A dos de tres
Marisa Pineda
Para muchos de quienes contamos varios equinoccios viviendo en Culiacán las temporadas de calor nos provocan un dejo de nostalgia. Para nosotros el verano tiene un antes y un después, la división la establece la extinguida práctica de dormir con las ventanas y la puerta de la casa abiertas en un día de calor.
Al igual que Usted, la de la letra pertenece a una generación privilegiada. Hemos atestiguado grandes adelantos en la ciencia y la tecnología. Hoy empleamos canales de comunicación otrora de ciencia ficción, como en su momento experimentamos la emoción de salir corriendo al escuchar al cartero. Nos divierten los videojuegos como en su momento lo hizo el bote pateado. Atestiguamos el cambio de siglo y de milenio, y eso es para presumirse.
Sin embargo hay algo que, al menos la de la letra, recuerda en esta temporada con una tristeza creciente: cuando el calor no se sentía tanto porque se podía estar todo el día con puertas y ventanas de par en par, y decir todo el día incluía la noche.
Cada verano es común escuchar “el calor ahora está peor que el año pasado” y al menos yo no dudo del calentamiento global. Pero también es verdad que ahora las puertas de las casas es más el tiempo que permanecen cerradas. Además, no sé si trate de alguna corriente arquitectónica pero las nuevas viviendas tienen los techos cada vez más bajos y son cada vez más pequeñas. Es como si se tratara de un experimento para conocer a partir de vivir en cuántos metros cúbicos comienza a enloquecer una familia.
En esas condiciones, hoy en día es muy difícil sobrellevar el verano sin contar con aire acondicionado y prácticamente imposible sin el apoyo de un ventilador. Tan difícil como tener las ventanas de la casa abiertas y prácticamente imposible como dejar la puerta abierta en medio de la noche. Pero no siempre fue así.
Como en los cuentos: Había una vez un Culiacán en que el inicio de la temporada de verano la marcaba el Día de San Juan, día que caía la primera lluvia de la temporada. Los días previos el calor se sobrellevaba con la confianza de que “al cabo ya el 24 de junio llueve y va a empezar a refrescar”. El vaticinio no fallaba y puntualmente, cada 24 de junio, caía el primer chaparrón.
Era un tiempo en que el aire acondicionado no era tan popular como hoy. Las casas con cuartos refrigerados reflejaban cierta posición económica. Lo común eran los ventiladores de pedestal que, como en la ronda infantil, se paseaban de la sala al comedor según se moviera la familia.
Las ventanas de toda la casa permanecían abiertas, se cerraban cuando les pegaba el sol de frente, cuando llovía o cuando la familia salía a alguna diligencia y en el cielo había nubarrones. Si el cielo estaba limpio o no se iba a tardar mucho, lo usual era pedir a los vecinos le echaran un ojo a la casa. Con las puertas era igual.
Por las tardes, era práctica diaria poner a los plebes a barrer la banqueta y dejarla lista para sacar las mecedoras. A eso de las seis, ya todos apoltronados comenzaban la glosa de los chismes del momento. Esa práctica permitía que los vecinos se conocieran y convivieran.
Para la noche si no había refrescado se dejaba la ventana y la puerta abierta. En los barrios se sabía qué vecino dormía con pijama (un pantalón viejo convertido en short) y quien usaba los calzones “de manga larga” como tal. Las señoras andaban en bata de algodón y las chamacas en edad de merecer usaban bata y cubrebata, por aquello de que algún vago las espiara, porque ese era el más grande riesgo de dejar la puerta y ventana abierta: que un mirón espiara a la familia en paños menores.
Pero un día, que al menos yo no logro precisar, las ventanas se cerraron y se les pusieron protecciones. A las puertas se les añadieron chapas de seguridad. Las rejas se reforzaron. Las bardas se alzaron más allá de los techos y los vidrios que las remataban “para que no se brinque nadie” cedieron su lugar a cercas alambradas o electrificadas. Las poltronas no volvieron a las banquetas.
Las casas fueron cada vez más refugios que viviendas; como refugios, había que volverlas más seguras pero no contra las inclemencias del tiempo sino contra los depredadores. Los depredadores ya no eran los mirones que espiaban a las familias en paños menores. Ellos fueron los primeros en cambiar.
Con casas cada vez más herméticamente cerradas el uso del aire acondicionado se convirtió en una necesidad, aunque cada que entra el compresor se entrecierran los ojos tratando de calcular de a cuánto llegará el recibo de la luz. Ahora, familias enteras deben acomodarse en un cuarto refrigerado para poder conciliar el sueño sin despertarse al borde de la deshidratación o asustados, creyendo que una araña o algún animalito les anda por la espalda, cuando en realidad es un hilo de sudor.
Ahora, los niños y jóvenes quizás escuchen que hubo una vez un Culiacán en el cual la gente por las tardes sacaba mecedoras a las banquetas y se ponía a platicar; en el que se podía dormir con las ventanas y las puertas abiertas. Un Culiacán que se nos fue de las manos y que ya sólo queda en los relatos de aquellos, como la de la letra, para quienes el calor nos provoca un algo de nostalgia.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana que le deje muy buenos recuerdos.
(PD: Señor Don Autoridad ¿Cuántos inocentes han caído esta semana a manos del crimen organizado? ¿Hubo ya justicia para ellos? más allá de la Justicia Divina. Si apuesta a que el olvido termine de sepultarlos, error: No se nos olvida.)