lunes, 10 de noviembre de 2008

A dos de tres
Marisa Pineda
Yo que sólo canté de la exquisita /partitura del íntimo decoro, /alzo hoy la voz a la mitad del foro/ a la manera del tenor que imita/la gutural modulación del bajo, /para cortar a la epopeya un gajo.
Así empieza La Suave Patria, poema de Ramón López Velarde, que era indispensable en todas las ceremonias escolares para conmemorar la Revolución Mexicana. El 20 de Noviembre esta a la vuelta de la esquina, en lenguaje de padre de familia eso significa: uniforme nuevo y/o caracterización del retoño para el desfile y/o homenaje.
Cuando la de la letra iba en la primaria por estos días empezaban las audiciones para los bailables. Dada la naturaleza del festejo el repertorio era exclusivamente de folclor mexicano; el Jarabe Tapatío era de rigor, al igual que los corridos revolucionarios, “La Adelita”, “La rielera” y “La cucaracha”, a la cual todavía no le censuraban el por qué no podía caminar.
Una vez elegido el cuerpo de baile, el resto del grupo pagaba tener dos pies izquierdos siendo lanzado a la declamación. La Suave Patria invariablemente era coral.
Mención aparte merecen la escolta y la banda de guerra, esa era la crema y nata escolar. No faltaba quien cuestionara los méritos de Fulano o Sutano, justificando su inclusión en el selecto grupo con la envidiosa explicación: “es que le cae bien al profe”.
La banda de guerra se integraba por alumnos de cuarto a sexto grado, a quienes desde temprana edad les había hecho justicia la Revolución. A cambio de ver al resto del plantel por debajo del hombro, no importaba cargar con los tambores o la corneta como apéndice; día tras día, de ida y de vuelta a la casa “para practicar”.
Plebe que llegaba con tambor o corneta a su casa, madre que se paraba de pestañas porque sabía que ello significaba invertir en guapear la pieza con un paño con galones; así como en el uniforme de gala del chamaco, sin contar la caminata en busca de las borlas para las mangas de la camisa, la boina y los guantes blancos. Todo para contemplar al cachorro destrozar el compás de los tambores, o ver como se iba poniendo morado porque el aire no le daba para terminar la parte de la trompeta, por más que hinchara los cachetes.
En las casas de quienes les había tocado bailable la estampa era similar. ¿Qué vas a salir de qué? ¿Y para cuando tenemos que mandar el dinero? Exclamaban los paterfamilias cuando uno entregaba el papelito mimeografiado enviado por la maestra, donde anunciaba que la criatura participaría en el Festival para Conmemorar la Revolución Mexicana, por lo cual solicitaba el anticipo para los trajes de los bailables. No fueron pocos aquellos padres que, tras hacer cuentas, reclamaran “¿por qué mejor no te escogieron para la recitación?”.
Tenían razón, los de la declamación salían prácticamente ilesos en cuanto a vestuario se refería. A cambio de ese ahorro, debían ejercitar la memoria y aprenderse en tiempo record los versos de La Suave Patria, del poeta zacatecano Ramón López Velarde, considerado como el poeta nacionalista de la Revolución Mexicana. “Suave Patria permite que te envuelva en la más honda música de selva, conque me modelaste todo entero al golpe cadencioso de las hachas y pájaros de oficio carpintero”.
Esa estrofa la declamaba un grupo de uniformados relucientes que decía al unísono: “Suave Patria”. El solista en turno daba un paso al frente, ponía cara de circunstancia, la mirada fija en el infinito (“que nada te distraiga” recomendaba la maestra) y con voz engolada recitaba el resto, mientras el brazo derecho y el izquierdo subían y bajaban alternadamente, como en cámara lenta, para rematar con ambos brazos al frente a la altura de la cabeza. Al final, tras bambalinas salían los reclamos: “el Fulanito no más abrió la boca y el perenganito iba por su lado”. Sí, porque sincronizar las palabras Suave Patria era casi tan difícil como sincronizar los semáforos peatonales de la Obregón (en los que por cierto se ven pasar los ocho segundos más rápidos de la existencia, cuando del 19 se brinca al once. La vida es un suspiro).
Pero el asunto no terminaba ahí, no, estaba otro grupo: el de los que desfilaban caracterizados. A quienes les tocaba ser Emiliano Zapata tenían fácil la encomienda: el pantalón no era problema, la camisa tampoco, se reciclaba el sombrerote que había quedado de la noche del grito, dejando el Viva México y tapando con pintura Vinci el cab... Un pedazo de peluche negro, pegado con cinta adhesiva, resolvía el bigotazo.
Para los que les había tocado ser Francisco Villa, Venustiano Carranza o Álvaro Obregón el panorama era más complicado. El traje se resolvía con un pantalón y una camisa marca Gacela (las más baratas por entonces) color caqui; unos botones dorados hacían las veces de estrellas, dando lugar a que en aquellos desfiles hubiera generales hasta de media docena de estrellas. Un tubo de cartulina negra en cada pierna convertía inmediatamente a los choclos escolares en botas; en tanto que un sombrero de cartoncillo gris, con mucha imaginación quedaba igual al del general Villa. Quien iba así sabía bien, en su interior, que por más esfuerzos de la madre, la caracterización había quedado bien lejos del Pancho Villa de las estampitas, o de las películas de Pedro Armendáriz. El espejo decía que se asemejaba más a Agallón Mafafas, el personaje del dueto cómico Los Polivoces. Pese a lo que dijeran las bondadosas progenitoras, el plebero se encargaría de confirmar esa última semejanza.
Quien sabe por qué razón a los desfiles se les añadían bastoneras. Nada que ver, pero allá va el grupo de animadoras post-revolucionarias. Falda corta con mucho vuelo, botas altas y un sombrero como de domador de circo eran el uniforme de este grupo. El cartoncillo de nuevo llegaba a salvar la situación haciendo las veces de bota y sombrero, con el añadido de que había que recubrirlo con papel lustre para que pareciera charol. ¡Pura opulencia!
Al pasar a la secundaria, el asunto se repetía, con la salvedad de que al llegar a la pubertad el sentido del ridículo se hace tan presente como los barros en la cara. La almidonada interpretación de la Suave Patria se volvía motivo de crueles parodias. Salir en el bailable dejaba de ser premio para convertirse en castigo a la gracia y el donaire. Pertenecer a la banda de guerra era un suplicio porque los ensayos eran más frecuentes y las distancias a recorrer más largas. Ser bastonera era una imborrable oportunidad para escuchar las más asquerosas obscenidades y descubrir que para ese papel no se requería talento, sino estómago.
A estas alturas del partido, aquel cuya madre le decía que llevaría botas de cartón prefería tragarse un triángulo de Magsokon, para provocarse una incontenible diarrea, antes de enfrentar el escarnio de toda una escuela. Preferible perder un punto, o que lo reprobaran en Civismo, que desfilar con una caracterización tan chafa.
Suave Patria: tu casa todavía /es tan grande, que el tren va por la vía /como aguinaldo de juguetería. Ya viene el 20 de Noviembre, si tiene hijo en edad de desfilar, ¡por piedad!, no permita que estrene zapatos ese día. Cómprelos antes para que los horme. Recuerde como quedaba uno con los pies ampollados, sangrantes, tras desfilar con zapatos nuevos. Acuérdese.
Comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com. Muchas gracias a Alejandra Arano por la calaverita que tuvo a bien obsequiar a este espacio y a la de la letra. Gracias por hacer que esto valga la pena. Que tenga una semana sin ampollas en el ánimo.