos a los temas de terceros y permitimos ir ganando interlocutores hasta que el llamado “el que sigue” desbarata aquel grupo informal y efímero, pero harto divertido.
No sé Usted, pero la de la letra ha logrado hacer, y mantener, estimas que surgieron haciendo fila en algún sitio. No así con la gente que se ha topado en el elevador.
Ahí, a lo más que ha llegado es a un saludo amable que da cuenta de la educación recibida (excepción hecha de la ocasión en que esta su amiga se topó en el elevador con una Figura y si bien no perdió las formas, no pudo evitar mantener descaradamente la vista en los zapatos que el señor llevaba ¿Quién era la Figura? Si se lo digo no me lo va a creer).
Y eso de los silencios en los ascensores no sé si es lo que hado lugar, en contraparte, a una de las fantasías sexuales más recurrentes: sostener algún encuentro íntimo en un elevador. Sí, porque cuando se hace un recuento de los lugares que figuran como sitios osados para una relación sexual, los elevadores están siempre presentes.
Es por demás curioso el poder que tienen esos aparatos para que, en cuanto se cierran las puertas, se imponga el silencio. Si alguien necesita continuar la plática lo hace más bien con murmullos, no importa que hable en un idioma diferente al nuestro. Hasta los orientales, que siempre andan en grupo y no sueltan la cámara de video ni para ir al baño, dejan de grabar al entrar a un ascensor.
Pero la reacción dentro de un elevador va más allá del cerrar la boca, pues cuando los labios callan los ojos empiezan a hablar. La primera reacción es ver el techo del aparato, y no precisamente como buscando una salida alterna en caso de que se atore.
Luego nos da por ver los foquitos que indican en qué piso vamos, como con un dejo de impaciencia; si el aparato es lento o se abre piso tras piso, cual camión urbano, la vista entonces pasa a los pies. Como niños castigados ahí va uno con la cabeza gacha hasta que escucha el reconfortante ¡Diing! indicando que ya llegamos.
Es curiosa la influencia silenciosa de los ascensores. Hace poco me tocó estar en un sitio en que el empleo del aparato ese era imprescindible; toda vez que subir y bajar dieciocho pisos, por lo menos diez veces al día, no era opción. Ahí tiene que cada que aplastaba el botón para “llamar” al aparato este daba toques. Una vez adentro apachurraba el botón para indicar el piso y otro toque. Por tres días completos al coincidir frente a los aparatos, como no queriendo la cosa, al primero que apachurraba la tecla le pedíamos “le aplastas por favor el 16” y “y el 18” y “el…” pero nadie decíamos lo que sentíamos al tocar el botón. El silencio protocolario del Manual de Buenas Maneras del Elevador así lo indicaba.
Hasta que por allá, al cuarto día, lejos de la silenciosa influencia del ascensor alguien se atrevió a alzar la voz y exponer “no sé Ustedes pero los elevadores de aquí me dan toques”. Fue como romper un dique. Enseguida empezamos a exponer los casos, y a compartir las argucias para evitar la levísima descarga eléctrica que, si bien nimia, por frecuente se volvió enfadosa. Desde quien ponía una mano en la pared tratando de hacer tierra, hasta la que no soltó una servilleta de papel que hacía las veces de aislante. Todos empezamos a barajar las posibles causas que provocaban aquel fenómeno. Que si los zapatos, que si el poliéster, que si la estática, que porque si somos muy corrientes. Finalmente, acordamos que la razón por la cual los botones de los elevadores aquellos daban toques era la alfombra que recubría prácticamente todo el lugar.
Resuelto el caso alguien observó ¿y por qué si a todos nos da toques nos habíamos quedado callados? La respuesta fue lo que dio tema hoy a A dos de tres: “porque ¿te has fijado que al entrar a un elevador todos nos quedamos callados?”.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en ascenso.
PD: Muchas gracias a quienes proporcionan mantenimiento a los aires acondicionados e hicieron llegar sus datos. Es un gusto saber que dentro de los cuatro lectores de A dos de tres hay un técnico en refrigeración.
Marisa Pineda
Pero qué papel vamos a hacer en Sudáfrica, uuey. No tenemos con qué, el Vasco va de disculpa en disculpa y de decir que el resultado lo enoja, pero no lo cambia.
