miércoles, 6 de febrero de 2008

A DOS DE TRES

Marisa Pineda

El hombre llegó a la sala de revisión, tomó su lugar en la fila y colocó en un pequeño contenedor sus objetos personales. De las bolsas del pantalón salieron: un teléfono celular, unas llaves, una cartera, papeles y un paquete, ya abierto, de chicles. Se quitó el cinturón, el reloj, unas esclavas, un reloj y una cadena que fueron a dar con las demás pertenencias. En lo que la cajita de plástico con sus cosas circulaba frente a la máquina de rayos equis, el señor aquel cruzó por el arco detector de metales, que ni ruido hizo. De pronto, un oficial con un detector portátil se acercó, muy educada y amablemente le pidió “por favor quítese los zapatos”. La cara del hombre cambió, en sus labios se dibujó una mueca que quería parecer sonrisa, con trabajo logró articular “qué…có-có…mo”. Sí, quítese los zapatos, le respondió el oficial con menos amabilidad y en tono de orden. Ahí, empezó todo.
A nadie de los formados en la cola se le escapó la acción. Miradas, elucubraciones y cuchicheos empezaron sincronizados. El hombre, nervioso, sorprendido preguntaba ¿quiere que me quite los zapatos? ¿por que?, ¿por que sólo yo? La amabilidad del guardia empezaba a ceder y categórico reiteraba “si señor, quítese los zapatos”. Pero por qué, replicaba el señor, ahora en tono de franco reclamo. “Porque es parte de la revisión”, ya para entonces no era uno, sino dos oficiales con radio en mano, además de un soldado quien, callado y a corta distancia, seguía el episodio.
Momentos antes, el hombre aquel, como todos los pasajeros que transitaban por el aeropuerto, habían tenido que abrir valijas y bolsas para que fueran espulgadas. Maletas hechas de manera minuciosa y otras al ahí se va eran tratadas por igual por aquellas manos enguantadas, que las auscultaban como si les estuvieran practicando un Papanicolau. Sin piedad, calzones, brasieres, camisetas, calcetines, zapatos y enseres personales quedaban a la vista de los vecinos de revisión.
Ahora, esos pasajeros veían como uno de ellos era separado del resto conminándolo a que se quitara los zapatos. Sólo el, nada más el, tan igual que parecía. Pantalón de mezclilla, camisa oscura, chamarra de piel, sin ninguna alhaja ostentosa, al menos no a la vista, botas de piel...¡ahaha! Botas de piel.. mhmm... capaz que anda en bajo perfil.
Para entonces el comportamiento de los de la fila había cambiado. La indiferencia había cedido, formándose dos grandes bandos; el de los que queriendo parecer discretos, revisaban sus pertenencias una y otra vez, siempre volteando para donde estaba el hombre aquel, y el de los que, en franco descaro, se habían detenido a esperar el desenlace.
Ya no había prisas. Pareciera que todos los de la cola hubieran sido avisados que sus vuelos saldrían hasta que se enteraran del final de la historia.
Una señora, muy cargada de prudencia y de instinto, con una mano agarraba su saco y sus bolsas de la banda de revisión, y con la otra prácticamente arrastraba al niñito que la acompañaba, “apúrate, camínale, no vaya a ser un narco” le advertía al chiquillo que no despegaba los ojos del hombre aquel.
“Qué traerá, por qué lo separaron de la fila”, preguntaba una muchacha a otra ¡Ay no!, tu crees, que impresión”, le contestaba.
Otros guardaban silencio, pero en sus miradas había un cierto reproche. Un señor, ya entrado en años, fue más allá al asentar “estos narcos ya nada respetan”, vio al hombre con desprecio y siguió adelante, renegando.
En tanto, el hombre aquel veía su negación llegada a su fin con la aproximación de dos uniformados más. Sus reclamos cesaron, guardó silencio y con parsimonia se agachó y bajó los cierres de las botas. Sacó un pié y fue como si empezara un striptease para el morbo. El último ápice de discreción cedió y las miradas se clavaron en los pies del tipo. El otro pie salió del calzado, los oficiales tomaron las botas, los soldados se acercaron, las vieron, bajaron la voz, cruzaron palabras que sólo ellos oyeron. Se acercaron al hombre. Callados, lo vieron, le devolvieron las botas y con un ademán le indicaron que siguiera su camino. Al resto de la fila y a los mirones les soltaron un imperativo: “avancen”.
Todos avanzaron. En el aire se escuchaba el concenso “Es que ya no se sabe”. También se oían las risas mal disimuladas al recordar la piel desnuda del hombre expuesta ante todos, asomándose pudorosa, por el hoyo del calcetín.
Moraleja: si va a viajar por avión póngale talco a los zapatos y use calcetines nuevos o, mínimo, sin hoyos.
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Gracias por su atención y con ello hacer que esto valga la pena. Que tenga una buena semana.