lunes, 29 de agosto de 2011


A dos de tres

Marisa Pineda

El ring se crece, abandona su natural espacio de seis por seis para extenderse a lo largo y a lo ancho convirtiéndose en el mayor escenario de la rudeza innecesaria: la vía pública. Gracias a las aportaciones de los cinco lectores de este espacio, así como a una que otra experiencia propia, continuamos con la Guía de la Rudeza Innecesaria en el Día con Día, ahora con el capítulo Vía pública, el cual abarca tanto a la que le da tremendo golpe con la bolsa, sin voltear siquiera a decir “disculpe”; hasta el panterón que lo hace ver su vida en fracciones de segundo al estar a punto de atropellarlo, porque va hecho un bólido en un vehículo oficial.

En la banqueta no sólo hay que lidiar con los piropos y albures del galán otoñal que se instala para ver pasar a las plebes en edad de merecer, desnudándolas con la vista y aire de “me merece”, “no me merece”. En la banqueta, además de sortear a vendedores ambulantes, hay que poner alerta todos los sentidos por si salta el gandalla armado que reclama la cartera, el teléfono celular o sin mediar palabra le arrebata la bolsa o le deja el cuello sangrando porque le arrancó una cadena que era, o parecía, de oro.

Pero si uno creía que por ir a pie no hay problemas de vialidad en la banqueta, equivocación, también hay cafres peatonales. Están, por ejemplo, aquellas (de nuevo con la pena, pero casi siempre son mujeres) que se ponen a platicar ocupando la vía. Se instalan en el blablablá y ni se inmutan porque los demás, para sacarles la vuelta, tengan que bajar al arroyo de la calle. Son el equivalente a estacionarse en doble fila.

Están también quienes van repartiendo golpes al andar. Caminan moviendo los brazos como si fueran en una escolta militar y no les conmueven  los “¡Ay!” y los moretones que dejan a su paso. Puede pedirles de buena o mala manera que tengan precaución, pero no voltearán. Van derecho y no se quitan.

Algo similar ocurre con las despreocupadas que, en vez de manotazos, reparten bolsazos al caminar. Lo curioso es que pareciera que cada golpe que dan lo sufrieran ellas porque cada que lo asestan exclaman “¡Ay!”, pero hasta ahí llega, raramente al lamento seguirá un “disculpe”, todo queda en una queja como si le prestaran voz a la dolida bolsa.

Y mientras eso pasa en la banqueta, cuando se llega a la calle la pregunta obligada es ¿qué le hacen los vehículos a la personalidad de algunos? En cuanto se colocan frente al volante y encienden la marcha se transforman, se sienten superiores a cualquiera, todopoderosos… aunque el vehículo sea del patrón que les encargó llevarlo a lavar o usarlo en algún mandado o, más patético aún, en las puertas tenga el logotipo de alguna institución oficial.

Parece que cuando a alguien le va bien la manera inmediata que tiene de demostrarlo es comprándose un vehículo de esos que cuestan lo que cinco casas (o más) de interés social, con motor muy potente, con hartos caballos de fuerza. Se trepa y ¿qué hace? Pasearse por las principales calles de la ciudad, las más concurridas, hecho la raya. En su demostración pública de grandeza poco le importa estar a punto de despachar al otro mundo a peatones de todas las edades, o de provocar un accidente entre los demás automovilistas.

El lleva prisa por demostrar a todos que tiene para comprarse el vehículo de sus sueños, que él ya hizo dinero y no es más uno de esos jodidos de a pie. Como mera recomendación: si lo que desean es que uno admire su recién adquirido poderío la peor manera de hacerlo es ir por las calles como enfermo de diarrea buscando un baño. Con el susto uno no alcanza a distinguir ni marca, ni modelo, mucho menos al nuevo rico. En cambio, si circulan despacio dan tiempo a que uno se le caiga la baba y sea carcomido por el germen patógeno de la envidia. Mera sugerencia.

Pero cuando el que circula de esa forma va en vehículo oficial, aquello se vuelve patético. Qué necesidad hay que un empleado de la Secretaría de Asuntos Intrascendentes vaya como si fuera tripulando una ambulancia a prestar socorro. Pasa en zumba, dejando con el Jesús en la boca a los que estaban cruzando la calle, y todo para quedarse parado en la siguiente esquina porque le tocó semáforo en rojo, atrapado entre camioneros o automovilistas más rudos que él que sí llevan vehículos propios, no comprados con recursos públicos. Aquí la recomendación es: si va a emplear como suyo un vehículo oficial, cuando menos quítele las insignias.

Y la guía sigue, pero, de nuevo, el espacio se agota. Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena.

Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com

Que tenga una semana sin prisas.

(PD: Don Autoridad, 53 muertos, cincuenta y tres, al momento de redactar estas líneas en el incendio provocado en el Casino Royale en Monterrey. ¿Habrá justicia para ellos y para los otros inocentes caídos a manos del crimen organizado? Más allá de la Justicia Divina. Don Autoridad, 53 muertos en un solo hecho, ¿Cómo puede dormir? ¿Cómo puede comer Don Autoridad? ¿Cómo lo logra? Si cree que el olvido terminará de sepultarlos, error: no se nos olvida).
(PD 2: Solidaridad con el gremio periodístico sinaloense por el asesinato de Humberto Millán Salazar.)