A dos de tres
Marisa Pineda
Anda circulando en internet una presentación en pauer point titulada "Puro Sinaloa". Comienza con la de vergüenzas que pasamos en otros sitios, cuando decimos que somos de por acá. Continúa con el reconocimiento al problema del narcotráfico y enseguida extiende la invitación a que la entidad libre de tal pecado tire la primera piedra.
¡Ah, verdad!, ya empiezan a hacerse esos silencios incómodos en los que se voltea mal disimuladamente para todos lados. La presentación hace luego un recuento de la riqueza natural de Sinaloa y ofrece una muestra de los sinaloenses que han brillado en las artes, las ciencias, el deporte y la cultura, todos ellos reconocidos por propios y ajenos.
En la lista figuran, entre muchos otros, Juan de Dios Bátiz, Jesús Kumate Rodríguez, Inés Arredondo, Teodoro Higuera, Jared Borguetti, Pedro Infante, Lola Beltrán, la Banda de El Recodo y ¡épale!, falta doña Chayito Valdez.
Que quiere, el escucharla en cuanta rocola había por los rumbos donde se crió la de la letra, convirtió a Chayito en entrañable. Sí, porque antes de Paquita, de Jenny y de la D'Alessio estuvo Chayito Valdez cantando aquello de "paloma de dónde vienes, vengo de San Juan del Rio, cobíjame con tus alas porque me muero de frío". Chayito confesando, sin culpa o arrepentimiento: "tres veces te engañé, tres veces te engañé, tres veces te engañé..." , Chayito sumando éxito tras éxito.
Dentro de los archivos en la memoria de esta su amiga, están las incontables ocasiones en que vió llegar la ambulancia a alguno de los pomposos restaurantes-bares (más bares que restaurantes) o a las francas cantinas, en busca de un parroquiano malherido que había osado exigir, de muy mala manera, que quitaran a Chayito de la rocola, y por respuesta había recibido el botellazo certero de la Señorita Cantinera, que era fan de la Valdez.
De aquella época del despegue de Chayito Valdez, data también el recuerdo del personaje que le dio a la de la letra su primera lección de comprensión hacia las personas con capacidades diferentes: El Paya Paya.
Deje le aclaro que si la comprensión y el respeto que tenemos hoy día es insuficiente, eche el tiempo hartos años atrás e imagínese. Como sucede cuando uno esta frente a algo que no conoce, casi siempre se va por el camino del rechazo, del temor o del más claro miedo. En aquellos tiempos la mayoría de los culichis conocíamos tan poco de las capacidades diferentes.
El Paya Paya era o es (ignoro si ya murió) un mudo. Suficiente para que en muchos hogares de la barriada se dijera que no hablaba porque estaba loco; por ende, la instrucción era que, cuando se le divisara, se huyera de él. Ello dio como resultado que más de una vez, cuando alguien iba perdiendo en la lotería, alertara "ahí viene el Paya Paya". Tras el corredero el juego se decretaba sin ganador y a empezar de nuevo. De tan socorrido, el recurso perdió credulidad. ¿Cruel?. Sí, mucho y, más que cruel, vergonzozo.
Pero, como en todo, nunca falta quien ante lo desconocido reacciona con curiosidad, por malsana que ésta sea. Afuera de la casa materna había un sitio de taxis, no faltó el chofer que se dio a la tarea de investigar cuan loco estaba el mudo. En menos de una hora descubrieron que el Paya era tan poco cuerdo como cualquiera de los normales, que era un hombre trabajador, que tenía familia, que le gustaba escuchar la radio, leer el periódico y las historietas y que era una chucha cuerera en el dominó.
El porche (de patio, no de auto, no vaya a usted a creer) de la casa de la matriarca se convirtió en el sitio de reunión para los torneos de dominó. En lo que el Paya esperaba a sus oponentes,le contaba a la de la letra sus historias, le cantaba en lengua paya y cuando llegaba llorando porque alguien se la había sonado, le pedía lo llevara hasta donde estaba el agresor. Una vez ahí, haciendo uso de la fama que la ignorancia le había conferido, levantaba los brazos, miraba fijamente y pronunciaba ¡P A A A! ¡Y A A! lo más fuerte que podía. Regresábamos riéndonos de la cara de susto del rijoso.
