lunes, 27 de julio de 2009

A dos de tres

Por Marisa Pineda

“Las mejores vacaciones este verano”. “Reserve aquí las mejores tarifas de avión”. “Encuentre el hotel de sus sueños” “Vacaciones inolvidables”. Sí, estamos en plenas vacaciones de verano. Cuando uno es niño este periodo se siente extenso hasta la ociosidad, a medida que uno crece el lapso se percibe cada vez más breve. Si sale de la ciudad, las “vacaciones inolvidables” prometidas pueden ser realmente tales, sobre todo si no le respetan su reservación. Si opta por quedarse en casa para hacer esas tareas que tiene pendientes, muy posiblemente termine asustado, cuestionándose si es candidato a padecer el Síndrome de Diógenes, tras llenar un paquete completo de bolsas jumbo de papeles y objetos cuya existencia ya había olvidado.

De niño este período solía vivirse con entusiasmo, primero, y con marcados visos de aburrimiento, después. Tras los exámenes finales y el ansia de la entrega de boleta, venía el júbilo: “ya salimos”. Levantarse tarde, comer, jugar, comer, ver la tele, jugar, comer y dormir sería la rutina durante dos meses. Sin embargo, para la tercera semana, encontraba uno que la vida no era tan fácil. Estar parado en el rayo del sol, servilleta en mano, haciendo fila para comprar un kilo de tortillas y cumplir con una lista de mandados “aprovechando que estás aquí”, alteraban el plan vacacional original.

Para colmo, a medida que los días transcurrían hasta los juegos se volvían tediosos. Claro, le estoy hablando de la época del botonazo; la era digital sólo se conocía en caricaturas como "Los Supersónicos", "Marino y la patrulla oceánica” y “Los cuatro fantásticos” o en programas como “Perdidos en el espacio”, “Viaje al fondo del mar” y “Batman” con todos sus batichunches.

Eran tiempos en que los juegos unisex eran “la rabia”, “los encantados”, el “stop” y el “bombardeo”. Las niñas jugaban al “pinyex”, al “pontenis” (una raqueta de madera con un hilo elástico y una pelotita en el otro extremo, el calor culichi hacía que el elástico se rompiera con suma facilidad), al “elástico” (un trozo de elástico amarrado de los extremos sobre el cual se hacían toda una serie de suertes, el clima –de nuevo- afectaba la durabilidad del “juguete”) y a la “cuerda”. Para los varones estaba “el burro” con sus rimas: “uno por burro”, “dos patada y cos”, “tres de aquí otra vez”, etc. Cabe mencionar, que ninguno de esos juegos requería darle cuerda, conectarlo o ponerle baterías. Necesitaban, eso sí, la ingesta de mucha agua para no terminar deshidratado y un buen baño después de practicarlo, porque terminaba uno todo sudado.

Al dejar ese tiempo atrás e ingresar a la vida laboral, las vacaciones de verano se convierten en la oportunidad de viajar “al lugar de sus sueños”, de conocer “el hotel que todos recomiendan”, en suma de vivir unas “vacaciones inolvidables”.
Para ello, el primer paso es encontrar “las mejores tarifas del mercado” y allá va uno a zambullirse en el internet. ¡Voilá! ¡Una ganga!, transporte, hospedaje y alimentos, todo incluido y a un superprecio. Vacaciones soñadas ¡Allá voy!

Pero hay veces que uno falla y el primer indicio lo tiene al llegar a la terminal y descubrir que debe hacer un pago adicional del que no le hablaron. Al arribar a su destino, lo recibe un tipo que lleva un papel con su nombre escrito a mano, se identifica y le informa que lo llevará a hospedar.

En el trayecto al estacionamiento, considera que el pago adicional que hizo fue sin duda un error, pero al llegar al estacionamiento de nuevo algo le indica que las cosas no van bien. Ese algo es el vehículo que debe abordar: una combi. Al querer abrir la puerta el chofer le dirá “espéreme jefe, es que tiene maña”; una vez arriba, de nuevo el chofer le dirá “jefe, por favor baje el vidrio porque el aire no sirve”, al abrir la ventana el conductor le pedirá “jefe, por favor bájelo hasta la mitad, es que luego no sube”. Para cuando llega al hotel llevará el pelo con un afro tropical de carcajada.

Ya en el lobby, descubrirá que su nombre no aparece en la lista de reservaciones. Tras verlo con el ánimo caldeado le dirán “¡Ah!, usted compró el paquete con Viajes Patito!, permítame”. Permitir significa que puede dejar su maleta y en dos o cuatro horas, cuando se desocupe una habitación, se la asignarán. Cuando por fin le dicen que ya tienen su lugar, de nuevo la observación: sólo hay que cubrir una diferencia de tal cantidad.

