martes, 7 de abril de 2009

A dos de tres

Marisa Pineda

Era un bikini de lunares amarillos, diminuto, picosito…

Al igual que los calendarios, los espejos y las básculas, las vacaciones de Semana Santa deberían figurar dentro de las formas de medir el paso de los años. En estos días, justo en estos, uno corrobora que todo tiempo pasado fue anterior y las vacaciones soñadas cambian drásticamente: de estar en una playa atiborrada, alimentándose de atún directo de la lata, pasan a quedarse en casa, apertrechado tras un altero de películas, exclamando plenamente convencido: prefiero descansar.

En la etapa más temprana de los recuerdos, poco importaba a dónde lo llevaran los padres a uno, playa, río o rancho era lo de menos. Se carecía de voz y voto. Si se intentaba ejercer el derecho de pataleo era silenciado con un contundente “te callas y obedeces”. Las vacaciones soñadas, pues, consistían en dos semanas sin ir a la escuela; el destino era irrelevante, siempre y cuando hubiera con quien jugar, ya fueran primos o nuevos amigos.

Era una etapa en que la mayor preocupación era, quizás, ser de los contados que se quedaban en una ciudad desolada. Ante ello, pisar una aguamala, un vidrio o una lata pintaban más como testimonio vacacional que como lesión. El otro temor, el mayúsculo, se manifestaba 24 horas antes de regresar a la escuela, cuando la madre preguntaba ¿hiciste la tarea? Era domingo, uno aún estaba empiyamado, con el pelo revuelto y los ojos lagañosos, ¡qué se iba a tener hecha la tarea!, es más, si no era por la pregunta ni se hubiera acordado. El resto del día transcurría con una permanente letanía de reproches “te dije desde que saliste que la hicieras o que le fueras avanzando, si no te pregunto no la haces, cómo es posible que no encuentres un lápiz si te he comprado muchísimos, más te vale que la termines porque si no…etcétera”. En lo que uno buscaba la mochila, encontraba el lápiz y abría el cuaderno, la realidad caía aplastante sobre los hombros: las vacaciones de Semana Santa habían llegado a su fin.

Los años transcurren hasta que llega una Semana Santa reveladora, esa en la que se descubre que el amigo del primo no está feo y ya no nos cae tan mal como el año pasado. Es la etapa en que uno está dispuesto a emprender un juicio de emancipación paterna, si los padres insisten en que usemos ropa interior abajo del traje de baño. Son las vacaciones en que uno se inventa una alergia oportunista antes que quedar con el delator tufo de las sardinas con cebolla, a las que apenas el año pasado les hincaba el diente con singular apetito.

No pasará mucho para que llegue la Semana Santa en la cual “te callas y obedeces” será algo muy lejano. Es el arribo a la etapa en que el destino vacacional lo definirá el grupo de amigos, y el lugar más divertido será aquel donde más gente haya. En esta etapa las incomodidades no importan, lo que vale es estar en El Lugar y con La Gente.

Que levante la mano el que no tenga una anécdota de vacaciones de Semana Santa donde fue a dar a casa de alguien que ni conocía. O aquel que terminó compartiendo una habitación sencilla, baño incluido, con cinco personas más, porque todos los hoteles estaban llenos.

Son los tiempos en que lo peor que puede pasar es que los días santos estén nublados o llueva. Condición que sólo es superable, en el caso de las mujeres, a que los días de Semana Santa sean justamente “esos días”, entonces el nublado y el frío caerán de perlas. Nada es comparable a regresar con el mismo tono de piel porque no hubo sol, ni siquiera volver al borde de la neumonía tras meterse a la alberca o al mar con el agua helada, soplando un viento más helado aún.

Es la etapa en que el tiempo no importa. Hacer una fila más larga que la que habrá para entrar al infierno no pinta con tal de estar en el antro de moda. Es la era en que el éxito vacacional se mide por el bronceado, los conocidos a quien vio y que lo vieron, y por la lista de teléfonos o correos electrónicos que recabó de los nuevos amigos.

Así las cosas, de pronto se descubre que la algarabía que producían las vacaciones de Semana Santa se ha convertido en desconcierto. ¿Cómo, en un mes ya es Semana Santa? Se lanza al ropero, saca el traje de baño y el desconcierto se transforma en angustia al descubrir que aquella prenda “qué hace que me quedaba bien” ya no le sienta. La celulitis ha sentado sus reales en muslos y nalgas, y la panza es inocultable por más que se zuma.

Esa Semana Santa es la piedra de toque en que uno se cuestionará ¿Dónde está la diversión en andar peregrinando con una toalla al brazo, en busca de medio metro cuadrado de playa disponible? ¿Qué tiene de entretenido meterse a la alberca y estarse parado, inmóvil, porque no hay espacio para dar siquiera dos brazadas? Para colmo, uno sentirá que todas las miradas de los vacacionistas están sobre los muslos, las nalgas o la panza pero con un morbo distinto al de años anteriores. Es entonces cuando uno aprecia los esfuerzos de quien inventó el wonderbra, que ayuda a contrarrestar los efectos de la alianza perversa entre el tiempo y la ley de gravedad.

Sí, esa Semana Santa descubrirá que dejó de ser divertido pagar más por hacer filas eternas para comer, para comprar agua o cualquier cosa, ya no se diga para entrar a un antro. Es la etapa en que ¡claro que importa! compartir el cuarto con cinco personas más, tres de las cuales ni siquiera se habían visto antes.

Es entonces, de regreso a casa cuando uno decidirá que, en lo sucesivo, no volverá a las playas cuando esté atiborrado de gente y todo más caro. Es ahí cuando se cambia el rumbo y el destino apunta a lugares coloniales y metrópolis. Es también cuando se descubren o revaloran pequeños placeres: dormir; levantarse tarde; que sea mediodía y aún no se haya peinado, bañado o lavado los dientes; quedarse en pijama todo el santo día; beber directo del envase si le apetece.

Es entonces cuando las únicas filas que está dispuesto a hacer son: para rentar una pila de películas, con todos los títulos que no vio en el cine porque cuando tuvo chanza de ir fue para descubrir que ya los habían quitado; y para hacerse de provisiones suficientes para llegar al lunes de Pascua.

¡Ah! porque justo en esta etapa es cuando las dos semanas de vacaciones de los primeros estadios se han reducido a cinco, tres, dos o a un día, que saben a gloria.

Sí, las vacaciones de Semana Santa, al igual que los calendarios y los espejos, bien pueden figurar dentro de los mecanismos para medir el paso del tiempo. ¿Usted en qué etapa va?

Muchas gracias por leer éstas líneas, más en temporada vacacional, y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com Que tenga una semana de diversión y descanso, en la forma de su preferencia.