martes, 27 de mayo de 2008

A dos de tres

Marisa Pineda

¿Sabe que se festejó el viernes?. ¿Ni idea?; el Día del Estudiante. ¿Se acuerda de la primera vez que fue a un baile del Día del Estudiante?. ¡Qué cosas! .¡Ay! moda, cuantos desfiguros cometió uno en tu nombre. Si no fuera por el humor involuntario que provocan, de que buena gana enviaba uno a la hoguera, las fotografías de aquellos tiempos. Y pensar que uno se juraba salido de las páginas de moda, luciendo la greña “a la Farrah”, con su atuendo de chica disco, con el copetón “a lo Flans” o como salido del último episodio de Melrose Place.

La de la letra recuerda su primera fiesta del Día del Estudiante, ¿cómo olvidarla? si terminó en una batalla campal de grandes proporciones, que ameritó la llegada de muchas patrullas, así como el salir por piernas de aquel gran salón de fiestas donde cupieron los dos turnos de la escuela secundaria.

Esa primera fiesta del Día del Estudiante fue en los tiempos en que estar a la moda era vestir pantalones de mezclilla deslavada con camisetas como de equipo de beisbol; el cuerpo de un color y las mangas de otro. También se usaban las playeras tipo batik. Varios intentamos lograr el efecto sumergiendo los trapos en cloro. Créame, no funciona, la ropa se deshace y el deslavado se convierte en deshilachado.

Las camisetas, “ti chirts”, dirían los más “in”, eran como dos tallas más pequeñas a la necesaria, con mensajes que iban del “Have a nice day” al “Son of a gun”. El no tener ni remota idea de que decía el letrero era pecata minuta. Fue también el tiempo en que una película: Tiburón, impuso la mercadotecnia y tener un objeto de la película lo convertía en objeto del deseo.

Hasta entonces, sólo Walt Disney vendía cuanta chunche con la imagen de sus personajes. En Culiacán, Tiburón se estrenó en el cine Reforma (hoy Auditorio Inés Arredondo), ahí le compraron a esta su amiga una camiseta en batik azul y blanco, que reproducía la imagen del cartel de la película: la chica nadando, bajo ella el gran tiburón a punto de engullírsela y en grandes letras Jaws. También me mercaron un collar de gamuza, con un dije de colmillo de tiburón. Acá entre nos, el dichoso dije era de resina y lastimaba, porque las orillas las tenía como dientes de serrucho. La camiseta era un suplicio; todo el impreso era un vulcanizado, más caliente que un mediodía de agosto, y con el sudor se adhería al pecho. Con todo y ello, ¡antes deshidratada que sencilla!.

La moda en el calzado eran los zapatos con plataformas, de lo moderado a lo descomunal. Los suecos, que provocaban tanto ruido como accidentes al caminar. Los tenis Converse o Decatlón, y los zapatos Exorcista. Sí, leyó bien. La entonces cadena de calzado Canada, sacó al mercado un modelo de tenis llamado Decatlón, similar, efectivamente, a los que usaban los atletas. También lanzó los zapatos Exorcista, tomando el nombre de la ya célebre película. Los exorcista eran como choclos (de agujetas o hebilla), con la punta redondeada y la suela pareja. La suela era, precisamente, la que los hacía diferentes, al ser de una sola pieza de goma, que dejaba bien marcada la horma.

En ese tiempo lo unisex era lo máximo. Ver a un hombre con un overol ¡blanco!, ajustado, con un sierre que iba del tiro del pantalón al cuello, con sus suecos o plataformas, era muy “fachion”. En el pelo, la moda, igualmente unisex, era traerlo como príncipe valiente o “de honguito” con las puntas hacia dentro. Seguramente varios han desaparecido esas imágenes de los álbumes familiares, no los culpo, yo habría hecho lo mismo de no ser porque mi greña, entonces lacia baba, se negaba a acomodarse como hongo, condenándome a traer una larga melena recogida en una cola, media cola o dos colas.

Con ese panorama en el vestir y una vez conseguido el permiso para ir a la Gran Tardeada del Día del Estudiante, la de la letra se pasó varias noches cavilando ¿qué me pongo?. Y me puse un pantalón de mezclilla, una camiseta que tenía una mona cabezona -de esas que ahora se hacen llamar Precious Moments- y unos guaraches. Llevaba una media cola, brillo incoloro en los labios y nada más. Un vecino (hoy compadre) que iba en el turno vespertino, pasaría por mí y de ahí llegaríamos por cuanto nos quedara en el trayecto al salón de fiestas. Fue entonces cuando reparé en algo importante ¿debería llevar bolsa?, ¡no tenía!, sólo usaba monederos, ¿y si agarraba una de mi amá?. ¡Caramba! Cuan complicado era pasar de la fiesta del Día del Niño a la del Día del Estudiante. Finalmente, opté por echar el pase en una bolsa del pantalón y los dineros en la otra.

Ahí nos tiene que agarramos camino, en el trayecto la bola fue creciendo y el tema de conversación era la fiesta, que si qué piezas íbamos a bailar, que si nos sacaba a bailar fulanito ni de loca porque era bien fachoso y cuando tocaban “Kung Fu fighting” se soltaba tirando golpes como de karate, que si todavía estaba de moda bailar caderazo, que si caderazo no íbamos a bailar porque quedaba un morete bien feo, que si a la salida nos veíamos en la esquina de tal y cual calle para regresar juntos, que si cómo irá a ir vestida perenganita, que si irán a dar comida como en la escuela (primaria), que si ¡mira, ya llegamos!.

Entramos y de las bocinas más grandes que habíamos visto en nuestra vida salían los ritmos de moda, también se veían unos instrumentos musicales y corría la voz que iría a tocar un conjunto sorpresa. Todavía no se animaba nadie a abrir la pista. Los de tercero nos veían con una cara de desprecio, y los de segundo también. El ser nosotros aún pubertos y ellos adolescentes nos dejaba en clara desventaja. Nada que no se pudiera solucionar con el curso natural del tiempo, pero en vía de mientras nos tenía abriéndonos paso, buscando, entre las peores mesas, donde sentarnos. Fuimos a quedar en una esquina, a un lado de una pila de bocinas, que en un minuto nos dejaron oyendo un pitido que duró hasta el siguiente día.

Fue por eso, y por toda la gente que estaba frente a nosotros, que no alcanzamos a ver cómo empezó el pleito. Tampoco logramos escuchar los primeros gritos. Fue hasta que se suspendió la música y en su lugar salió la voz del director cuando reparamos en que algo andaba mal. “Por favor muchachos contrólense, si no se calman se va a suspender la fiesta y no vamos a volver a hacer otra” ordenaba por el micrófono. Uno de los tambores de la batería pasó rozando su humanidad como respuesta. A como pudimos salimos corriendo. Afuera las patrullas empezaban a rodear el salón y algunas calles de la periferia, uno de los grandes vidrios se vino abajo sin que, afortunadamente, hiriera a alguien.

Terminamos en una refresquería, celebrando el Día del Estudiante con raspados, comentando de cómo iba vestido este, ese y aquel; de todo lo que no bailamos, de que nadie conocíamos a los que se llevaron detenidos o descalabrados y que la de la letra brincó bien chilo desde una jardinera, como a tres metros del suelo, para poder alcanzar la salida.

Hasta la fecha, la secundaria –que aún funciona- no ha vuelto a hacer una fiesta del Día del Estudiante en un salón. A la fecha, no se sabe por qué empezó el pleito aquel, como tampoco se sabe cuál era el grupo sorpresa.

Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Que tenga una excelente semana.

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