Es por ello que esta su amiga no es afecta a los espectáculos de mimos: ninguno es como el Paya Paya, quien debía su apodo a que "pa" y "ya" eran los únicos sonidos que podía emitir, suficientes para escribir en los diccionarios de aquel grupo un nuevo significado a las palabras respeto y comprensión.
Viene a colación lo anterior porque en Culiacán esta de visita una exposición que se llama Mil Colores (en la Galería de Arte Moderno, ubicada en el centro, en la esquina de Buelna y Paliza, y no cobran la entrada). Obras con técnicas y temas variados con un común denominador: son producto del talento indiscutible de los alumnos de la Escuela Mexicana de Arte Down.
Dicha escuela es resultado del apoyo de mucha gente; sobretodo, del empeño, la voluntad, la vocación de servicio y el amor hacia los demás, de Sylvia García Escamilla, motor de la Fundación John Langdon Down, A.C.
(¡Nah!. Ni levante la ceja, no es quedadera de bien, es simplemente rendirse y disfrutar esos momentos, en que la vida pone frente a uno a alguien con una grandeza superior de espíritu).
Al recorrer la muestra y encontrar esa otra forma de ver la vida y el mundo, vinieron a la memoria un par de personajes culichis que, sin proponérselo, contribuyeron en mucho al reconocimiento de los derechos y capacidades de las personas con Síndrome de Down: Panchito y Wingo Mongolowsky.
En la década de los 80, en el centro de Culiacán, era estampa común encontrar a un joven ataviado con pantalón y camisa de los mismos colores al del uniforme de los tránsitos. Un silbato y una cachucha como la de los oficiales, completaba su atuendo.
Alguien, quien sabe quien, dijo que se llamaba Panchito, y no tardó mucho en que automovilistas y peatones le confirieran la autoridad que le correspondía. Si usted quería cruzar la calle por donde no debía, o quería estacionarse en doble fila, había que checar primero a ver si no estaba Panchito; pues, si lo cachaba, no se salvaba de la regañada y la multa. En los embotellamientos, al grito de auxilio “Panchito haz algo, pues”, seguía una silbatina que destrababa el nudo gordiano.
El esfuerzo de Panchito dio frutos y un día, en una ceremonia oficial que encabezó el entonces gobernador Antonio Toledo Corro, Panchito fue nombrado Comandante Honorario de la Dirección de Tránsito. Recibió el uniforme oficial, en medio de unos de los aplausos más prolongados y sinceros de que se tenga memoria en esa dependencia.
También en esos tiempos, surgió un artista muy popular en Culiacán: Wingo Mongolowsky.
En su libro "Personajes y anécdotas en extinción", el cronista José Piña González, dedica un capítulo a Álvaro Susano Carrasco, quien al convertirse en la primera voz del grupo musical Mixer Metal tomó el nombre artístico de Wingo Mongolowsky.
Para el público de entonces, el Wingo era no un joven con Síndrome de Down sino un estupendo comediante, con una excepcional facilidad para aprender e improvisar rutinas.
Con el tiempo, ambos personajes (porque llegaron a serlo) desaparecieron de la vida pública. Cuenta la historia que ya no están en este mundo; sin embargo, su paso no fue en vano. Hoy se dice que una de cada cuatro familias sinaloenses, tienen un miembro con alguna capacidad diferente. Quizás ni Wingo, ni Panchito, ni el Paya Paya lo supieron, pero contribuyeron a que cada vez haya más personas que comprendan a esa una de cada cuatro familias.
Comentarios, sugerencias, mentadas, invitaciones y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Que tenga una excelente semana.