- Sí, uuey. Nos falta hacer goles en vez de sandwichs. El que ya es la figura es el Chícharo, uuey.
Y de pronto: silencio. Bbbsss. ¡Ding!. De nuevo silencio.
“Con permiso”.
Más silencio. Bbbbsss. ¡Ding!
- Oye uey, nos hablamos para ver el partido, ¿no?
Claro uey.
Se ha preguntado alguna vez ¿Por qué al entrar a un elevador se le pone pausa a la plática?
Podría argumentarse que lo reducido del espacio obliga a no importunar a los demás con una charla que le es ajena; o que, dicho en palabras menos amables, no les importa. Sin embargo, esa teoría se derrumba cuando nos toca hacer fila. Ahí, no sólo no suspendemos la plática sino que nos sumamos a los temas de terceros y permitimos ir ganando interlocutores hasta que el llamado “el que sigue” desbarata aquel grupo informal y efímero, pero harto divertido.
No sé Usted, pero la de la letra ha logrado hacer, y mantener, estimas que surgieron haciendo fila en algún sitio. No así con la gente que se ha topado en el elevador.
Ahí, a lo más que ha llegado es a un saludo amable que da cuenta de la educación recibida (excepción hecha de la ocasión en que esta su amiga se topó en el elevador con una Figura y si bien no perdió las formas, no pudo evitar mantener descaradamente la vista en los zapatos que el señor llevaba ¿Quién era la Figura? Si se lo digo no me lo va a creer).
Y eso de los silencios en los ascensores no sé si es lo que hado lugar, en contraparte, a una de las fantasías sexuales más recurrentes: sostener algún encuentro íntimo en un elevador. Sí, porque cuando se hace un recuento de los lugares que figuran como sitios osados para una relación sexual, los elevadores están siempre presentes.
Es por demás curioso el poder que tienen esos aparatos para que, en cuanto se cierran las puertas, se imponga el silencio. Si alguien necesita continuar la plática lo hace más bien con murmullos, no importa que hable en un idioma diferente al nuestro. Hasta los orientales, que siempre andan en grupo y no sueltan la cámara de video ni para ir al baño, dejan de grabar al entrar a un ascensor.
Pero la reacción dentro de un elevador va más allá del cerrar la boca, pues cuando los labios callan los ojos empiezan a hablar. La primera reacción es ver el techo del aparato, y no precisamente como buscando una salida alterna en caso de que se atore.
Luego nos da por ver los foquitos que indican en qué piso vamos, como con un dejo de impaciencia; si el aparato es lento o se abre piso tras piso, cual camión urbano, la vista entonces pasa a los pies. Como niños castigados ahí va uno con la cabeza gacha hasta que escucha el reconfortante ¡Diing! indicando que ya llegamos.
Es curiosa la influencia silenciosa de los ascensores. Hace poco me tocó estar en un sitio en que el empleo del aparato ese era imprescindible; toda vez que subir y bajar dieciocho pisos, por lo menos diez veces al día, no era opción. Ahí tiene que cada que aplastaba el botón para “llamar” al aparato este daba toques. Una vez adentro apachurraba el botón para indicar el piso y otro toque. Por tres días completos al coincidir frente a los aparatos, como no queriendo la cosa, al primero que apachurraba la tecla le pedíamos “le aplastas por favor el 16” y “y el 18” y “el…” pero nadie decíamos lo que sentíamos al tocar el botón. El silencio protocolario del Manual de Buenas Maneras del Elevador así lo indicaba.
Hasta que por allá, al cuarto día, lejos de la silenciosa influencia del ascensor alguien se atrevió a alzar la voz y exponer “no sé Ustedes pero los elevadores de aquí me dan toques”. Fue como romper un dique. Enseguida empezamos a exponer los casos, y a compartir las argucias para evitar la levísima descarga eléctrica que, si bien nimia, por frecuente se volvió enfadosa. Desde quien ponía una mano en la pared tratando de hacer tierra, hasta la que no soltó una servilleta de papel que hacía las veces de aislante. Todos empezamos a barajar las posibles causas que provocaban aquel fenómeno. Que si los zapatos, que si el poliéster, que si la estática, que porque si somos muy corrientes. Finalmente, acordamos que la razón por la cual los botones de los elevadores aquellos daban toques era la alfombra que recubría prácticamente todo el lugar.
