Marisa Pineda
Haré una confesión. Cuando expreso
mi gusto por la lucha libre suele ocurrir una de estas situaciones: Que la
afición sea compartida. Que me condenen a la más oscura ignorancia por tal gozo
sólo apto, según esas mentes, para gente ínfima, bárbara, criada por los lobos.
Que me rebatan con que la lucha “es puro show”.
Cuando sucede alguna de las dos últimas situaciones, en lo que la
reprobación y las dudas arremeten -y he aquí la confesión-, mentalmente cavilo
sobre un misterio que no he podido desentrañar ¿por qué los trajes de los
luchadores no se rompen con la misma facilidad que sus máscaras?
Si pregunta cuando me aficioné a la lucha libre,
no sabré responder. No hay fecha o momento a partir del cual haya dicho “de
aquí en adelante lo mío, lo mío, es la lucha”. En cambio sí logro recordar la
de ocasiones que trataron de disuadirme de esa afición, por aquel entonces no
bien vista en una niña. Recuerdo también las miradas, mitad curiosas mitad
reprobatorias, de los vecinos de grada en las funciones en el Parque
Revolución.
A medida que la niñez se alejó,
la crítica de las mentes forjadas en el medioevo se volvió cada vez más ruda
hasta llegar a la contundente descalificación que anula todo argumento de
defensa. A su vez, la burla enmascarada de falsa curiosidad se sofisticó con
preguntas socarronas ¿A poco los golpes son de verdad? ¿En serio les duele? Dicen
que es puro “show”. Ante ello, mi afición hizo lo suyo y desarrolló un peculiar
mecanismo de defensa para cuando le toca enfrentar a alguno de esos técnicos
con alma ruda; mientras se sucede el alud de preguntas, cual cuestionario para
solicitar tarjeta de crédito, vuelvo al que es, para mi, uno de los máximos
misterios de la lucha libre ¿por qué los trajes de los luchadores no se rompen
con la misma facilidad que sus máscaras?
Allá por los años 30’s, don
Antonio Martínez creó las primeras máscaras que se emplearon en la lucha libre,
utilizando cuero para la manufactura. Además de las marcas en el cuerpo,
producto del combate, los enmascarados de entonces terminaban con la cara
raspada, y calvos por la fricción del material
de la tapa. Fue entonces que don Antonio
comenzó a emplear raso, tela que
permitía a la piel respirar y resultaba más elástica. Luego aparecieron
en el mercado nuevas fibras sintéticas, como el acetato, el nylon y la lycra,
que ampliaron las posibilidades de diseños en las máscaras.
Pero desde que eran de cuero y
agujetas, hasta hoy que son enteramente de materiales sintéticos, al fragor de
la batalla las máscaras se desgastan o se rompen, mientras que mallas, calzones
y botargas se mantienen intactos. A lo sumo lo que se rompe son las camisetas y
los tirantes de las botargas, luego de que el contrario las jala cual elástico
de tirador.
En la lucha podrá ver episodios
en que azoten a un gladiador contra la butaca y lo arrastraren hasta quedar
tinto en sangre, pero no lo verá quedar en cueros porque el equipo se le hizo
jirones en tal ajetreo. Podrá ver como se lesiona un cuerpo castigado por complicadas
y dolorosas llaves, pero no verá que el calzón se le descosa al estirarse con
tal castigo. Podrá ver al luchador arrastrarse de dolor porque le aplicaron un
faul artero, como el “calzón chino”, pero jamás verá que en tal práctica se suelte
un hilo o se descosan, ni tantito, sus
mallas.
Podrá ver a un luchador pegar
carrera al vestidor cubriéndose el rostro con las manos para salvar su
identidad porque le rompieron la máscara, pero no lo verá correr en busca de
hilo y aguja para remendar la botarga. Podrá verlo acomodando los residuos de
una máscara que apenas tapan medio cachete del rostro, pero no lo verá
acomodando las piezas del calzón para proteger salva sea la parte.
Y mientras unos se preguntan ¿Cómo
puede gustarme la lucha libre? El misterio para mí sigue siendo ¿Por qué los
trajes de los luchadores no se rompen con la misma facilidad que sus máscaras?
Muchas gracias por leer éstas
líneas y con ello hacer que esto valga la pena. En Twitter nos encontramos en
@MarisaPineda. Ahí y en adosdetres@hotmail.com
recibimos oficialmente sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta
felicitaciones. Que tenga una semana en que no se rompan ni los sueños ni las
ilusiones, de paso regálese un tiempito para leer, si ya leyó A dos de tres
como sea lee otra cosa.