lunes, 17 de marzo de 2008

A dos de tres

Marisa Pineda
Empieza Semana Santa, en escuelas y oficinas de toda índole la pregunta éstos días fue ¿vas a salir?.
Cuando esta su amiga estaba plebe, quedarse en la ciudad era una experiencia traumática. Pasaban horas sin divisar un alma en las calles. Parecía que se había emitido alguna alerta y los lugares para permanecer a salvo fueran los sitios con agua: las playas de Altata y El Tambor, Imala y sus aguas termales; las riveras del Humaya y el Tamazula; la presa de Sanalona, ya de jodidos las albercas del Parque Constitución.
El chiste no era sólo salir, había que salir y regresar quemado. Volver de Semana Santa con un color que retaba al cáncer de piel, era sinónimo de vacaciones divertidas. Nadie imposibilitado para mover las articulaciones o tolerar una prenda con tirantes podía haberla pasado mal. El dolor era espantoso, pero se portaba con orgullo sabedor que el envidiómetro se movía en dirección proporcional al achicharramiento.
Sin embargo, ir a la playa llevaba en el pecado la penitencia.
Si la familia no tenía auto, un mes antes empezaba la labor de barbería para ser incluido en los planes de algún motorizado. El cabildeo constaba de carnes asadas o comelitonas los domingos, hasta asegurar el raite, casi siempre con el compadre o algún tío.
Para los que no conseguían lugar con los conocidos, el transporte urbano llegaba a su rescate. Los camiones cambiaban sus rutas y en los cristales se leía "Sale Altata y El Tambor". Los turistas más piojos se apostaban en el entronque a Navolato y a levantar el pulgar se ha dicho.
Para cualquier automovilista la logística de Semana Mayor partía siempre de la premisa: hay que salir temprano para que no nos agarre el tráfico. Las caravanas de vacacionistas indicaban que la idea había sido tan buena como nada original.
A primera hora se preparaba el alimento oficial: sangüiches de atún y/o sardinas con galletas saladas. El menú dejó secuelas en muchos que, hasta la fecha, no los toleran ni en anuncios.
Al vehículo se echaban sábanas (que amarradas a las puertas serían lo mismo carpas que vestidores), comida, hielera y una pelotota. Al capacete se amarraba la infaltable cámara de tractor y se partía a la primera prueba al desánimo: la gasolinera. Prueba superada. Las largas filas desesperaban, pero jamás hicieron que nadie se regresara a su casa.
Al entrar a carretera volvía la algarabía. Recorrer los más o menos 70 kilómetros que separan a Culiacán de Altata y El Tambor podían consumir hasta cuatro horas, lapso en el cual se experimentaría una mezcla encontrada de enfado, burla y piedad, por el tío que cantaba horrible pero se juraba la voz gemela de Vicente Fernández, por la tía que no lograba entender que ella no era Chayito Valdez o por la propia madre que ordenaba "ándale cántale a tus tíos y a tus primos la que cantaste el otro día en la escuela", ignorando que "Se levanta en el asta mi bandera..." no es, hasta el día de hoy, la canción del verano.
Llegar a la playa prometida espabilaba a todos. Pasar entre un mar de gente, a vuelta de rueda, hasta encontrar un lugar donde estacionarse, hacia al conductor exclamar, con aire de superioridad: "ya llegamos".
Y allá iba el plebero al agua, a enterrarse en la arena, a buscar conchitas, a cortarse un pie con ellas, con una lata o con un vidrio, a pepenar una aguamala (se ven tan inofensivas, parecen gelatinas), a hacer nuevos amigos. A divertirse hasta que el hambre, la sed o las ganas de ir al baño hacían que la familia en pleno se percatara que no llevó vasos, ni servilletas, ni agua purificada, ni papel higiénico. No faltaba la voz salvadora que más tardaba en exclamar "pero tenemos refrescos", que en entrar en pánico al descubrir que el destapador "se quedó en la casa".
Haciéndole compañía al destapador se quedaban también las toallas, el cepillo y un cambio de ropa. Gracias a esas carencias uno regresaba con el pelo tieeeso cual alambre de púas, la ropa como lija, con arena hasta en salva sea la parte y semidescalzo, pues el mar se había llevado una chancla.
Si la ida había sido penitencia, el regreso era calvario. Quien sabe cuales leyes de la física intervenían para volver más apretados. La cámara de tractor se había ponchado; a la pelotota se la había llevado el viento; ya no había refrescos ni comida (“Mamá tiene arena el sangüich”. Sacúdelo, ándale, cómetelo, es arenita, esta limpia, no te pasa nada, más cochinadas comes por otros lados). Sí, se traían menos cosas, pero por alguna extraña razón el espacio en el vehículo se había achicado.
La condición se agravaba por la piel quemada, la picazón de la sal en todo el cuerpo y la panza hinchada de tanto tomar refrescos (abiertos con los dientes o la chapa de la puerta) a falta de agua (“Mamá, allá hay agua”. Estas loco, esta muy caro el vaso y ve tu a saber si es purificada).
El malestar se sobrellevaba recordando a los que se habían quedado en sus casas, que no habían ido siquiera al Parque Constitución, donde tanto el chapoteadero como la semiolímpica (con sus aguas turbias, hediondas a cloro), estaban tan llenas que era imposible dar dos brazadas al hilo, ya no se dijera tirarse del trampolín. La imagen de aquellos confinados a asolearse en el patio de sus casas, escondidos, para poder mentir luego "es que fui al rancho", era el aliento para soportar el dolor de las rosaduras y las, cada vez más incontenibles, ganas de ir al baño (“Mamá, quiero ir al baño”. Aguántate, ya vamos a llegar, no traemos papel, además vienen muchos carros).
Llegaba uno hecho un guiñapo. De pronto, cuando menos lo esperaba, una pregunta hacía que todo cobrara sentido. El protocolario ¿A dónde fuiste?, desencadenaba los recuerdos, era entonces, sólo entonces, cuando uno entendía que poder responder con dos palabras: Al Mar, hacía que todo lo vivido hubiera valido la pena.
Usted ¿va a salir?.
Muchas gracias por leer éstas líneas. Comentarios, sugerencias, invitaciones, mentadas y hasta felicitaciones por favor en adosdetres@hotmail.com
Un abrazo.