lunes, 10 de mayo de 2010

A dos de tres

Marisa Pineda

“¡Oh! madre querida, ¡Oh! madre adorada, que Dios te bendiga aquí en tu morada, que Dios te conceda mil años de vida, feliz y dichosa ¡Oh! madre querida…” y ahí tiene a la abnegada madre levantándose a medianoche para salir a agradecer la serenata que su muchacho le ofrece. Serenata que para muchas madres significa festejar su día con una mortificación más.

El 10 de mayo -como el 12 de diciembre- es uno de los días encerrados en círculo en el calendario mexicano. Poder abrazar a quien nos dio la vida, y mucho más, es una bendición que deberíamos agradecer sin necesidad de que sea el comercio y la televisión los que nos marquen fecha en el almanaque. El impacto de las campañas publicitarias es tal que, aún cuando Usted celebre a su madre los 364 días restantes del año, si el 10 de mayo no cumple con el boato impuesto por las cadenas comerciales, corre el riesgo de quedar en calidad de hijo malagradecido.

Cuando uno era plebe, en el barrio donde ésta su amiga se crió, el festejo del día de madres iniciaba con la entrega del ahorro escolar. Los dineros, se supone, debían provenir de lo que le daban a uno de domingo. Con ello se buscaba, en palabras de las profesoras, “inculcar el hábito del ahorro”. Sin embargo, el recurso salía de lo que la madre le rasguñaba al gasto diario. De ahí que, hasta la fecha, para muchos –como yo- resulte más fácil aprender a pararse de manos que ahorrar.

El monto ahorrado se destinaba a comprar alguno de aquellos inolvidables juegos de loza envueltos en papel celofán de colores, un juego de jabones o alguna talquera empacada en base y con ese papel transparente, que se estira con el calor de una secadora de pelo. Esos eran los presentes habituales, en tiempos de la escuela primaria.

En la secundaria, para quienes estuvimos en el taller de cocina el obsequio lo hacíamos por nosotros mismos. Con todo nuestro orgullo entregábamos un pastel notoriamente canteado, cubierto con un betún que se volvía líquido en pocas horas. Uno aseguraba que el pan tenía buen sabor, excepto en las orillas donde se pegó al molde, quemándose un poquito. Santas madres que se lo comían sin hacer gestos y sin hacer comentario alguno de la apariencia.

Pocos años después, al regalo se añadiría una serenata. Si se tenía suficiente dinero se contrataba una banda, un mariachi o un trío. Si el recurso no daba para tanto se optaba por un conjunto norteño de menor alcance -unos “chirrines”, pues-. Si ni para chirrines había, se engatusaba a un amigo que tuviera carro con buen estéreo para llegar, abrir las puertas del vehículo y poner a sonar la música. Si el carro no tenía estéreo entonces se cargaba con una grabadora con baterías suficientes. Si la serenata no iba ser con música viva había que cuidar llevar casetes en buen estado, con un repertorio al gusto de la del Día.

No fueron pocas las veces que todo iba muy bien cuando, a mitad de Las mañanitas se escuchó: uoooyuooa…luooos..pajauoorioouuo…claclacla..claclacla. Luego, la angustiosa explicación: es que el aparato se comió el casete. También ocurrió que llegaba el grupo, se instalaba y justo entonces descubría que la única música con que se contaba era la de moda. Tras constatar que no se tenía ni siquiera una canción de José José, no faltaba la iniciativa “pues pon algo calmadito”. Santas madres que escuchaban “Hoy tengo ganas de ti” de Miguel Gallardo y “Piel de ángel” de Camilo Sesto y todavía salían a agradecer el gesto justificando: “la intención es lo que vale”.

En esos periplos musicales era común encontrarse con grupos similares. Fue así que uno atestiguó como, en algunos hogares, la serenata aquella, si bien podía ser un regalo, estaba muy lejos de ser una alegría para la madre.

En los recorridos esos nos tocó ver al hijo que llegaba al frente de unos chirrines, botella en mano, sosteniéndose de lo que podía y, arrastrando las palabras, exigía “Las mañanitas” para su jefa. Cuando la señora salía a agradecer llegaba la invitación, el hijo la invitaba: “pida la que quiera jefa”. Y ahí estaba la jefa, en bata, escuchando las canciones que su alcoholizado vástago le dedicaba. Cuando se iban los músicos allá iba el muchacho con ellos. Atrás quedaba una madre llorando luego de que el padre o el hermano habían salido a pedirle que ya no se fuera, que por un día le diera tranquilidad a su pobre madre. El reclamo había terminado en un intercambio de mentadas, que no llegaron a los golpes gracias a la intervención materna.

Para el 11 de mayo ya sabíamos que el hijo aquel había regresado al amanecer. Había dormido plácidamente hasta media tarde, para levantarse como si nada y unirse a la comida en honor a su mamá (preparada por ella misma). Ya en la mesa, padre y hermanos recriminaron al vaquetón no tener consideración por su madre, ni en su día.
Suficiente para que se reanudara el pleito que, de nuevo, no pasó de las mentadas a los puños por obra y gracia de esa santa madre.

Esa escena la vimos durante varios años. El Día de las Madres culminaba para aquella señora en medio de lágrimas y sobre ellas la frase: “que la siga pasando bien, jefa”.

El tiempo hizo que los juegos de loza, los pasteles chuecos y las serenatas se convirtieran en anécdota en las reuniones familiares. El tiempo también hizo que descubriéramos que la vecina aquella no era la única madre para quien el 10 de mayo transcurría en medio de reproches y batallas verbales entre sus hijos.

Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com

Que tenga una semana de diez.