Ya en su habitación descubre que las fotografías que vio en internet no corresponden al sitio donde se encuentra, ni echándole mucha imaginación. Decidido a no hacerse mala sangre, se dice que, finalmente, sólo quiere un sitio seguro y limpio donde dejar sus pertenencias, bañarse y dormir. Sale a conocer el lugar y regresa para descansar y estar listo para todas las visitas guiadas que incluye el paquete. Ya mañana será otro día.

Al día siguiente, tras pagar una diferencia más, esta vez en el precio del desayuno buffet, distingue en el lobby al tipo que fue por Usted al aeropuerto, resulta que es también el guía. A medida que transcurren los paseos conocerá que el chofer-guía en realidad trabajaba en una fábrica como obrero calificado, pero vendieron la empresa y a él lo liquidaron. Se fue a Estados Unidos a probar suerte, con muy poca fortuna, y a su regreso un compadre (el dueño de la combi) le ofreció esta chamba.

Para el tercer día, opta por moverse por su cuenta, considerando que hubo un error y ninguno de los paseos incluía entradas. De regreso a su casa, saca cuentas y encuentra que en costos adicionales pagó igual cantidad a que le salió el paquete ganga. Entra a la página de internet de Viajes Patito, lee los comentarios y en vez de poner que son un fiasco, coincide con los demás viajeros, ya no busca quién se la hizo sino quién se la va a pagar. Así como Usted cayó, quiere que otros caigan y vivan, efectivamente, unas “vacaciones inolvidables”.

Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones, por favor en adosdetres@hotmail.com Que tenga una feliz semana.

lunes, 20 de julio de 2009

A dos de tres

Marisa Pineda

Todo empieza con una invitación, una invitación que implica el ineludible compromiso de asistir. Y asistir equivale a acudir bien presentada. Bien presentada equivale a: de inmediato, a dieta. Pero estar a dieta produce ansiedad y la ansiedad se busca calmarla, paradójica e infructuosamente, comiendo. Así, el intento por quedar en línea fracasa. Pero no todo está perdido, hay una salida de emergencia, un botón de pánico. Y allá va uno a echar mano del último de los remedios, sin imaginar siquiera que está a punto de protagonizar un encuentro que resultará inolvidable y se caracterizará por su rudeza. Está por comenzar la lucha Yo versus La Faja.

“La belleza cuesta”, “la belleza duele” son premisas transmitidas por generaciones, en las más diversas culturas y momentos históricos. En aras de la belleza, en tribus africanas se recurre a colocar aro sobre aro para que el cuello se alargue; en aras de la belleza, geishas y europeas de centurias anteriores hicieron válido aquello de ¡antes muertas que sencillas!, al morir víctimas del plomo en la pintura empleada para blanquear la cara.

Esto de ponerse bello y bien presentado no es exclusivo de un género. En los varones esta el grabado de tatuajes (incluso en las llamadas partes nobles), la colocación de piercings y el empleo de aros para perforar los lóbulos de las orejas, hasta dejar unos hoyos por los que bien cabe una canica. Esta última práctica, ahora de moda, data de antes de la Conquista, hoy los aros son de plástico, en aquel tiempo eran de hueso, oro o piedra.

Con esos antecedentes, recurrir a una faja se antoja una trampilla que ni a pecado llega. Total, se trata apenas de esconder uno que otro defecto menor, como una lonja coquetona o la falta de cintura. Y allá va uno en busca de la pieza. En lo que se elije la prenda, se topará con las fajas modeladoras, tan efectivas como antiestéticas. Por más encaje que les cosan resultan tan útiles como delatoras. Si se emplea una de esas, antes de preguntarle a una ¿cómo estás? Le dirán ¡Traes faja!
La ausencia de lonjas, las costuras que se marcan, los ojos saltones, un busto aumentado por la grasa comprimida, y la dificultad para doblar cintura que apareció de súbito, impiden dar un “no” por respuesta.