Marisa Pineda es del mero Sinaloa. Fanática de la lucha libre. Adicta a los chocolates. Le gusta el café, la comida chatarra (y la no chatarra también), las flores, el vino blanco, leer, la música y los viernes. Cree en la reencarnación y en el poder de la fe. Es totalmente neurótica y peligrosamente despistada.
miércoles, 16 de abril de 2008
jueves, 10 de abril de 2008
A dos de tres
Marisa Pineda
¡Volvió!, ¡Volvió por sus fueros!. Abriéndose paso entre el lío del petróleo, cada vez más enmarañado; por entre que si el PRD tiene o no nuevo dirigente; por entre la carcel y las multas de la Ley Antitabaco; pasando por encima del mismísimo Hugo Sánchez y su destitución como entrenador de la Selección Nacional; por entre todo ello, a punta de mordidas y arañazos regresó: El Chupacabras.
Cuentan que esta especie de la mitología moderna acaba de reaparecer en la comunidad de Champotón, Campeche, para ser más precisos en la colonia La Playa, donde se despachó a ocho gallinas y un pavo, a los que les extrajo toda la sangre. Del ataque sólo sobrevive un gallo. El hecho llevó a los vecinos a exigir a la policía acabar con el bicho y, en vía de mientras, se han armado con palos y machetes para efectuar rondines nocturnos de vigilancia, en aras de proteger sus animales de corral, que son parte importante de su patrimonio.
Dicen los criptozoólogos (disciplina que estudia a los animales desconocidos o no reconocidos por la ciencia, pero presentes en el folclor y la mitología) que el primer ataque del Chupacabras se registró en 1974, en Estados Unidos. Un año después, los casos se extendieron a Puerto Rico. En ambos países, los testigos decían haber visto a una especie de canguro, como de metro y medio, con colmillos y alas pegadas al cuerpo. Al final, la suma de las descripciones dio como resultado una cruza entre perro, murciélago y gárgola.
Tras casi 20 años, para 1994, el animal volvió a aparecer, de nuevo en Puerto Rico. Esta vez el servicio de televisión por cable era ya sumamente popular, presente en muchísimas casas, convirtiéndose en factor detonante para que el chupacabras se propagara. Más tardaba en salir la noticia de un ataque, para que al siguiente día en sitios muy distantes geográficamente, hubiera gente que atestiguaba la presencia de aquel ser.
Arropado por la oscuridad de la noche, el animal se sorbía la sangre de perros, aves de corral y una que otra cabra -por supuesto-, descuartizándolas de paso. En cuestión de días, el monstruo se reprodujo peor que garrapata, y en un mes ya tenía presencia en prácticamente todo Latinoamérica. No hubo país o estado de esta región del continente, que se escapara de tener su chupacabras.
El imaginario popular se encargó de encumbrar al mitológico ser y de sembrar el terror. Cómo olvidar un día, cuando la madre de la de la letra, convocó a su descendencia con carácter de urgente porque algo grave había pasado en su casa. Ahí nos tiene a todos atendiendo la voz de alarma. Al llegar, la cara de la matriarca era la viva imagen del triunfo. Con voz alterada y aún trepada en una silla, explicó que en la cocina, yacía un "animal muy raro, que yo creo es el chupacabras" (textual, ¡oh si!, cómo olvidarlo). En sus manos aún estaba la escoba que desde hacía como una hora, se negaba a soltar.
Ahí nos tiene entrando a la cocina, seguidos por la matriarca que, gloriosa, nos narraba como había acabado con el monstruo.
Una vez en la cocina nada de chupacabras. ¿Cómo?. ¿Por dónde había escapado?. A lo mejor no lo había matado, sólo lo había aturdido. La madre insistía en que sí lo había aniquilado, y no conforme con ello, lo transformaba: "les digo que es el diablo".
En lo que le explicábamos que no eran horas de que el Chupacabras anduviera suelto, escuchamos que todo empezó cuando escuchó una especie de chillido "como de una rata o de murciélago, pero más raro". Tomando el arma más poderosa que encontró: la escoba, siguió el sonido y al entrar a la cocina descubrió "¡ay! hija, una cosa muy rara, un animal muy feo". Venciendo el temor, asestó el golpe una y otra vez, hasta que aquel ser mitológico se dejó de mover.
