martes, 30 de diciembre de 2008

A dos de tres
Marisa Pineda

¿Ya tiene todo listo para recibir al Año Nuevo? ¿Calzones rojos, o amarillos, las doce velas, las uvas, la cena, las maletas y la escoba preparadas? ¿Ya ubicó el lugar más seguro de su casa para resguardarse, en el momento en que las armas que hay en Culiacán se disparen al unísono para darle la bienvenida al nuevo año?

¿Qué le trajo Santa Claus? A esta su amiga le trajo el gusto de saberse presente en más afectos de los que quizás merece. Trajo también muchos regalos, dentro de ellos un rompecabezas que me tiene enajenada y por poco hace que estas líneas no vieran la luz.

Ahora el asunto familiar es: la cena de Año Nuevo. Cuando la de la letra era plebe en el barrio el menú de postín era el pavo, las demás opciones iban del pescado al pozole, pasando por el menudo, los tamales y el mole. ¡Ah! Y el lomo mechado (se escucha reteapantallador: lomo mechado). De postre buñuelos y tan tan. Eso de cena en tres tiempos no existía más que para la aristocracia del barrio, si tomamos como primer tiempo poner la charola con pan a la mesa.

Desde la víspera, una vecina acostumbraba anunciar su agobio porque cocinaría al animalejo. Nuestro papel en el melodrama consistía en hacerle creer que preparar el pavo era como dar un doble mortal hacia atrás desde la tercera cuerda. Una vez cocinada el ave, tenía a bien compartirla con unos cuantos elegidos a quienes, año con año, su sazón nos regalaba un pavo dorado, jugoso, con sabor a jabón.

En casa de la de la letra, Navidad o Año Nuevo eran los días en que la Progenitora hacía lo que ningún otro día del año: entraba a la cocina. Lo hacía para preparar el pavo que alguna alma agradecida le había obsequiado. El relleno que cocina la Progenitora es suculento, pero el ave no. Si no es porque uno ve lo que está masticando, bien le pueden decir que esta mordiendo un pedazo de cartón, la suela de un huarache, un pedazo de alfombra y no lo notará. Por tres generaciones hemos expuesto el caso tanto en tono de súplica como de denuncia, con nulos resultados. La Progenitora sostiene que no sabemos apreciar su sazón. Si a ello le suma que el Día de la Candelaria todavía seguía recalentando el pavo, entenderá porque dejó traumas profundos en toda la descendencia.

Pero más importante que el menú, era ¿cómo íbamos a recibir el Año Nuevo? La Matriarca exigía ir a Misa de Gallo. A ello seguían los abrazos, las doce uvas y las velas a la Divina Providencia. Para algunos cada uva era un deseo, para otros según el sabor era lo bien o mal que iría ese mes.

Desde tiempos inmemoriales el hombre ha buscado conocer qué le depara el futuro. Ello se asocia a la necesidad de seguridad. Para tal fin nos hemos valido de los astros, las runas, el tarot y un largo etcétera. Con la llegada del Nuevo Año llega la legítima aspiración de que las condiciones de bienestar mejoren. Así, se recurre a la prenda roja para que no falte el amor; a la amarilla si lo que se quiere es dinero. Los fabricantes de lencería dejan en claro para que es cada color, al añadir impresiones de corazones y de signo de pesos a los calzones rojos y amarillos, respectivamente.

En mi infancia era divertido ver a las muchachas en edad de merecer treparse al lavadero a bailar, para casarse ese año. Ahí las tenía haciendo malabares y justificando: todo sea por agarrar marido.

También había que comprar una escoba nueva y al terminar las doce campanadas barrer la casa, sacando el polvo a la calle. Eso preparaba el hogar para recibir lo bueno del nuevo año. De paso, había que arrojar algunas monedas a la banqueta para llamar a la buena suerte.

Si lo que se quería era viajar nada como agarrar una maleta y salir con ella. Año tras año ahí veía a la de la letra cargando el veliz por toda la cuadra, que digo la cuadra, la manzana.

Mientras, en casa, se prendían las velas a la Divina Providencia. Había quienes, además, encendían una vela dorada, otra plateada, una más verde y otra azul para los Arcángeles. Existía también la costumbre de velar el huevo (toma un huevo cualquiera, lo sumerge en agua, en un vaso de cristal. A las doce lo rompe, echa en el agua del vaso, a la viscosidad le encuentra forma y la interpreta como mejor le convenga). Lo hice una vez y se formó una cruz si necesidad de imaginación. Ese año la Matriarca empacó lo vivido y se fue a rendir cuentas al Creador. Debut y despedida, coincidencia o lo que sea me marcó. Suficiente para entender que no hay que tocar puertas cuando no se está preparado para lo que hay atrás de ellas.

En aquellos tiempos los cohetes todavía no estaban prohibidos y Navidad y Año Nuevo eran los días en que uno tenía permiso para tronarlos a placer: trikis, barrilitos, chifladores, luces de bengala, palomitas y pedos de bruja que dejaban la cuadra oliendo a pólvora. Casi un mes estuve escuchando un pitido agudo, causa de que al tronar una palomita no alcancé a aventarla y estalló cerca de mi oído. No medía uno peligro ni consecuencias, pese a que cada año no faltaba quien visitara la Cruz Roja por las quemaduras de algún cohete traicionero de mecha corta, o por el exceso de confianza al maniobrar la pólvora.

Sobre el peculiar sonido de los cohetes, en algunos rumbos se alcanzaba a escuchar el de una pistola que dejaba en claro dos cosas: que Fulanito tenía arma y que estaba ebrio, porque sólo así se atrevería a dispararla sabiendo que las balas perdidas podían darle a un chamaco. La cruda moral del empistolado duraba todo un año, la familia y los amigos se encargaban de que así fuera desterrándolo de las fiestas, “porque ya borracho le da por tirar”.

Un día, esta su amiga sintió como si alguien le rozara el pelo, agarrado en una cola, a la vez que escuchó un siseo, seguido de un “clac”. En lo que me llevé la mano a la cabeza voltee a ver como un ropero se rompía. Asustada ante el inminente regaño empecé a tratar de explicar lo sucedido, con igual desconcierto que vehemencia. Más desconcertada quedé cuando, lejos de regañarme por la extraña avería, la Matriarca me abrazó llorando: una bala perdida había sido la causa. La vi cerca.

Con los años uno fue escuchando como a una pistola le respondía otra, y a esas otras una metralleta, y a esa otra metralleta otra más. Así se fue la cadena año con año, hasta imponerse sobre la sirena del cuartel de bomberos y las campanas de las iglesias que eran las que anunciaban las doce.

Para recibir este 2009, por todos los medios se implora cambiar las balas por abrazos y que, por piedad, no disparen. En los noticieros locales recomiendan resguardarse en el lugar más seguro de la casa. De paso, avisan que la misa de gallo será a las seis de la tarde.

A dos de tres cierra el 2008 dando gracias por el favor de su atención, porque el que Usted lea éstas líneas hace que esto valga la pena. Cierra recordándole que los comentarios, las invitaciones, las mentadas y hasta las felicitaciones se reciben en adosdetres@hotmail.com

La de la letra cierra asumiendo su incompetencia para establecer qué año los culichis decidimos derogar la ley de gravedad, olvidándonos que todo lo que sube tiene que bajar, incluyendo las balas; cuándo el salir a dar el abrazo de Año Nuevo se convirtió en práctica de alto riesgo y el disparar al aire dejó de ser motivo de destierro para pasar a la alabanza.

Que tenga un feliz Año Nuevo, con todo lo bueno que pueda caber en un abrazo.