Resuelto el caso alguien observó ¿y por qué si a todos nos da toques nos habíamos quedado callados? La respuesta fue lo que dio tema hoy a A dos de tres: “porque ¿te has fijado que al entrar a un elevador todos nos quedamos callados?”.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana en ascenso.
PD: Muchas gracias a quienes proporcionan mantenimiento a los aires acondicionados e hicieron llegar sus datos. Es un gusto saber que dentro de los cuatro lectores de A dos de tres hay un técnico en refrigeración.
lunes, 17 de mayo de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
Me agarró el calor con los dedos en la puerta, lo que en Culiacán equivale a que me sorprendió el calor sin que a los aires acondicionados les hayan dado mantenimiento, con un abanico en regulares condiciones y otro que al encenderlo pedí a toda la corte del Cielo porque no se quemara.
Sin afán de contradecir a los historiadores, sigo sin entender cómo se pudo haber fundado Culiacán en septiembre y no en marzo. Cómo alguien en su sano juicio le dio por quedarse aquí en septiembre, un mes que, además de lo inclemente de las temperaturas, sufre la amenaza de los huracanes que, me imagino en aquellos tiempos, volvían a sus ríos imponentes hasta el miedo. En fin, aquí nos tocó vivir.
Los culichis desde niños hemos sido educados para lidiar con las altas temperaturas. Vestir ropa ligera, tomar muchos líquidos, usar sombrero o sombrilla (o las dos cosas), no salir a la intemperie en horas en que el sol está pegando fuerte y si se tiene que salir procurar irnos por la sombrita, son algunas de las recomendaciones transmitidas por generaciones. Con las malas experiencias hemos agregado otras medidas, como emplear bloqueador solar.
Así, cuando salimos a la calle nos apertrechamos con sombrilla, lentes de sol y un bule de agua, trazamos la ruta por donde hay más sombra, hacemos acopio de resignación y emprendemos camino. Una vez concluido el periplo, tras de haber dicho hasta el cansancio “que pinche calor está haciendo”, regresamos a casa, el lugar donde nos sentimos más protegidos y ¡oh-ho! Encontramos que nuestro santuario no está exento de la onda cálida.
En el caso de la de la letra, ahí la tiene decidida a remediar la situación, pero justo cuando está a punto de aplastar el botón una gruesa capa de polvo la sitúa en su realidad: no le ha dado mantenimiento al aire acondicionado.
La de la letra busca autojustificarse, recuerda que la semana pasada aún corría aire fresco, si hasta tuvo que cerrar la ventana y pepenar en medio de la oscuridad una sábana porque se le pusieron los pies helados. Pero el sudor que corre por su frente, panza y espalda la vuelve a la realidad: eso fue la semana pa-sa-da. Hoy es hoy y hace calor, mucho y hará más.
Y empieza a recapitular: el aire lo compré hace dos años, ¿o tres?, el año pasado lo prendí al bravazo, nada más le lavé el filtro y funcionó bien. Bueno, al principio olía feíto, a humedad y polvo, pero luego pasó y el aparato jaló bien todo el verano. Se congeló de vez en cuando, pero luego se compuso y funcionó bien hasta que terminó el subsidio (gubernamental, al costo de la energía).
¡El subsidio! ¡Chin! ¿Ya empezaría la tarifa de verano? Porque si no prender el aire esta noche me va a costar lo que pagué por todo el invierno. Y ahí tiene a esta su amiga contemplando al aparato, como si este pudiera escuchar su diálogo interior y fuera a responderle: sí, anda, préndeme, no pasa nada. Total, si me quemo compras otro.
Ya más sosegada, la cordura se impone y la de la letra opta por el abanico; pese a que lo limpia al encenderlo sale una nubecilla de polvo y pelusa. Con esto se hace en lo que le dan mantenimiento al aire, dice. A la mañana siguiente tiene que aceptar porque durmió mal, pues si bien el motor del ventilador es relativamente silencioso (comparado con otro que tiene, el cual se escucha como turbina de avión) las patas del aparato no lo son. Tanto trasladarlo de la sala a la cocina ha hecho que la base produzca un ruido enfadoso, un claclaclacla que en el silencio de la noche es más notorio y merma el sueño.