Pero ahi tiene que por más que buscábamos al Chupacabras no lo veíamos por ningún lado. La matriarca insistía que ahí estaba y señalaba tras el refrigerador. Efectivamente, ahí yacía un ser peludo, con largos dientes y ojos saltones; sin embargo, estaba lejos de medir el metro y medio reglamentario para cualquier Chupacabras, las orejas no eran de murciélago y tampoco tenía alas, ni cola.
Los episodios con la bestia sangrienta (la de a deveras, no la de la casa) se repetían un día si y otro también. El Chupacabras se popularizó de forma tal que se convirtió en apodo, sirvió de nombre a equipos deportivos de barriada, hasta hubo un luchador que se hacía llamar El Chupacabras cuyo traje era más bien una botarga. A esas alturas del partido, la fama era tal que había llevado al Chupacabras a practicarse un extrim meik over, que lo había dejado igualito al Depredador, de la película del mismo nombre.
El ser mitológico tuvo incluso su bebida oficial. En uno de los tendejones de la colonia donde la de la letra vivía, vendían "los originales Chupacabras"; un brebaje de colores y sabores que venía en un envase con la forma del monstruo. Esta su amiga compró uno de color rojo, presuntamente sabor fresa, el cual jamás abrió. Por casi tres años, ese Chupacabras vivió dentro del refrigerador, convirtiéndose en una especie de mascota, hasta que en un cambio de casa, al hacer la mudanza, lo perdimos.
Al llegar nuevos temas de asombro, el chupacabras quedó reducido a material de estudio de criptozoólogos, expertos en fenómenos paranormales, ovnis y fantasmas. Mientras tales investigadores planteaban que el chupacabras podía ser: una variedad de murciélago, un extraterrestre, una mutación natural de alguna especie, un experimento genético que se había escapado de un laboratorio secreto o bien un animal prehistórico, el común respondía enfático que el chupacabras no era más que una vil mentira. Los que antes aseguraban que había atacado en la casa del primo de un amigo, se mostraban ahora escépticos. Ello incluía a la matriarca, totalmente decepcionada del mitológico ser, tras descubrir que el monstruo al que había dado muerte no era el chupacabras, sino un hamster que vaya Usted a saber cómo fue a dar a la casa.
No cabía duda, el chupacabras se había convertido en un personaje en peligro de extinción, víctima de su sobreexposición a los medios de comunicación.
Así pasaron casi otros 20 años; a través de ellos, el animalito hizo esporádicas apariciones aquí y allá, sólo para comprobar que su convocatoria al miedo y al morbo era superada por cualquier platillo volador.
En los últimos días, los temas en los diarios han sido la batalla campal en el Partido de la Revolución Democrática, en pos de la dirigencia nacional. La destitución de Hugo Sánchez como director técnico de la Selección Mexicana de Fútbol (que manera de tragarse sus palabras). El bombardeo de mensajes sobre la búsqueda de petróleo en aguas profundas. La cárcel y multas para los fumadores. El adelantar los relojes una hora por el horario de verano y, por entre todo ello, directo desde Champotón, Campeche: el chupacabras reloaded.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe; comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una excelente semana.
Marisa Pineda
¡Volvió!, ¡Volvió por sus fueros!. Abriéndose paso entre el lío del petróleo, cada vez más enmarañado; por entre que si el PRD tiene o no nuevo dirigente; por entre la carcel y las multas de la Ley Antitabaco; pasando por encima del mismísimo Hugo Sánchez y su destitución como entrenador de la Selección Nacional; por entre todo ello, a punta de mordidas y arañazos regresó: El Chupacabras.
Cuentan que esta especie de la mitología moderna acaba de reaparecer en la comunidad de Champotón, Campeche, para ser más precisos en la colonia La Playa, donde se despachó a ocho gallinas y un pavo, a los que les extrajo toda la sangre. Del ataque sólo sobrevive un gallo. El hecho llevó a los vecinos a exigir a la policía acabar con el bicho y, en vía de mientras, se han armado con palos y machetes para efectuar rondines nocturnos de vigilancia, en aras de proteger sus animales de corral, que son parte importante de su patrimonio.
