A dos de tres
Marisa Pineda
En cuanto pasan las Fiestas Patrias, disfraces para Halloween y calaveritas de azúcar de Día de Muertos comparten espacio en las tiendas, en singular unión cultural. Mientras, allá, en un engañoso segundo plano, los adornos navideños empiezan a acaparar espacio. Cual humedad en el tirol se van colando hasta que, en un parpadeo, ya todo son pinos, esferas, luces y juguetes. ¡Juguetes! Mucho cuidado con ellos, mire que pueden dejar desengaños que ni el paso de los años aliviará. ¿O acaso ya logró superar que el horno mágico dejaba crudos los pasteles? ¿O que, estirar al hombre elástico era una labor que requería de toda la familia?
Dice la canción que de octubre “son las lunas más hermosas”, y de octubre son los días en que comienzan a levantarse los circos, castillos y palacios de los juguetes que ofrecerán aquello que, a la par, se empieza a ver en televisión y se desea para Navidad.
Con el mismo entusiasmo que hoy se busca un Xbox o un Wii, se entraba, cuando la de la letra era plebe, a las “gigantescas carpas” (decía el anuncio) a buscar las novedades. Los inclinados al deporte iban derechito a las bicicletas Bennotto, los bates, raquetas, manillas y pelotas. Para quienes tenían aspiraciones científicas estaban los microscopios y los estuches de química Mi Alegría. Los millonarios en ciernes preferían el Turista Mundial. Para el resto de los comunes, la compañía Lilí-Ledy tenía una amplia gama de muñecas, pistas para cochecitos y las mayores novedades tanto en productos, como en comerciales.
Así como lo importante es el juego, no el juguete, así de importante era la publicidad en televisión. Ahí, quedaron para antología las extraordinarias y efectivas campañas de lili-ledy. Sus comerciales eran historias con principio y fin, muchas de ellas cantadas, que cerraban con la rúbrica, también cantada, “es lilí-ledy los juguetes para ti y para mí”, que tiempo después cambió a “está hecho pensando en ti, es lilí-ledy”. Entre los juguetes más populares de la marca estaban: la muñeca lagrimitas, el horno mágico y la máquina de raspados multisabores. Generaciones enteras quedaron marcadas por tener, o por quedarse deseando, alguno de esos juguetes.
Lagrimitas tenía un jingle que decía “llora y llora y mueve sus manitas, sólo se contenta llevándola a pasear, a comer, a bañarse, a dormir, es lagrimitas lilí”, al final, rápidito, una dulce voz femenina soltaba: lamuñecaylosestuchessevendenporseparado. Pasada la euforia navideña, el jingle se convirtió en burla para los quejumbrosos y Lagrimitas en apodo.
Tres meses de estar duro y dale, un día sí y otro también, fructificaban y ahí, al pie del árbol, estaban las cajas. A medida que uno desgarraba el papel el júbilo se empañaba por la sospecha, algo no andaba bien. Un paquete, la recámara de la Lagrimitas; otro, el cuarto de baño de la Lagrimitas; otro más, la carreola de Lagrimitas; y otro más, la mesa periquera para que comiera Lagrimitas; al final, los papás instando emocionados: anda, te falta uno, ábrelo a ver qué es. ¡Lagrimitas! Oh-oh, la Lagrimitas no medía más allá de quince centímetros. ¡Cabía en la palma de la mano! Se le echaba agua con un gotero y sí, al movérsele los brazos el agua cubría su rostro, pero para nada que era como se veía en la tele. Lloraba, sí, y uno con ella, diciendo para sí mismo: debí haber pedido la máquina de raspados.
Y al siguiente año, algo había hecho uno bien que Santa Claus lo premiaba, ahí estaba: una gran caja. La máquina de raspados multisabores sí era como se veía en la tele (no, como la Lagrimitas). Traía vasos, cucharas, sobrecitos de kool-aid para preparar los jarabes, popotes y su instructivo, porque había que armarla. Una vez ensamblada, se debía colocar el hielo, girar la manivela, llenar los vasitos con el hielo raspado, añadir el jarabe y a disfrutar. Así decía el instructivo que era el proceso, así se veía en la tele, pero ¡no! La realidad ¡No era así!
Para cuando uno daba la primera vuelta a la manivela ya había fila de gorrones pidiendo un raspado. Para cuando el aparato por fin lograba raspar el hielo, apenas se juntaba una cucharada, el resto se había derretido. ¿Qué pasaba? Hay que ir a cambiar la máquina, viene mal, llamaba alguien. No la armaste bien, culpaba otro. Por allá una voz con sentido común advertía: es un juguete. Debí haber pedido el horno mágico, decía uno para sí mismo.
No hay fecha que no se llegue ni plazo que no se cumpla y el 24 de diciembre llegaba. Otra vez, algo había hecho uno bien para que Santa lo premiara con el horno mágico; ¡Que real se veía! Más bonito que en la tele. En el anuncio, por un lado del horno se deslizaba un molde con harina y por el otro lado salía ya convertido en pastel. Había Santa Claus pudientes y con iniciativa que dejaban en complemento un juego de té, “para que tengas donde poner tus pasteles”. ¿Se podía pedir algo más a la vida? Pronto descubriría uno que sí.
Tras abrir la caja, uno descubría que el complemento para el horno mágico no era un juego de té, sino dos focos de 40 watts y una dotación de baterías, de las gordas. El horno mágico traía sus paquetitos de harina preparada Mary Baker, sus moldes y hasta charola adornada para colocar los pasteles. Lo que no traía eran los dos focos que requería para producir el calor que haría que la masa se cociera. Tras quitar los focos de las partes menos concurridas de la casa, se procedía a descubrir que para que los focos prendieran era indispensable la energía de cuatro pilas de las grandes. ¿De dónde se sacarían las baterías si todo estaba cerrado? ¡El radio! Y allá iba la familia a quitarle las pilas al aparato para colocarlas en el horno mágico. ¡Encendía!.
Se preparaba la masa. Masa al molde, molde al horno, click…. tres minutos… la luz del foco se pone pálida…. Cinco minutos… está más pálida…. ¿le falta mucho? Las pilas ya se acabaron y no hay más. La masa ha quedado cruda, pero el molde lo suficientemente caliente para quemarnos los dedos. “Y ni se te ocurra que voy a estar gastando en pilas de las gordas, mira que ya me quedé sin radio. ¡Ah! Y ni creas que te vas a comer esa masa cruda, porque te vas a empachar” sentenciaba la madre en lo que le curaba a una la quemada que le había dejado el horno mágico.
Debí haber pedido el estuche de química Mi Alegría, decía uno para sí mismo.
Gracias por leer estas líneas y más gracias al 25 por ciento de los lectores de este espacio por proponerlas. Eso hace que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias (mire que sí hacemos caso), mentadas y felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una semana sin desilusiones.