A la mañana siguiente la prioridad es encontrar quien de mantenimiento al aire acondicionado. Tras seis horas de llamadas y consultas a propios y extraños, es oficial: en los próximos quince días están ocupados tanto los técnicos en refrigeración, como los herreros que colocan la protección que rodea al aparato y los albañiles que hacen el hoyo en la pared donde va este. La experiencia es como cuando le contestan “por el momento todos nuestros ejecutivos se encuentran ocupados, por favor espere en la línea o intente más tarde”.
Al principio la de la letra era toda exigencia: hay que traer un técnico calificado y de confianza. Para el mediodía el desespero bajó esos estándares a cuanto anuncio clasificado hubiera. Al final, el nombre de una amistad surgió y los parámetros inicialmente impuestos se cumplirán: el mantenimiento al aparato será por alguien calificado y de confianza. Pero hasta dentro de una semana, es el turno más cercano. Mientras, ¡Ah! Que pinche calor está haciendo.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana con aire fresco.
Marisa Pineda
Me agarró el calor con los dedos en la puerta, lo que en Culiacán equivale a que me sorprendió el calor sin que a los aires acondicionados les hayan dado mantenimiento, con un abanico en regulares condiciones y otro que al encenderlo pedí a toda la corte del Cielo porque no se quemara.
Sin afán de contradecir a los historiadores, sigo sin entender cómo se pudo haber fundado Culiacán en septiembre y no en marzo. Cómo alguien en su sano juicio le dio por quedarse aquí en septiembre, un mes que, además de lo inclemente de las temperaturas, sufre la amenaza de los huracanes que, me imagino en aquellos tiempos, volvían a sus ríos imponentes hasta el miedo. En fin, aquí nos tocó vivir.
Los culichis desde niños hemos sido educados para lidiar con las altas temperaturas. Vestir ropa ligera, tomar muchos líquidos, usar sombrero o sombrilla (o las dos cosas), no salir a la intemperie en horas en que el sol está pegando fuerte y si se tiene que salir procurar irnos por la sombrita, son algunas de las recomendaciones transmitidas por generaciones. Con las malas experiencias hemos agregado otras medidas, como emplear bloqueador solar.
Así, cuando salimos a la calle nos apertrechamos con sombrilla, lentes de sol y un bule de agua, trazamos la ruta por donde hay más sombra, hacemos acopio de resignación y emprendemos camino. Una vez concluido el periplo, tras de haber dicho hasta el cansancio “que pinche calor está haciendo”, regresamos a casa, el lugar donde nos sentimos más protegidos y ¡oh-ho! Encontramos que nuestro santuario no está exento de la onda cálida.
En el caso de la de la letra, ahí la tiene decidida a remediar la situación, pero justo cuando está a punto de aplastar el botón una gruesa capa de polvo la sitúa en su realidad: no le ha dado mantenimiento al aire acondicionado.
La de la letra busca autojustificarse, recuerda que la semana pasada aún corría aire fresco, si hasta tuvo que cerrar la ventana y pepenar en medio de la oscuridad una sábana porque se le pusieron los pies helados. Pero el sudor que corre por su frente, panza y espalda la vuelve a la realidad: eso fue la semana pa-sa-da. Hoy es hoy y hace calor, mucho y hará más.
Y empieza a recapitular: el aire lo compré hace dos años, ¿o tres?, el año pasado lo prendí al bravazo, nada más le lavé el filtro y funcionó bien. Bueno, al principio olía feíto, a humedad y polvo, pero luego pasó y el aparato jaló bien todo el verano. Se congeló de vez en cuando, pero luego se compuso y funcionó bien hasta que terminó el subsidio (gubernamental, al costo de la energía).
¡El subsidio! ¡Chin! ¿Ya empezaría la tarifa de verano? Porque si no prender el aire esta noche me va a costar lo que pagué por todo el invierno. Y ahí tiene a esta su amiga contemplando al aparato, como si este pudiera escuchar su diálogo interior y fuera a responderle: sí, anda, préndeme, no pasa nada. Total, si me quemo compras otro.
