lunes, 13 de septiembre de 2010

A dos de tres

Marisa Pineda

Deje le cuento, la de la letra acaba de cumplir años. Estábamos en eso cuando surgió el recuento de todo lo que han cambiado las celebraciones, comenzando por las piñatas. Durante muchos años un megafestejo para un niño se hacía con una piñata, el juego de ponerle la cola al burro, una bolsa con dulces, algún guiso sabroso, pastel y gelatina. Ahora, para eso mismo se necesita, además de las viandas: entremeses, centros de mesa, animadores (payasos, magos, botargas o imitadores) un brincolín, la piñata (claro) pero con pastel, bolsas de dulces, platos, vasos, servilletas, manteles y decoración acorde al tema del evento.

A esta su amiga le tocaron los tiempos en que las celebraciones de cumpleaños para un niño eran por demás sencillas. Desde la víspera, dependiendo de las posibilidades de la familia se extendía la invitación. Si se estaba ajustado económicamente, la fiesta sería para los más allegados: los amigos más queridos, la parentela más frecuentada y la profesora en turno. Si se estaba pudiente la participación se ampliaba a todo el salón de clase.

Para esto, la invitación bien podía ser verbal o por escrito, de ambas formas valía. Lo ponían a uno bien guapito y en compañía de la madre se visitaba la casa de quienes aparecían en la lista de invitados para extender la cordial invitación. Las participaciones por escrito no tenían mucho chiste, tenían impreso un payaso, un carrusel o una piñata, se anotaban los datos y se metían en su correspondiente sobre blanco. Nada que ver con el confeti y brillitos que las acompañan hoy, y no porque no existiera el confeti o la diamantina, sólo que a nadie se le había ocurrido, no era la moda o, de plano, todo era más simple.

Los preparativos de la fiesta continuaban con el armado de las bolsas de dulces. Bolsitas de celofán transparente impresas con un la cara de un payaso y la palabra felicidades. Se llenaban con caramelos y galletas -de animalitos, con grajea o embetunadas- cuyo número iba en proporción: a pocos dulces muchas galletas. Muy seguido se incluía a las bolsas un silbatito, de esos minúsculos que producen un ruido agudo, que llega a lastimar el oído. Para pronto las madres decomisaban el artefacto aquel con el argumento “dame eso, es peligroso, mi comadre Fulanita me contó que un niño se lo tragó y se ahogó”. Fin del ruidajo.

La comida era sopa fría, frijol puerco y alguno de los guisos más celebrados. No había eso de comida para los grandes y comida para los niños. En las mesas los centros eran platos con alguna fruta de la estación, palomitas de maíz o frituras (papas, churros o viejas). La decoración se hacía con globos de colores y cadenas de papel crepé. Si no había decoración, tampoco se echaba de menos.

Entre lo que uno llegaba a la fiesta y el dale dale dale el tiempo se consumía con juegos como el de ponerle la cola al burro. Las nuevas generaciones posiblemente ni lo han oído mencionar. Es así: una imagen de un burro sin cola se pega en la pared; se pasa al frente a un voluntario, se le vendan los ojos y se le da una cola para que intente colocarla a ciegas en el lugar correcto. Al final gana quien puso la cola en el punto más cercano. ¿Qué ganaban? Una bolsa extra de dulces, un juguete, o simplemente un aplauso y el reconocimiento de haber sido el que le puso la cola al burro. Que es muy bobo tanto el juego como los premios ni quien lo dude, pero cuando se tenían cinco, seis o siete años, ello era suficiente.

Luego llegaba el pastel. Que de historias familiares hay en torno a los pasteles de cumpleaños hechos en casa. Porque ha de saber que tener un pastel sabroso y bien decorado preparado por la mater familia, daba a esta un estatus superior. Pero no siempre el resultado era el esperado. Los accidentes en la preparación eran muchos y todos notorios: fallas en las medidas del polvo de hornear daban por resultado panes que en vez de esponjados parecían planchados. La temperatura incorrecta del horno provocaba pasteles mal cocidos y, horror de horrores, quemados de las orillas y la base. Moldes mal engrasados hacían que al despegar el pan buena parte se quedara pegada en el recipiente.

Una vez salvados todos los escollos anteriores, venía la segunda etapa del reto: la cobertura. Era todo un ritual que sólo los elegidos podían presenciar. “Salte, vete a jugar, no te le quedes viendo (a las claras de huevo) porque no levantan”. Pero aún cuando levantaran todavía se estaba por enfrentar la prueba máxima, aquella en la que no se podía culpar a nada ni nadie del fallo: el decorado.

Bien podía tenerse un pan sabrosísimo, un merengue a punto, pero a la hora del decorado, la madre podía sabotearse al decorar la torta. Comentarios elementales del tipo ¿Qué es eso? (“Cómo que qué es, ¡Es un payaso!”) o el sólo decir “se ve chueco” podían sumir a la mamá repostera en una crisis depresiva que ni el chef Ramsey puede provocar en Hell’s Kitchen.

Observar que el decorado había quedado disparejo producía una herida que ni el tiempo podía curar. Podrán pasar los años y el comentario “te acuerdas de aquel pastel que te salió chueco” reavivará, siempre, la llaga. Ni que decir cuando se comenta “te acuerdas de aquella piñata cuando mi mamá hizo un pastel y lo decoró con cara de payaso, y todos creíamos que le había dibujado una pelota de beisbol”, enseguida surge el llamado “que ni te oiga porque todavía se agüita”. Las piñatas podían estar feas o bonitas, eran hechas para el sacrificio en aras del júbilo; pero los pasteles no, hacer un pastel de cumpleaños era para trascender por generaciones, para bien o para mal.

Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com

Que tenga una semana de celebración.