Marisa Pineda
Siendo estrictos para A dos de tres la noticia debería
sernos de esas que ni fú ni fá. Por principio y final de cuentas no cotizamos
en la bolsa de valores, ni tenemos acciones en esa empresa, sus directivos no
son nuestros amigos ni en Facebook; aún así, saber que Kodak está en quiebra y
se declaró en bancarrota nos provocó una sacudida. Fue como si de pronto le
cayera humedad a los álbumes fotográficos y todos nuestros momentos Kodak
estuvieran bajo amenaza.
Con cien años de experiencia a cuestas, que incluye la
invención, en 1975, del formato digital, a la empresa la alcanzó el futuro y no
tuvo más que declararse en bancarrota. La noticia de su quebranto financiero
fue estopa en la hoguera de las redes sociales, en donde los comentarios casi
invariablemente iniciaban con un “me acuerdo cuando…”
Y nosotros nos acordamos de cuando en Culiacán la cámara más
popular era el modelo Instamatic de Kodak. Una camarita a la cual se le ponía
un cartucho ya fuera de 24 ó 32 exposiciones, aplastaba un botón y se hacía
real la campaña que publicitó la apertura de la empresa, por allá en 1892,
“Usted apriete el botón, nosotros hacemos el resto”.
Si bien la gracia del aparato es que no se necesitaba más
que enfocar y aplastar el botón, había que resolver varios asegunes con maña.
Si no alcanzaban a salir todos en el recuadro se aplicaba el “júntense más” o
el “háganse p’atrás”. Si el grupo era numeroso o el espacio no daba para más la
respuesta venía en forma de reclamo “hazte para atrás tú”. Si el “hazte para
allá” no era suficiente se recurría a trepar al fotógrafo a una silla o se le
obligaba a tirarse de panza en el piso, todo con tal de lograr la toma
anhelada. Esos eran los zoom y los tripiés caseros.
Etimológicamente fotografiar es escribir con luz, el
problema se daba (y sigue dándose) cuando no había suficiente luz. Era entonces
momento de echar mano del cubo mágico. Para quienes no los conocieron eran unos
cubos muy bonitos que se colocaban en la parte superior de la cámara y al
momento de accionar el disparador el foquito dentro del cubo se encendía, más
bien explotaba, iluminando la escena, salvando la situación y dejando a todos
lampareados.
Los cubos se vendían sueltos o en paquetes de tres o cinco
piezas. En teoría cada cubo servía para tomar cuatro fotografías. En teoría,
porque en la práctica era frecuente que fallaran; o explotaban antes de apretar
el botón dejando al fotógrafo viendo lucecitas, o se cebaban y por más que uno
insistiera no encendían, o al encender la incandescencia era insuficiente. Tan
importante como tener cámara y rollo, era contar con los cubos necesarios para
perpetuar los recuerdos en fotografía.
Con el tiempo las Instamatic mejoraron. Algunos modelos
traían dibujados una montaña, una silueta y un foco, con sólo colocar la marca
en la figura adecuada la imagen mejoraba sustancialmente. Los cubos también
evolucionaron, se convirtieron en unas tiras largas de diez o doce foquitos (no me
acuerdo bien) que aún cuando tenían las mismas fallas de sus antecesores no
había necesidad de reemplazar el flash cada cuatro tomas, en teoría.
Pero todos esos adelantos no estaban completos si no se
contaba con una pieza bien importante: una amiga que trabajara en la tienda de
revelado. Y es que a diferencia de hoy, en que tras el click de inmediato sabe si salió tan mal como en la
credencial de elector o vale la pena dejar la foto, antes había que esperar de
tres a diez días, dependiendo de la temporada, para tener las fotografías entre
las manos.
Cuantos niños de entonces tienen fotos que les fueron
tomadas nada más por acabarse un rollo
que urgía llevar a revelar. Hermanos menores, abuelos, vecinitos, mascotas y
paisajes eran los temas más socorridos a la hora de terminar con las
exposiciones que faltaban para poder liberar el rollo y llevarlo a procesar.
Sin embargo, revelar un rollo luego de Semana Santa,
Navidad, Año Nuevo, o la temporada de fines de curso podía demorar hasta dos
semanas. Era ahí cuando tener una amiga en la tienda de revelado era tener un
tesoro.
Las empleadas de la tienda de fotografía tenían dentro de
sus capacidades la discreción. Cuántos testimonios de desfiguros (borracheras,
infidelidades, etcétera) no pasaron por sus manos y ellas calladas. Recibían la
contraseña del rollo depositado, entregaban el sobre correspondiente y así
aparecieran todos bichis en las imágenes, omitían cualquier comentario. A lo
sumo se limitaban a decir “sólo salieron tantas fotos”.
Recibir el sobre amarillo aquel provocaba verdadera emoción.
Rara vez esperaba uno a llegar a casa para abrirlo. Lo primero era sopesarlo,
si era muy liviano mal indicio, significaba que muchas tomas se habían velado,
habían salido encimadas o con manchas que en aquel tiempo se consideraban
indignas de imprimirse y hoy serían la envidia de cualquier lomógrafo.
Los segundos que transcurrían entre lo que se rasgaba el
sobre y lo que repasaba cada fotografía eran de pura y genuina expectativa. Y ahí
estaba: la foto anhelada. Clara, bien
clara, tan clara como el dedo de quien la tomó. Y que levante la mano aquel que
no tiene en sus recuerdos una fotografía con un dedote en primer plano.
Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que
esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y
hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
En Twitter estamos en @MarisaPineda.
Que tenga una semana con hermosas imágenes.
(PD: Don Autoridad, cuantos inocentes cayeron en esta semana
a manos de la delincuencia organizada. Hubo ya justicia para uno de ellos, más
allá de la Justicia Divina. Si le apuesta a que el olvido termine de
sepultarlos, error: no se nos olvida.)