Ya más sosegada, la cordura se impone y la de la letra opta por el abanico; pese a que lo limpia al encenderlo sale una nubecilla de polvo y pelusa. Con esto se hace en lo que le dan mantenimiento al aire, dice. A la mañana siguiente tiene que aceptar porque durmió mal, pues si bien el motor del ventilador es relativamente silencioso (comparado con otro que tiene, el cual se escucha como turbina de avión) las patas del aparato no lo son. Tanto trasladarlo de la sala a la cocina ha hecho que la base produzca un ruido enfadoso, un claclaclacla que en el silencio de la noche es más notorio y merma el sueño.
A la mañana siguiente la prioridad es encontrar quien de mantenimiento al aire acondicionado. Tras seis horas de llamadas y consultas a propios y extraños, es oficial: en los próximos quince días están ocupados tanto los técnicos en refrigeración, como los herreros que colocan la protección que rodea al aparato y los albañiles que hacen el hoyo en la pared donde va este. La experiencia es como cuando le contestan “por el momento todos nuestros ejecutivos se encuentran ocupados, por favor espere en la línea o intente más tarde”.
Al principio la de la letra era toda exigencia: hay que traer un técnico calificado y de confianza. Para el mediodía el desespero bajó esos estándares a cuanto anuncio clasificado hubiera. Al final, el nombre de una amistad surgió y los parámetros inicialmente impuestos se cumplirán: el mantenimiento al aparato será por alguien calificado y de confianza. Pero hasta dentro de una semana, es el turno más cercano. Mientras, ¡Ah! Que pinche calor está haciendo.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana con aire fresco.
lunes, 10 de mayo de 2010
A dos de tres
Marisa Pineda
“¡Oh! madre querida, ¡Oh! madre adorada, que Dios te bendiga aquí en tu morada, que Dios te conceda mil años de vida, feliz y dichosa ¡Oh! madre querida…” y ahí tiene a la abnegada madre levantándose a medianoche para salir a agradecer la serenata que su muchacho le ofrece. Serenata que para muchas madres significa festejar su día con una mortificación más.
El 10 de mayo -como el 12 de diciembre- es uno de los días encerrados en círculo en el calendario mexicano. Poder abrazar a quien nos dio la vida, y mucho más, es una bendición que deberíamos agradecer sin necesidad de que sea el comercio y la televisión los que nos marquen fecha en el almanaque. El impacto de las campañas publicitarias es tal que, aún cuando Usted celebre a su madre los 364 días restantes del año, si el 10 de mayo no cumple con el boato impuesto por las cadenas comerciales, corre el riesgo de quedar en calidad de hijo malagradecido.
Cuando uno era plebe, en el barrio donde ésta su amiga se crió, el festejo del día de madres iniciaba con la entrega del ahorro escolar. Los dineros, se supone, debían provenir de lo que le daban a uno de domingo. Con ello se buscaba, en palabras de las profesoras, “inculcar el hábito del ahorro”. Sin embargo, el recurso salía de lo que la madre le rasguñaba al gasto diario. De ahí que, hasta la fecha, para muchos –como yo- resulte más fácil aprender a pararse de manos que ahorrar.
El monto ahorrado se destinaba a comprar alguno de aquellos inolvidables juegos de loza envueltos en papel celofán de colores, un juego de jabones o alguna talquera empacada en base y con ese papel transparente, que se estira con el calor de una secadora de pelo. Esos eran los presentes habituales, en tiempos de la escuela primaria.
En la secundaria, para quienes estuvimos en el taller de cocina el obsequio lo hacíamos por nosotros mismos. Con todo nuestro orgullo entregábamos un pastel notoriamente canteado, cubierto con un betún que se volvía líquido en pocas horas. Uno aseguraba que el pan tenía buen sabor, excepto en las orillas donde se pegó al molde, quemándose un poquito. Santas madres que se lo comían sin hacer gestos y sin hacer comentario alguno de la apariencia.
Pocos años después, al regalo se añadiría una serenata. Si se tenía suficiente dinero se contrataba una banda, un mariachi o un trío. Si el recurso no daba para tanto se optaba por un conjunto norteño de menor alcance -unos “chirrines”, pues-. Si ni para chirrines había, se engatusaba a un amigo que tuviera carro con buen estéreo para llegar, abrir las puertas del vehículo y poner a sonar la música. Si el carro no tenía estéreo entonces se cargaba con una grabadora con baterías suficientes. Si la serenata no iba ser con música viva había que cuidar llevar casetes en buen estado, con un repertorio al gusto de la del Día.