Dicen los criptozoólogos (disciplina que estudia a los animales desconocidos o no reconocidos por la ciencia, pero presentes en el folclor y la mitología) que el primer ataque del Chupacabras se registró en 1974, en Estados Unidos. Un año después, los casos se extendieron a Puerto Rico. En ambos países, los testigos decían haber visto a una especie de canguro, como de metro y medio, con colmillos y alas pegadas al cuerpo. Al final, la suma de las descripciones dio como resultado una cruza entre perro, murciélago y gárgola.
Tras casi 20 años, para 1994, el animal volvió a aparecer, de nuevo en Puerto Rico. Esta vez el servicio de televisión por cable era ya sumamente popular, presente en muchísimas casas, convirtiéndose en factor detonante para que el chupacabras se propagara. Más tardaba en salir la noticia de un ataque, para que al siguiente día en sitios muy distantes geográficamente, hubiera gente que atestiguaba la presencia de aquel ser.
Arropado por la oscuridad de la noche, el animal se sorbía la sangre de perros, aves de corral y una que otra cabra -por supuesto-, descuartizándolas de paso. En cuestión de días, el monstruo se reprodujo peor que garrapata, y en un mes ya tenía presencia en prácticamente todo Latinoamérica. No hubo país o estado de esta región del continente, que se escapara de tener su chupacabras.
El imaginario popular se encargó de encumbrar al mitológico ser y de sembrar el terror. Cómo olvidar un día, cuando la madre de la de la letra, convocó a su descendencia con carácter de urgente porque algo grave había pasado en su casa. Ahí nos tiene a todos atendiendo la voz de alarma. Al llegar, la cara de la matriarca era la viva imagen del triunfo. Con voz alterada y aún trepada en una silla, explicó que en la cocina, yacía un "animal muy raro, que yo creo es el chupacabras" (textual, ¡oh si!, cómo olvidarlo). En sus manos aún estaba la escoba que desde hacía como una hora, se negaba a soltar.
Ahí nos tiene entrando a la cocina, seguidos por la matriarca que, gloriosa, nos narraba como había acabado con el monstruo.
Una vez en la cocina nada de chupacabras. ¿Cómo?. ¿Por dónde había escapado?. A lo mejor no lo había matado, sólo lo había aturdido. La madre insistía en que sí lo había aniquilado, y no conforme con ello, lo transformaba: "les digo que es el diablo".
En lo que le explicábamos que no eran horas de que el Chupacabras anduviera suelto, escuchamos que todo empezó cuando escuchó una especie de chillido "como de una rata o de murciélago, pero más raro". Tomando el arma más poderosa que encontró: la escoba, siguió el sonido y al entrar a la cocina descubrió "¡ay! hija, una cosa muy rara, un animal muy feo". Venciendo el temor, asestó el golpe una y otra vez, hasta que aquel ser mitológico se dejó de mover.
Pero ahi tiene que por más que buscábamos al Chupacabras no lo veíamos por ningún lado. La matriarca insistía que ahí estaba y señalaba tras el refrigerador. Efectivamente, ahí yacía un ser peludo, con largos dientes y ojos saltones; sin embargo, estaba lejos de medir el metro y medio reglamentario para cualquier Chupacabras, las orejas no eran de murciélago y tampoco tenía alas, ni cola.
Los episodios con la bestia sangrienta (la de a deveras, no la de la casa) se repetían un día si y otro también. El Chupacabras se popularizó de forma tal que se convirtió en apodo, sirvió de nombre a equipos deportivos de barriada, hasta hubo un luchador que se hacía llamar El Chupacabras cuyo traje era más bien una botarga. A esas alturas del partido, la fama era tal que había llevado al Chupacabras a practicarse un extrim meik over, que lo había dejado igualito al Depredador, de la película del mismo nombre.
El ser mitológico tuvo incluso su bebida oficial. En uno de los tendejones de la colonia donde la de la letra vivía, vendían "los originales Chupacabras"; un brebaje de colores y sabores que venía en un envase con la forma del monstruo. Esta su amiga compró uno de color rojo, presuntamente sabor fresa, el cual jamás abrió. Por casi tres años, ese Chupacabras vivió dentro del refrigerador, convirtiéndose en una especie de mascota, hasta que en un cambio de casa, al hacer la mudanza, lo perdimos.