Están también las fajas de última generación, caracterizadas por su flexibilidad excesiva. Toma la camiseta modeladora y ¡oh-ho!, es chiquitita. En la tienda no se percibió así (en la tienda, el maniquí era talla cero). ¿Cómo voy a meter toda mi humanidad ahí? Se enciende el aire acondicionado, se prende el ventilador, se coloca una frente a él. Se mete un brazo a la prenda, se hace una pausa, se toma valor y allá va el segundo brazo. ¡Ay!.. La faja está viva y al pasar la cabeza ha estado a punto de romperle a una la nariz. Ahora está a punto de ahorcarla porque se enroscó a la altura del cuello, ¡Aaagh! ¡Agh! Con rapidez inaudita, el instinto de supervivencia encontró la forma de desenrollarla, pero ahora está a la altura del busto. ¡Aaah!, ¡Aah! Exclama una mientras siente como si le estuvieran haciendo una mamografía. Empieza a contorsionarse y logra estirarla de nuevo. Para entonces ya está una toda sudada, el exceso de grasa rebosa debajo de los hombros y en los brazos, pero ni quien se fije. De pronto, en una máxima rudeza, la faja la toma por sorpresa, enroscándose a la altura de la boca del estómago. Totalmente sin aire, empieza a toser para no asfixiarse y ya sea con la ayuda de unas tijeras o invirtiendo la odisea logra zafarse de la indomable prenda.

Si en vez de las camisetas modeladoras optó por las que son un pantaloncillo que amolda vientre, glúteos y muslos. La lucha empezará en cuanto la prenda pase la altura de los tobillos. Una faja que en su tamaño original tiene 20 centímetros de ancho deberá pasar por unas extremidades inferiores que en su parte más ancha rebasan el metro. Y allá va. Llega la faja a las rodillas, la usuaria se sienta, acomoda la prenda, se reincorpora y empieza a brincar por todo el lugar, poco a poco la faja va subiendo. Ha llegado a los muslos, el ánimo está en alto, la usuaria lo va a lograr, sigue saltando. Está en las chaparreras, pasando esto ya la hizo, sigue saltando… ¡ups!, en un exceso de enjundia ha clavado su dedo en la pieza, deja de saltar, la revisa, sí hay un hoyo, pero qué ve, ¡la fibra no se corre!, suficiente. Ha recuperado el ánimo y vuelve a saltar. ¡Sí!, lo ha logrado, la faja comprime su panza, aplasta sus nalgas y divide sus muslos en dos, pero que importa, ya con el vestido eso se disimulará.

¡Ah!, pero esa prenda es sumamente traicionera. Horas después, cuando vaya al baño se preguntará ¿y ahora cómo la subo?; se encontrará en un espacio pequeñito, donde no habrá manera de saltar hasta regresar la faja a su lugar, entonces tendrá que tomar la decisión de quitarla y arrojarla al bote de la basura o esconderla en su bolsa, como se esconde un pecado. O bien de pronto sentirá como algo se enrosca en sus muslos, clavándose dolorosamente en las ingles; tendrá que correr al baño y botar la prenda, absolutamente convencida que usar una faja fue una mala decisión.

Colombia y México tienen algo más que… negocios en común. Colombia y México comparten fajas. “Fajas colombianas” dice el letrero en la tienda de lencería. Son prendas que en la parte superior, a la altura del busto, lucen como blusas realmente bonitas, de ahí para abajo una poderosa tela elástica la deja a una como empacada al alto vacío. El problema estriba en que se cierran con ganchillos en la entrepierna y en lo que la grasa busca dónde reacomodarse, la usuaria se siente como en examen ginecológico.

En la variedad de las fajas colombianas están también los modelos que parecen trajes para bucear. Vienen en dos largos: al tobillo y a la rodilla. La comprimen hasta dos tallas, realmente son de neopreno, forrado de una tela delgada. Entre el neopreno y ese forro hay un espacio. Con lo que la faja la adelgazó bien puede guardar ahí… qué se yo, buena parte de esas chunches que traemos las mujeres en la bolsa. Sí, esas fajas son una maravilla.

Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Por favor, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones en adosdetres@hotmail.com. Que tenga una semana en que no se le comprima el entusiasmo.

lunes, 6 de julio de 2009

A dos de tres

Marisa Pineda


Es domingo en Culiacán, para ser verano el día esta relativamente fresco, en el cielo el nublado presagia tormenta. En muchos hogares se sigue la final de la Copa Confederaciones de Fútbol, Brasil viene de atrás para vencer a un sorpresivo Estados Unidos que en el primer tiempo les puso tremendo susto. Son alrededor de las 2:00 de la tarde del 28 de junio, hora de la comida. Brennie sale de su casa, en la colonia 5 de Mayo, va rumbo al abarrote a comprar refrescos, lleva cien pesos para pagar. Un tipo armado la asalta y le dispara. Horas más tarde Brennie muere a consecuencia del tiro que recibió por la espalda. Tenía doce años.