No fueron pocas las veces que todo iba muy bien cuando, a mitad de Las mañanitas se escuchó: uoooyuooa…luooos..pajauoorioouuo…claclacla..claclacla. Luego, la angustiosa explicación: es que el aparato se comió el casete. También ocurrió que llegaba el grupo, se instalaba y justo entonces descubría que la única música con que se contaba era la de moda. Tras constatar que no se tenía ni siquiera una canción de José José, no faltaba la iniciativa “pues pon algo calmadito”. Santas madres que escuchaban “Hoy tengo ganas de ti” de Miguel Gallardo y “Piel de ángel” de Camilo Sesto y todavía salían a agradecer el gesto justificando: “la intención es lo que vale”.
En esos periplos musicales era común encontrarse con grupos similares. Fue así que uno atestiguó como, en algunos hogares, la serenata aquella, si bien podía ser un regalo, estaba muy lejos de ser una alegría para la madre.
En los recorridos esos nos tocó ver al hijo que llegaba al frente de unos chirrines, botella en mano, sosteniéndose de lo que podía y, arrastrando las palabras, exigía “Las mañanitas” para su jefa. Cuando la señora salía a agradecer llegaba la invitación, el hijo la invitaba: “pida la que quiera jefa”. Y ahí estaba la jefa, en bata, escuchando las canciones que su alcoholizado vástago le dedicaba. Cuando se iban los músicos allá iba el muchacho con ellos. Atrás quedaba una madre llorando luego de que el padre o el hermano habían salido a pedirle que ya no se fuera, que por un día le diera tranquilidad a su pobre madre. El reclamo había terminado en un intercambio de mentadas, que no llegaron a los golpes gracias a la intervención materna.
Para el 11 de mayo ya sabíamos que el hijo aquel había regresado al amanecer. Había dormido plácidamente hasta media tarde, para levantarse como si nada y unirse a la comida en honor a su mamá (preparada por ella misma). Ya en la mesa, padre y hermanos recriminaron al vaquetón no tener consideración por su madre, ni en su día.
Suficiente para que se reanudara el pleito que, de nuevo, no pasó de las mentadas a los puños por obra y gracia de esa santa madre.
Esa escena la vimos durante varios años. El Día de las Madres culminaba para aquella señora en medio de lágrimas y sobre ellas la frase: “que la siga pasando bien, jefa”.
El tiempo hizo que los juegos de loza, los pasteles chuecos y las serenatas se convirtieran en anécdota en las reuniones familiares. El tiempo también hizo que descubriéramos que la vecina aquella no era la única madre para quien el 10 de mayo transcurría en medio de reproches y batallas verbales entre sus hijos.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de diez.
Marisa Pineda
“¡Oh! madre querida, ¡Oh! madre adorada, que Dios te bendiga aquí en tu morada, que Dios te conceda mil años de vida, feliz y dichosa ¡Oh! madre querida…” y ahí tiene a la abnegada madre levantándose a medianoche para salir a agradecer la serenata que su muchacho le ofrece. Serenata que para muchas madres significa festejar su día con una mortificación más.
El 10 de mayo -como el 12 de diciembre- es uno de los días encerrados en círculo en el calendario mexicano. Poder abrazar a quien nos dio la vida, y mucho más, es una bendición que deberíamos agradecer sin necesidad de que sea el comercio y la televisión los que nos marquen fecha en el almanaque. El impacto de las campañas publicitarias es tal que, aún cuando Usted celebre a su madre los 364 días restantes del año, si el 10 de mayo no cumple con el boato impuesto por las cadenas comerciales, corre el riesgo de quedar en calidad de hijo malagradecido.
Cuando uno era plebe, en el barrio donde ésta su amiga se crió, el festejo del día de madres iniciaba con la entrega del ahorro escolar. Los dineros, se supone, debían provenir de lo que le daban a uno de domingo. Con ello se buscaba, en palabras de las profesoras, “inculcar el hábito del ahorro”. Sin embargo, el recurso salía de lo que la madre le rasguñaba al gasto diario. De ahí que, hasta la fecha, para muchos –como yo- resulte más fácil aprender a pararse de manos que ahorrar.