Al llegar nuevos temas de asombro, el chupacabras quedó reducido a material de estudio de criptozoólogos, expertos en fenómenos paranormales, ovnis y fantasmas. Mientras tales investigadores planteaban que el chupacabras podía ser: una variedad de murciélago, un extraterrestre, una mutación natural de alguna especie, un experimento genético que se había escapado de un laboratorio secreto o bien un animal prehistórico, el común respondía enfático que el chupacabras no era más que una vil mentira. Los que antes aseguraban que había atacado en la casa del primo de un amigo, se mostraban ahora escépticos. Ello incluía a la matriarca, totalmente decepcionada del mitológico ser, tras descubrir que el monstruo al que había dado muerte no era el chupacabras, sino un hamster que vaya Usted a saber cómo fue a dar a la casa.
No cabía duda, el chupacabras se había convertido en un personaje en peligro de extinción, víctima de su sobreexposición a los medios de comunicación.
Así pasaron casi otros 20 años; a través de ellos, el animalito hizo esporádicas apariciones aquí y allá, sólo para comprobar que su convocatoria al miedo y al morbo era superada por cualquier platillo volador.
En los últimos días, los temas en los diarios han sido la batalla campal en el Partido de la Revolución Democrática, en pos de la dirigencia nacional. La destitución de Hugo Sánchez como director técnico de la Selección Mexicana de Fútbol (que manera de tragarse sus palabras). El bombardeo de mensajes sobre la búsqueda de petróleo en aguas profundas. La cárcel y multas para los fumadores. El adelantar los relojes una hora por el horario de verano y, por entre todo ello, directo desde Champotón, Campeche: el chupacabras reloaded.
Muchas gracias por leer estas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe; comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com
Que tenga una excelente semana.
martes, 1 de abril de 2008
A dos de tres
Marisa Pineda
“El valiente vive hasta que el cobarde quiere”, decía mi abuela y en las últimas semanas los “emos” han hecho válido ese dicho. Hartos de ser agredidos por otras tribus urbanas, se organizaron y al grito de “órale Doña Chonita nosotros somos más” se enfrentaron a “darketos”, “punketos” y demás clanes que ya los tenían hasta el copete.
El pleito, que inició hace como dos semanas en el Distrito Federal, se extendió a ciudades como Querétaro y Puebla, prendiendo los focos rojos en todo el país. A falta de respeto, ya no más se pide tolerancia y que entierren el hacha de guerra, para continuar con la armoniosa convivencia aquí y allá.
Eso de las tribus urbanas es un fenómeno exclusivo de los nuevos tiempos; sólo que los nuevos tiempos datan desde que el mundo es mundo. En Culiacán, allá por la década de los 70, surgieron los “cholos”. Movimiento que llegó del norte, inspirado en la obra teatral (después película) de Luis Valdez, “Zoot suit”.
Cuando los cholos se vestían de gala, haga de cuenta que estaba viendo a Tin-Tán. Para el diario, el atuendo constaba de pantalones con el tiro a las rodillas, color caqui (el negro era para las fiestas o para los muy elegantes). La camiseta iba con o sin mangas, pero siempre blanca. Los zapatos eran como rescatados del baul del abuelo, negros, bien relucientes; la versión deportiva era con unos Converse de lona. Como accesorios se usaban una cadena en el pantalón, que podía rematar en una cartera o un reloj, y un sombrerito de pachuco. El que tenía algún pariente en Tijuana o en “el otro lado” ya la había hecho, porque eso garantizaba el envío de pantalones “Diquis” y camisetas “Fruit of the loom” no sólo originales, sino también comprados allá, lo que daba un estatus de superioridad. Para los carentes de familia en el gabacho no faltaban la fayuca. Por el boulevard Leyva Solano, enfrente del Parque Revolución, enseguida de donde vendían cachitos de lotería, hubo una tienda que era visita obligada para todo aquel que se quisiera decir cholo.
