Ni-se-te-ocurra hacer tus gracias
porque así te va a ir llegando a la casa. ’Ora lo verás cómo te va a ir si te
pasas de listo. ¡Ay! de ti si te portas mal. Esas advertencias forjaron el
carácter de muchas generaciones. Eran dichas en un código imperceptible,
inaudible e indescifrable al que sólo podían acceder una madre y sus hijos,
pues proferirlas no requería palabras, bastaba una mirada. Una mirada que
helaba la sangre porque llevaba implícita una promesa que no era en vano.
Ahora que hasta hay campañas para
reconsiderar la pertinencia de decirle “no” a un niño, en vez de aprobarle todo por temor a
traumarlo y que luego le diga a uno que no lo quiere, se recuerdan los tiempos
en que bastaba una mirada para aprobar o reprobar una acción.
A los de la era pre-digital nos
tocaron madres, o abuelas, que nos educaron de tal forma que no se requerían
palabras para entablar un diálogo. La más de las veces esas ocasiones eran
cuando se recibían o se hacían visitas (ambas prácticas aún no caían en desuso).
Desde que se solicitaba la visita (caer por sorpresa no era bien visto y sólo se
excusaba en casos de excepción) venía el rosario de advertencias: No comas con
la boca abierta, no toques nada que se pueda romper, ¡Ay! de ti si pones manos
de hilacha y tiras el agua como siempre. Y al final la temible ¡Ay! de ti que
salgas con alguna de tus gracias para hacerme quedar en vergüenza, así te va a
ir regresando a la casa o cuando se vayan.
Llegaba uno de visita, o llegaban
las visitas, y el primer paso era saludar. Si por algún motivo se distraía y no
daba el saludo a tiempo, una mirada imperceptible a los demás se clavaba en
demanda de la reparación de la falta. Si le ofrecían a uno alguna golosina se
agradecía y por más que le hubiera gustado nada de andar pidiendo más, si le
ofrecían otra ración en fracciones de segundo se sostenía el diálogo visual en
el que se pedía permiso y se obtenía la aprobación o el rechazo. ¡Ay! de uno si
se le ocurría fingir demencia porque así le iba.
Los regaños y los castigos se aplicaban al regresar a casa o
al retirarse las visitas. Tenía que tratarse de una falta de extrema gravedad
para reprender al plebe en público. La privacidad del regaño se hacía bajo el
precepto “se trata de corregirte, no de avergonzarte como lo haces con uno, y ni
llores que algún día me lo agradecerás”.
Ahora, cuando generaciones mucho
más recientes echan de menos los tiempos en que las madres con una mirada
lograban que el plebe les hiciera caso, no le queda a uno más que reconocer que
cumplieron su promesa “algún día me lo
agradecerás”.
Gracias por leer éstas líneas y
con ello hacer que esto valga la pena. Comentarios, sugerencias, invitaciones,
mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.con En Twitter nos
encontramos en @MarisaPineda. Anímese a leer un libro, el que quiera, y
mientras que tenga una semana de agradables promesas cumplidas.