El monto ahorrado se destinaba a comprar alguno de aquellos inolvidables juegos de loza envueltos en papel celofán de colores, un juego de jabones o alguna talquera empacada en base y con ese papel transparente, que se estira con el calor de una secadora de pelo. Esos eran los presentes habituales, en tiempos de la escuela primaria.
En la secundaria, para quienes estuvimos en el taller de cocina el obsequio lo hacíamos por nosotros mismos. Con todo nuestro orgullo entregábamos un pastel notoriamente canteado, cubierto con un betún que se volvía líquido en pocas horas. Uno aseguraba que el pan tenía buen sabor, excepto en las orillas donde se pegó al molde, quemándose un poquito. Santas madres que se lo comían sin hacer gestos y sin hacer comentario alguno de la apariencia.
Pocos años después, al regalo se añadiría una serenata. Si se tenía suficiente dinero se contrataba una banda, un mariachi o un trío. Si el recurso no daba para tanto se optaba por un conjunto norteño de menor alcance -unos “chirrines”, pues-. Si ni para chirrines había, se engatusaba a un amigo que tuviera carro con buen estéreo para llegar, abrir las puertas del vehículo y poner a sonar la música. Si el carro no tenía estéreo entonces se cargaba con una grabadora con baterías suficientes. Si la serenata no iba ser con música viva había que cuidar llevar casetes en buen estado, con un repertorio al gusto de la del Día.
No fueron pocas las veces que todo iba muy bien cuando, a mitad de Las mañanitas se escuchó: uoooyuooa…luooos..pajauoorioouuo…claclacla..claclacla. Luego, la angustiosa explicación: es que el aparato se comió el casete. También ocurrió que llegaba el grupo, se instalaba y justo entonces descubría que la única música con que se contaba era la de moda. Tras constatar que no se tenía ni siquiera una canción de José José, no faltaba la iniciativa “pues pon algo calmadito”. Santas madres que escuchaban “Hoy tengo ganas de ti” de Miguel Gallardo y “Piel de ángel” de Camilo Sesto y todavía salían a agradecer el gesto justificando: “la intención es lo que vale”.
En esos periplos musicales era común encontrarse con grupos similares. Fue así que uno atestiguó como, en algunos hogares, la serenata aquella, si bien podía ser un regalo, estaba muy lejos de ser una alegría para la madre.
En los recorridos esos nos tocó ver al hijo que llegaba al frente de unos chirrines, botella en mano, sosteniéndose de lo que podía y, arrastrando las palabras, exigía “Las mañanitas” para su jefa. Cuando la señora salía a agradecer llegaba la invitación, el hijo la invitaba: “pida la que quiera jefa”. Y ahí estaba la jefa, en bata, escuchando las canciones que su alcoholizado vástago le dedicaba. Cuando se iban los músicos allá iba el muchacho con ellos. Atrás quedaba una madre llorando luego de que el padre o el hermano habían salido a pedirle que ya no se fuera, que por un día le diera tranquilidad a su pobre madre. El reclamo había terminado en un intercambio de mentadas, que no llegaron a los golpes gracias a la intervención materna.
Para el 11 de mayo ya sabíamos que el hijo aquel había regresado al amanecer. Había dormido plácidamente hasta media tarde, para levantarse como si nada y unirse a la comida en honor a su mamá (preparada por ella misma). Ya en la mesa, padre y hermanos recriminaron al vaquetón no tener consideración por su madre, ni en su día.
Suficiente para que se reanudara el pleito que, de nuevo, no pasó de las mentadas a los puños por obra y gracia de esa santa madre.
Esa escena la vimos durante varios años. El Día de las Madres culminaba para aquella señora en medio de lágrimas y sobre ellas la frase: “que la siga pasando bien, jefa”.
El tiempo hizo que los juegos de loza, los pasteles chuecos y las serenatas se convirtieran en anécdota en las reuniones familiares. El tiempo también hizo que descubriéramos que la vecina aquella no era la única madre para quien el 10 de mayo transcurría en medio de reproches y batallas verbales entre sus hijos.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana de diez.
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