A los cholos siguieron muchas otras tribus urbanas: los hommie o raperos, los skatos, los punkeros, los metaleros, los darketos, los emos y los que practican el cosplay, que no es otra cosa más que ir por el mundo disfrazado como su personaje de ficción favorito. En un encuentro de cosplay es de lo más común ver a la Bellota y al Mohohoho de la mano.
Los miembros de esas etnias padecieron, cada uno en su momento, ser calificados como drogadictos, delincuentes, vagos sin oficio ni beneficio por el mero hecho de seguir una moda. Algunos, es cierto, tomaron por el camino de la delincuencia; pero la mayoría se convirtió en ingenieros, maestros, arquitectos, abogados, médicos, empresarios y un largo etcétera, corroborando que aquello fue una moda que, como casi todas las modas, se recicla.
En el lapso que lleva abierto el Caso Emo, han surgido toda clase de chascarrillos y apodos a expensas del movimiento de estos chamacos que visten pantalones de pitillo, camisetas de niño, tenis tipo converse o vans y, como carácterística principal, un copetote lacio baba, que les cubre medio rostro. ¡Ah! Y otro aspecto muy importante: el pelo debe ser invariablemente negro. Jamás verá a un emo güero, ni castaño. Llevado a sus extremos quienes practican el “emotional hardcore” (de ahí el apócope de “emo”) se autoinflingen heridas y son proclives al suicidio.
En Culiacán, los emos tienen ya por lo menos tres años reuniéndose en la plazuela Obregón, justamente en la esquina de Obregón y Rosales. A lo largo del día hay grupitos, que por las tardes crecen en número. Algunos llegan con una patineta bajo el brazo, como quien cargara un libro. Se juntan, platican, ven a los danzoneros, gruperos y cristianos que a lo largo de la semana se instalan en el kiosco y su periferia. Antes de que salga la última corrida de camiones urbanos se dispersan silenciosos, con los ojos escondidos entre el copetón, arropados por la noche y su actitud de no vale nada la vida, la vida no vale nada. (Bajo ese concepto de emocional extremo ¿sería acaso José Alfredo el primer emo?, ya me quedó la duda).
Al igual que en otras ciudades los emos culichis han sufrido la intolerancia de otras tribus. En los “tokines” (alguna vez conocidas como conciertos) suelen ser la torta de “darketos” (pantalón y camiseta negra, cadenas, seguidores de las fuerzas oscuras. ¡Uuuy!) y “metaleros” (pantalón de mezclilla y playera negra con el logotipo de la banda de preferencia, greña larga y enmarañada, poco afectos al agua y al jabón) quienes no se tientan el corazón para agredirlos, la más de las veces verbalmente, otras tantas a puntapiés.
Pero si diversidad se trata hay otra tribu urbana culichi que es el coco de emos, darketos, metaleros y comunes: los buchones.
Pero como esa última tribu urbana es de Culiacán para el mundo, merece capítulo aparte. Pendiente.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Un abrazo, que tenga una feliz semana.
Y recuerde: comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones, por favor, en adosdetres@hotmail.com
Marisa Pineda
“El valiente vive hasta que el cobarde quiere”, decía mi abuela y en las últimas semanas los “emos” han hecho válido ese dicho. Hartos de ser agredidos por otras tribus urbanas, se organizaron y al grito de “órale Doña Chonita nosotros somos más” se enfrentaron a “darketos”, “punketos” y demás clanes que ya los tenían hasta el copete.
El pleito, que inició hace como dos semanas en el Distrito Federal, se extendió a ciudades como Querétaro y Puebla, prendiendo los focos rojos en todo el país. A falta de respeto, ya no más se pide tolerancia y que entierren el hacha de guerra, para continuar con la armoniosa convivencia aquí y allá.
Eso de las tribus urbanas es un fenómeno exclusivo de los nuevos tiempos; sólo que los nuevos tiempos datan desde que el mundo es mundo. En Culiacán, allá por la década de los 70, surgieron los “cholos”. Movimiento que llegó del norte, inspirado en la obra teatral (después película) de Luis Valdez, “Zoot suit”.
