sábado, 17 de mayo de 2008

A dos de tres

Marisa Pineda

Acaba de pasar el Día de Madres, ¿Qué le regalaron? Algo para Usted, para la casa o para hacerle la vida más fácil, manera eufemística de llamarle a los electrodomésticos y línea blanca.

Por de pronto, esta su amiga agradece infinito ya no tener que escuchar en cada corte comercial: “a ti que me diste tu vida, tu ser y tu espacio…”. Canción que no por bella dejó de hartar, luego de oírla como fondo musical de cuanto producto, bien o servicio se ofrecía como El Mejor Regalo para su Madrecita. Ya se tratara de una casa, un aparato de aire acondicionado o un vestido, el fondo musical era Señora Señora en versión balada, banda y hasta pasito duranguense.

El culto a la fertilidad es milenario y está presente, me atrevo a decir, en todas las culturas. En México data de los tiempos de Tonanzin y Xochipilli; sin embargo, el Día de Madres, tal como lo practicamos actualmente viene del 10 de mayo de 1922, cuando Rafael Alducin, director del diario Excélsior, apoyado por la Secretaría de Educación Pública y la iglesia católica, lanzó en las páginas del periódico la iniciativa para celebrar al pilar de la familia. Ni quien se aventara el boleto de ser el hijo desobediente, que se opusiera a que las santas jefecitas tuvieran su día.

Cuando la de la voz era plebe, como un mes después de iniciado el ciclo escolar, la maestra se plantaba al frente de la clase y con voz entre tierna e imperativa, nos hablaba de cuanto debíamos querer y respetar a nuestra madre, de todo lo que ella hacía por nosotros, etcétera. Al llegar a casa, uno sintetizaba el discurso: “amá, la profe nos dijo que cada lunes hay que llevar dinero para ahorrar y me pidieron una libretita para ir apuntando lo que demos, el dinero lo van a entregar el Día de Madres”. Quien sabe por qué motivo, todas las libretitas de ahorro tenían pasta azul marino. Se compraran donde se compraran eran igualitas.

Lunes a lunes apoquinábamos lo que la santa madre le rasguñaba al gasto, para destinarlo al dichoso ahorro. Cuando faltaba como un mes para el 10 de mayo, empezaba la mortificación. ¿Qué le vas a regalar a tu mamá?, la respuesta conchuda era “los ahorros”, legítimo reembolso del capital materno. Pero eso que suelen llamar conciencia susurraba: “eso no es regalo, cómprale algo tu” y en un ejercicio desesperado dejaba uno de gastar en la escuela, juntaba sus domingos y enredando las monedas en un papel emprendía camino a buscar algo para lo que alcanzara. Las opciones se limitaban a: un mantel de plástico con unas flores en colores chillones, un ramo de flores de plástico o una pieza de cerámica envuelto en papel celofán rojo, amarillo, azul o verde, con un moñote. Hasta la fecha, a mi me fascinan los regalos envueltos en ese papel.

Dígame en que casa no sobrevive, como testimonio de aquellos tiempos, una taza, plato, cafetera o azucarera marca ánfora, color blanco con una pareja como del siglo quince impresa al medio; o un plato o taza anaranjado tornasol “que me regalaste un Día de Madres, cuando estabas chiquito”.

Pero además de esa sorpresa, había un regalo mayor: participar en el festival de Día de Madres. No’mbre, mi amá y mi abuela hasta guardaban las hojitas mimeografiadas donde aparecía el nombre de esta su amiga, quien en los seis años de la primaria no dejó pasar cuanta oportunidad había de hacer el ridículo.

A diferencia de otras fechas, el programa artístico del 10 de mayo daba bandazos de la alegría a la cursilería más ramplona y prefabricada. El coro abría y cerraba el espectáculo. Iniciaba con Las Mañanitas y culminaba con las Mañanitas a mi madre. En lo que entonaba ¡oh! Madre querida, ¡oh! Madre adorada, que Dios te bendiga aquí en tu morada… tras las cortinas que separaban el escenario de los “camerinos”, los demás recomponíamos la letra: “¡oh madre querida!, ¡oh madre adorada! Vamos al cine y tu pagas la entrada”.

