lunes, 8 de marzo de 2010

A dos de tres

Marisa Pineda

“Antes o después, llega siempre un momento en el cual estás obligado a elegir,
y a partir de ese instante sabrás para el resto de la vida quien eres verdaderamente”
Roberto Scarpinato
(Magistrado italiano, miembro de la lucha contra la mafia)



Llevo una semana y no atino cómo escribir este texto. Creí que una semana sería suficiente para superar los sentimientos encontrados y lograr unas líneas medianamente coherentes, no lo logro. El crimen de Genoveva Rogers Lozoya, la socorrista de Cruz Roja Culiacán asesinada en el cumplimiento de su deber fue piedra de toque para mí. Al momento de escribir esto todavía la impotencia, el coraje, la vergüenza y la admiración se anudan en mi estómago.

No alcanzo a imaginar el dolor de la familia, los compañeros y amigos de Genoveva. Les admiro su fuerza de espíritu. Esa fuerza necesaria para seguir adelante, para volver a un hogar que quedó incompleto. Esa fuerza para imponer el Deber (así, con mayúsculas) al instinto de conservación y regresar al puesto de socorros en donde el cristal roto y las manchas de sangre, por más que se reemplacen y se limpien, no se borrarán de las mentes de quienes vivieron ese momento.

Quienes nos criamos en las inmediaciones de las estaciones de Bomberos y de la Cruz Roja alguna vez deseamos ser parte de ellos. Cuando salía la convocatoria para el curso propedeútico allá íbamos, toda disposición. Ya nos veíamos en las ambulancias o en la delegación. La exigencia de estar presente los fines de semana, por las tardes o en la noche era la primera criba. El tener contacto directo con el dolor era siguiente filtro. Recibir como sueldo la mera satisfacción de haber servido, era el punto final. Aquello sólo era para elegidos.

Genoveva Rogers Lozoya tenía apenas 20 años de edad. La mataron un fin de semana. Un fin de semana que es cuando la inmensa mayoría de las chamacas de 20 años están planeando a dónde saldrán. A qué cine irán, qué película verán. A dónde irán a cenar. A dónde irán a bailar, qué se pondrán, quienes irán. Pero Genoveva no, ella estaba como radio operadora, canalizando la ayuda a aquellos que con apenas escuchar del otro lado de la bocina “Cruz Roja” saben que el auxilio va en camino.

Ahí, a su lugar de servicio llegó la muerte. Una muerte que desde hace muchos meses se veía venir. No se sabía quién caería, pero todos quienes ahí sirven saben que desde hacía tiempo la muerte rondaba la delegación. Lo sabían los paramédicos y choferes de ambulancia a quienes habían interceptado gente armada para rematar al herido que trasladaban. Lo sabían los médicos, enfermeras y socorristas que estaban en la base cuando llegaban a, literalmente, aventarles heridos -más muertos que vivos- e instantes después llegaban otros a terminarlos.

Tenían meses advirtiéndolo, clamando por apoyo. Sabían que iba pasar, que cada vez faltaba menos tiempo para que alguien cayera en servicio. Y pasó, la de los socorristas no era llamada en falso.

Y ahora sí clamaremos por frenar la violencia. Y eso me anuda más la tripa, porque si bien el propósito es noble, no falta el oportunista que ha hecho de ese llamado un modo de vida. Porque muchos que reniegan del narcotráfico, sus protagonistas y su modo de vida para nada le hacen el feo al consumo de uno o varios de sus productos.

Porque durante muchos años “que se maten entre ellos” ha sido premisa de buena parte de la sociedad. Pero resulta que ya no contratan sicarios de aquellos que se mataban entre ellos, de los que una bala era suficiente para hacer el trabajo (o muchas balas, pero un solo muerto, el que habían encargado). No, ahora son matones que sueltan tiros a diestra y siniestra con la esperanza que al menos uno de ellos pegue en el blanco, sin importar los demás muertos que dejan.

Se me enreda la tripa porque no falta mucho para que empiece el Mundial de Fútbol y el asesinato de Genoveva se nos olvide, como se nos ha olvidado el de la niña Brennie (por cierto, ¿ya está pagando quien la asesinó por la espalda para quitarle cien pesos?), el de la bebé Idania (con su sonrisa de muñeca), muerta por una bala perdida en Año Nuevo del 2007, el de aquel padre de familia que asaba carne cuando otra bala perdida lo mató, también en Año Nuevo, el de un vendedor de elotes y su hijo que quedaron en un fuego cruzado frente a un antro que estaba por el viejo Malecón, el de… todos aquellos cuyos nombres se pierden en el recuerdo y sus historias en legajos en cajas de archivo muerto.

Se me anuda el estómago porque no alcanzo a imaginar a cuántos muertos estamos de volver a vivir tranquilos. A cuántos muertos estamos de recuperar aquel endeble equilibrio entre criminales y civiles. A cuanto estamos de volver a decir que un día estuvo calmado por algo más que por el número de personas asesinadas. Cuánto nos falta para que las muertes de todos los ajenos al crimen organizado no sean en vano.

Muchas gracias por leer éstas líneas. Abusando de su paciencia me permitiré pedirle algo: mientras pueda no pierda la memoria. No permita que le arrebaten la capacidad de asombro y de indignación, que al menos eso nos quede. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com

Que tenga una semana plena de fortaleza de espíritu.