Marisa Pineda
Con solo verlo me transporté a la
niñez, al salón de cuarto “B” en la hora del recreo, con parte de la clase
cuidando la puerta para que no se metieran intrusos oportunistas ajenos al
grupo, mientras la otra parte trepaba por la ventana y ayudados con lápices de
bastón alcanzaban el tesoro prometido. Es curioso todo lo que puede despertar
una rebanada de mango verde con chile y limón.
Dicen los que dicen saber que los
olores y sabores son los recuerdos que la memoria mejor preserva, aun cuando se
hayan producido en la más tierna infancia. Eso fue realidad esta semana en que
comí mango verde con chile y limón. De esos mangos a los que con los años uno
les va sacando la vuelta, de los que aún no se les termina de formar la semilla
y ya está uno hincándole el diente. De esos que ponen a salivar.
La escuela Tipo, alma mater en la
infancia, tenía un salón que colindaba al sur, con dos árboles de mango. Al
inicio del ciclo escolar, luego de identificar con qué maestra nos tocaría la
clase, lo siguiente en importancia era averiguar qué grupo estaría en dicho
salón, pues ello garantizaba mangos verdes toda la temporada.
La de la letra es parte de una
generación cuya infancia fue de placeres simples. En tiempo de calor algunos de
ellos eran comerse una paleta helada, una nieve de limón o un raspado de
“rosa”, como llamábamos al jarabe dulce de tal color. Había vendedores
innovadores que preparaban pirulines helados, que no eran otra cosa que hielo
raspado vertido en un envase en forma de cono, al cual colocaban un palito, lo
sacaban del mo iciste para que te quedara la lengua
roja? Pide de rosa con amarillo. ¿Cómo le haces para que te quede la lengua
pintada de negro? Pídele al señor de todos los colores.
Esos eran de los gustos
permitidos, pero había otros tan culposos como prohibidos; dentro de ellos el
reservado a iniciados: comer mango verde.Con la temporada llegaba la
advertencia: “¡Ay! de ti que te cache comiendo mango verde. Se te van a “morir”
los dientes, te va a dar chorro y te van a salir “vivos” en la boca”. Para
quienes no conocieron esos términos cabe explicar que la voz nada médica “morir
los dientes” se refería a la hipersensibilidad que deja el comer alimentos
ácidos en exceso. Dar chorro era sinónimo de dar diarrea, y los “vivos” eran la
forma coloquial de llamar a las aftas.
Por esos días de suerte que tiene
uno, durante el cuarto grado a mi grupo le tocó estar en el cotizado salón que
daba a los mangos. En ese tiempo se pusieron de moda los lápices de bastón;
unos lápices largos que en vez de borrador tenían una asa para semejar un
bastón. Dada su longitud eran sumamente incómodos para la escritura, pero
resultaban muy útiles en la zafra del preciado fruto.
A la hora del recreo, en vez de
salir al patio nos quedábamos y el grupo se dividía. Una parte cuidaba que no
se metieran los oportunistas de otros salones a quitarnos aquellos mangos que
considerábamos nuestros, mientras la
otra parte trepaba por las ventanas y ayudado por los lápices de bastón
alcanzaba la fruta que luego se repartía entre todos.
Lo que seguía era un concurso de
caras y gestos a cada mordida que se daba a aquel fruto inmaduro, y sin lavar.
Quienes tenían paladar gourmet llevaban sal, limón o chile en polvo para
aderezar.
El cuerpo fía pero cobra, y a las
horas comenzaba el pago con intereses leoninos. Dolores de panza y diarrea eran
moneda de curso legal para abonar a la bacanal. Habíamos quienes nuestro
estómago no nos delataba, pero la piel sí. La molesta aparición de aftas era marca
inequívoca del pecado gastronómico cometido. Las secuelas daban pauta para el
mercado negro de mangos verdes. Había quienes optaban por vender su parte de la
cosecha, o la intercambiaban por golosinas y cartitas del álbum de moda, extendiéndose
así los efectos secundarios de aquel placer culposo.
Ello provocó que más de alguna
madre alzara la voz en la junta mensual de los padres de familia, para pedir se
hiciera algo al respecto. La solución fue que llegada la hora del recreo nos
sacaban a todos al patio y le echaban llave al salón. La fruta terminaba por
madurar y ya madura se la comían las maestras. Ya madura a nadie nos
interesaba. Así, ya no tenía chiste.
Muchas gracias por leer éstas
líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Comentarios, sugerencias,
mentadas, invitaciones y felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com En Twitter nos
seguimos en @MarisaPineda. Que tenga una semana de grandes placeres, como el de
la lectura.