Para los números de baile se elegían Las Alazanas, El Tilingo Lingo, El Sinaloense y Amor de Madre. Ignorando totalmente su carácter de lamento, esa última pieza se me hacía de lo más alegre y ahí me veía dando de taconazos al ritmo de: “tú que estás en la mansión de ese reino celestial, mándale a mi corazón un suspiro maternal…” De las bocinas en forma de cucurucho salía el canto de Los Alegres de Terán: “mira madre que en el mundo nadie te ama como yo, se acabó el amor de madre que era mi única ilusión…” y yo con mi imitación de cuera tamaulipeca hecha de panilla café con barbitas blancas, seguía tupiéndole al taconazo, con una enjundia tal que los moños que remataban mis trenzas terminaban en el piso.

Esos festivales fueron marco para cuanto papelón se le ocurra. Esta su amiga contribuyó con varios cuando al perder el ritmo, daba un paso adelante y se instalaba en solista. Al final venían los reclamos “profe, la Pineda otra vez se puso a mero adelante y nos dejó como coro”, “y qué querían profe, que me quedara parada llorando”, respondía la aludida. Sin embargo, dos de los desfiguros imborrables los aportaron otros. Ahí tiene que salió el plebe al escenario (uniforme limpiecito y bien planchado, zapatos relucientes y pelo controlado con un tambo de brillantina joquei club), se plantó en el puro medio, se estiró hasta alcanzar el micrófono, levantó la mano derecha y con voz de líder colono dijo “¡Oh! Madre”, bajó la mano, subió la otra y repitió “¡Oh! Madre”, subió de nuevo la derecha y “¡Oh!” Madre”. Dio un paso atrás, hizo una reverencia de agradecimiento al respetable y se fue por donde vino. ¡Oh madre!.

El otro episodio también estuvo a cargo de un declamador. El programa decía “El brindis del bohemio” por el alumno Fulanito, de sexto grado. Caravana de respeto y admiración, El brindis del bohemio era otra cosa, estaba reservado para los de sexto, y no para todos, sólo para los consagrados. Lo anunciaron, se hizo el murmullo “¿va a declamar El brindis del bohemio”?. ¡Ahh!”. Salió el valiente, empezó a declamar que haga de cuenta Paco Stanley. Todo el público calladito, cuando de pronto “olvidaba decir que aquella noche….olvidaba decir que aquella noche….olvidaba decir que aquella noche”… un maestro, poema en mano, trataba de recordarle lo que seguía para que se destrabara, pero no alcanzaba a oírlo. Fue entonces cuando el declamador optó por completar: “olvidaba decir cuánto quiero a la que me enseña a jugar, la que me enseña a reír, la que en las noches me levanta cuando quiero hacer chís”. La letra del vate Guillermo Aguirre Fiero cedió su lugar a la de “Esa es mi mamita linda”, canción muy de moda en ese tiempo, interpretada por Topo Gigio.

Y pensar que aún así nos aplaudían. Madres al fin.

Antes de decir hasta luego. Permítanme agradecer al personal de urgencias del Hospital Regional del IMSS en Culiacán (creo que es el uno), así como a quienes están en el piso cuatro, en el área de ginecología, por el profesionalismo y el humanismo con que trataron a Doña Carmen, la mamá de la de la letra (sí, tengo Madre). A la doctora Quintero, al doctor Martínez Carvajal, al doctor Armenta, a enfermeras, internos, trabajadoras sociales, camilleros, guardias. A cada uno de ellos, muchas gracias por su dedicación, su paciencia y su ánimo.

Y ahora sí: comentarios, sugerencias, mentadas y hasta felicitaciones por favor en el correo adosdetres@hotmail.com. Muchas gracias por leer estas líneas y hacer que esto valga la pena.

Un abrazo.