Hija única, alumna ejemplar, buena para contar chistes y para jugar fútbol, Brennie estaba por egresar de sexto grado. Ya había hecho examen para la secundaria, y lo pasó. En unas semanas más saldría de vacaciones. Vendría la emoción de cambiar de ambiente, de conocer nuevos amigos, de llevar otro uniforme, otros libros, otros útiles, otra mochila. A los doce años, en la biografía los verbos se conjugan en futuro.

Dicen los que dicen saber que los asesinos a sueldo no matan por la espalda, que es signo de cobardía, de aplicar la ley de la ventaja ante la víctima en total indefensión. Cuentan que matar por la espalda es de mala suerte, que cuando el cuerpo queda boca abajo se lleva el alma del verdugo, que por eso los voltean con el pie y les dan el tiro de gracia.

Pero el asesino de Brennie quizás en nada de eso pensó. Quizás sólo vio el billete de 100 pesos que llevaba la niña. Cien pesos apenas suficientes para una vela de mariguana de dudosa calidad, para un par de “tachas”, para una piedra de crack, cien pesos que no alcanzan para una grapa de cocaína, pero que fueron suficientes para convertir el mañana de Brennie en historia.

A los doce años es difícil tener amigos influyentes. A los doce años los amigos son de la edad, apenas uno o dos años mayores. A los doce años los que tienen más de 18 son “grandes”, los de 30 “adultos”, los de 35 “mayores” y los de más de 50 “viejitos”. A los doce años las amistades más poderosas son las que tienen las revistas con las mejores fotos y los mejores discos de los artistas de moda, las que poseen la playera, los zapatos o el accesorio que impone el artista juvenil del momento. A los doce años las palabras política, organismo empresarial, ombudsman y líder de opinión aparecen sólo en los libros de texto.

Quizás por eso, porque Brennie sólo tenía doce años, porque carecía de relaciones con las altas cúpulas empresariales, porque no se hablaba de tú con la gente en el Poder, porque no marcaba directamente a los teléfonos celulares de los políticos más encumbrados, es que su muerte no provocó los desplegados, las declaraciones airadas exigiendo justicia que asesinatos como el suyo deben provocar.

A ocho días de su muerte, los dirigentes camarales, los paladines de los derechos humanos, los “líderes de opinión” que aprovechan la menor provocación para consumir tiempo aire y líneas ágata, han guardado un vergonzoso silencio, un silencio que lastima, que ofende, que da pena ajena.

A casi ocho días de su muerte, quienes alzan la voz por Brennie es la gente común, aquellos a quienes se les eriza la piel con sólo imaginar el dolor de la familia, de los amigos. Aquellos que el sólo suponerse en una situación tal los hace elucubrar viejas y nuevas formas de inflingir daño.

A casi ocho días de su muerte, la mayor manifestación de solidaridad con la familia de Brennie provino de sus compañeros de la primaria Ángel Flores. Vestidos de blanco, salieron a la calle exigiendo justicia, castigo al responsable. Justicia, lo menos que se puede demandar, pero que pareciera ser mucha demanda.

En foros locales y por correo electrónico circulan mensajes en donde piden que si alguien tiene alguna información sobre el asesino, la haga saber a tal o cual dirección para “encargarse” de él. Es como si estuviera conmovida la única parte sensible de aquellos para quienes la muerte es un modo de vida, y la vida es moneda de curso legal.

Pero ni ellos han obtenido respuesta. Parece que nadie vio nada. A los doce años no hay morbo que alimente a aquellos curiosos que jamás ven nada, pero saben perfectamente con quién se besó la vecina en edad de merecer, a qué hora salió, en qué auto pasaron por ella, a qué hora regresó, en qué condiciones y si fue en el mismo vehículo en el que partió. A los doce años no hay chisme que perseguir. Quizás por eso nadie vio nada.

El domingo 28 de junio, Brennie Felician Medina salió con cien pesos en la mano a comprar refrescos al abarrote de la esquina. Eran las 2:00 de la tarde, la hora de la comida. Un tipo armado la asaltó para quitarle el dinero. Cien pesos que no alcanzan ni para una grapa de cocaína. Le pegó un balazo que ni los sicarios de más baja ralea disparan: un tiro por la espalda. A sus doce años Brennie luchó por aferrarse a la vida. En su lucha no estuvo sola; médicos, familia, amigos hicieron todo lo que pudieron durante 24 horas, pero ese día el cielo necesitaba un ángel.


Muchas gracias por leer éstas líneas y con ello hacer que esto valga la pena. Ya sabe, comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com

Que tenga una semana en que el silencio no duela.