Cuando los cholos se vestían de gala, haga de cuenta que estaba viendo a Tin-Tán. Para el diario, el atuendo constaba de pantalones con el tiro a las rodillas, color caqui (el negro era para las fiestas o para los muy elegantes). La camiseta iba con o sin mangas, pero siempre blanca. Los zapatos eran como rescatados del baul del abuelo, negros, bien relucientes; la versión deportiva era con unos Converse de lona. Como accesorios se usaban una cadena en el pantalón, que podía rematar en una cartera o un reloj, y un sombrerito de pachuco. El que tenía algún pariente en Tijuana o en “el otro lado” ya la había hecho, porque eso garantizaba el envío de pantalones “Diquis” y camisetas “Fruit of the loom” no sólo originales, sino también comprados allá, lo que daba un estatus de superioridad. Para los carentes de familia en el gabacho no faltaban la fayuca. Por el boulevard Leyva Solano, enfrente del Parque Revolución, enseguida de donde vendían cachitos de lotería, hubo una tienda que era visita obligada para todo aquel que se quisiera decir cholo.
A los cholos siguieron muchas otras tribus urbanas: los hommie o raperos, los skatos, los punkeros, los metaleros, los darketos, los emos y los que practican el cosplay, que no es otra cosa más que ir por el mundo disfrazado como su personaje de ficción favorito. En un encuentro de cosplay es de lo más común ver a la Bellota y al Mohohoho de la mano.
Los miembros de esas etnias padecieron, cada uno en su momento, ser calificados como drogadictos, delincuentes, vagos sin oficio ni beneficio por el mero hecho de seguir una moda. Algunos, es cierto, tomaron por el camino de la delincuencia; pero la mayoría se convirtió en ingenieros, maestros, arquitectos, abogados, médicos, empresarios y un largo etcétera, corroborando que aquello fue una moda que, como casi todas las modas, se recicla.
En el lapso que lleva abierto el Caso Emo, han surgido toda clase de chascarrillos y apodos a expensas del movimiento de estos chamacos que visten pantalones de pitillo, camisetas de niño, tenis tipo converse o vans y, como carácterística principal, un copetote lacio baba, que les cubre medio rostro. ¡Ah! Y otro aspecto muy importante: el pelo debe ser invariablemente negro. Jamás verá a un emo güero, ni castaño. Llevado a sus extremos quienes practican el “emotional hardcore” (de ahí el apócope de “emo”) se autoinflingen heridas y son proclives al suicidio.
En Culiacán, los emos tienen ya por lo menos tres años reuniéndose en la plazuela Obregón, justamente en la esquina de Obregón y Rosales. A lo largo del día hay grupitos, que por las tardes crecen en número. Algunos llegan con una patineta bajo el brazo, como quien cargara un libro. Se juntan, platican, ven a los danzoneros, gruperos y cristianos que a lo largo de la semana se instalan en el kiosco y su periferia. Antes de que salga la última corrida de camiones urbanos se dispersan silenciosos, con los ojos escondidos entre el copetón, arropados por la noche y su actitud de no vale nada la vida, la vida no vale nada. (Bajo ese concepto de emocional extremo ¿sería acaso José Alfredo el primer emo?, ya me quedó la duda).
Al igual que en otras ciudades los emos culichis han sufrido la intolerancia de otras tribus. En los “tokines” (alguna vez conocidas como conciertos) suelen ser la torta de “darketos” (pantalón y camiseta negra, cadenas, seguidores de las fuerzas oscuras. ¡Uuuy!) y “metaleros” (pantalón de mezclilla y playera negra con el logotipo de la banda de preferencia, greña larga y enmarañada, poco afectos al agua y al jabón) quienes no se tientan el corazón para agredirlos, la más de las veces verbalmente, otras tantas a puntapiés.
Pero si diversidad se trata hay otra tribu urbana culichi que es el coco de emos, darketos, metaleros y comunes: los buchones.
Pero como esa última tribu urbana es de Culiacán para el mundo, merece capítulo aparte. Pendiente.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Un abrazo, que tenga una feliz semana.
Y recuerde: comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones, por favor, en adosdetres@hotmail.com
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